¿Cómo somos los españoles? ¿Somos como nos ven los anglosajones o como nosotros creemos que somos?

harrysas

Madmaxista
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Invito al lector al experimento de descubrir el curioso fenómeno de “Hispanización”, descrito hace 32 años en mi bestseller “Guia de malas costumbres españolas”, y a establecer comparaciones con la realidad actual, con el fin de comprobar qué factores identitarios permanecen en nuestra forma de ser y cuáles han sido atenuados o superados.

Introducción

Esta guía (1) no intenta revelar nada que no sé sepa sobre nosotros mismos. Lo único que pretende revelar es el retrato de fotomatón de los españoles. Pero, como siempre ocurre con estas máquinas de urgencia, hemos salido con una irreconocible cara de sospechosos. El objetivo nos ha sacado, pues, el lado negativo, el menos fotogénico. Pero no por ello menos real. La foto no nos sirve para intercambiarla con la de la novia. Ni para estamparla en el D.N.I. (por aquello de evitar las reminiscencias policiales sobre la ley de vagos y maleantes). Pero sí para reflexionar un poco más sobre nosotros mismos
.
Porque, junto a cualidades como la hospitalidad, la simpatía y la generosidad, coexiste entre nosotros un bien surtido catálogo de «malas costumbres» nacionales. Defectos que tratamos de ignorar bajo el falso silogismo de que si no se nombran es que no existen —un rasgo que nos emparenta zoológicamente con los avestruces. O defendiéndonos de ellos apelando al socorrido argumento de que son tópicos. Respuesta que, a su vez, la convertimos en ¡un nuevo tópico! Nos autoengañamos. Como cuando escondemos hacia dentro el estómago al subirnos a una báscula o al mirarnos de perfil en el espejo.

A los españoles se nos acusa de bebedores, impuntuales, ruidosos, indolentes, orgullosos, chapuceros, chismosos, hipócritas, incultos, etcétera. Pero ¿somos realmente así?; ¿somos más amigos de la fiesta y el trago que del trabajo?, ¿nos comunicamos a gritos?, ¿despreciamos cuanto ignoramos?, ¿somos irrespetuosos con el tiempo?, ¿vivimos en el paraíso de la improvisación?, ¿es nuestro orgasmo más ruidoso que sensual?, ¿somos una sociedad ansiosa de títulos?, ¿hacemos lo contrario de lo que alardeamos?, ¿nos creemos el ombligo del mundo?

Esta modesta inmersión en la psicología nacional es un intento de practicar la enseñanza socrática del «conócete a ti mismo», empezando por el propio autor. Pero no resulta fácil describir el perfil del carácter nacional sin caer, efectivamente, en el tópico Un mosaico de aptitudes y actitudes tan variado como el paisaje que nos rodea, nos hace imprevisibles. Sin embargo, mientras que las virtudes nos separan, las «malas costumbres» nos unen y nos acercan a una visión globalizadora, complementaria de aquéllas.

Con todo, y dado el carácter orgulloso que nos domina, mi atrevimiento de disparar el objetivo sin avisar ni permitir que el modelo se maquille, no está exento de riesgos. A cualquier lector puede asaltarle el impulso de velarme el carrete o, lo que es peor, regalarles un tambor a cada uno de mis hijos. Porque los españoles siempre hemos tenido un miedo irracional a la crítica y nunca supimos afrontarla con la necesaria serenidad. Pero el primer derecho democrático es poder decir también «lo que los demás no quieren oír». Hay que empezar a desterrar la idea que, con inexplicable vanidad, acostumbramos a expresar a modo de justificación:

«Los españoles no tenemos arreglo» o «¡Este país es así!»

Con éstas o similares frases queremos tras*mitir —no sin una indisimulada arrogancia— al extranjero, que nuestra idiosincrasia es irrepetible. Que somos un reducto de exotismo en el mundo occidental. O, para decirlo en términos turísticos, que «España es la India de Europa». Nuestro complejo de inferioridad ante el extranjero lo compensamos practicando el ombliguismo: Nos sentimos orgullosos de ser la única ‘raza’ que, inconcebiblemente, conserva en los albores del siglo XXI el cruento atavismo de las corridas de toros.

Somos, en efecto, un pueblo algo loco, bullanguero, irresponsable, violento y desorganizado, en donde se bebe y se canta mientras las cosas quedan siempre «a medio hacer». Un pueblo en el que no sólo las corridas de toros marcan la diferencia, sino también otras muchas «malas costumbres». La actriz Catherine Oxenberg declaraba recientemente en los Estados Unidos, que le fue «muy difícil vivir en España teniendo en cuenta la mayoría de las actitudes y costumbres. Es como volver atrás 200 años. Desde aquel invento de “España es diferente”, los foráneos ¡ya no saben qué decir para traernos más turismo!

Pero los españoles no sabemos qué pensamos de nosotros mismos hasta que algún extranjero nos critica. Sólo ahí tomamos conciencia fugaz de nuestra forma de ser. Pero en seguida nos pierde el amor propio: Tendemos a vivir enamorados de nosotros mismos. Y nos defendemos con vehemencia exagerando nuestras virtudes («el impulso a creernos superiores» del que habla Rof Carballo). Al considerar que sólo nosotros podemos ejercer el monopolio de criticarnos, las propias pulsiones emocionales enmascaran nuestros defectos. Vivimos con éstos, igual que con nuestros olores corporales: No los percibimos, pero molestan a quienes nos rodean. O hacemos como con los muertos: ¡Los vestimos con sus mejores galas para que parezcan menos muertos!

Paradójicamente, cada uno de nosotros se cree un espectador liberado de «malas costumbres». ¡Faltaría más! Ya Larralo denunciaba así: “¿Es la pereza de imaginación o de raciocinio lo que nos impide investigar la verdadera razón de cuánto nos sucede, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal cuya responsabilidad descarga sobre el estado general del país?» De ahí que los españoles pongamos todo el año cara de vacaciones, ¡ese período en el que nadie parece tener la culpa de nada!

Contemplar nuestro lado negativo sin fanatismos es la mejor manera de conocerlo y empezar a superarlo. Y con ese afán constructivo —y no otro— ha sido escrito este libro. Pero la acción de plantear una realidad con el propósito de mejorar, puede ser calificada por algunos (¿muchos?) de tendenciosa y antipatriótica. Desde esta perspectiva, el autor corre el riesgo de asistir con vida a sus propios funerales literarios. Pero creo que la peor forma de patriotismo es la adulación y la complacencia. Déjenme decirles —por si hubiera dudas— que me gusta mi país y lo quiero.

No quisiera terminar esta introducción sin hacer algunas salvedades. Por una parte, es evidente que hay otras generaciones de españoles, más jóvenes y modernas, que no parecen reconocerse tanto con estas ‘otras’ tradicionales señas de identidad. Con «el cambio» se han liberando, afortunadamente, de viejos tabúes. Pero ¿han alterado las nuevas costumbres tanto nuestra arquetípica forma de ser? La que, según Salvador de Madariaga, nos individualiza, singulariza y diferencia. La metamorfosis es aparentemente real en buena parte. Pero bajo ese plumaje de modernismo, será curioso comprobar si, tarde o temprano, no nos encontramos al «español de siempre».

En este sentido, también conviene escuchar —sin que ello quiera decir que debamos malacostumbrar a nuestros oídos con esta práctica— a la voz de la ciencia: El concepto de «carácter nacional» o «personalidad básica de una cultura», fue profundamente investigado por antropólogos tan notables como Abram Kardiner y Ralph Linton, que concluyeron: «Los miembros de cualquier cultura poseen muchos elementos comunes debido a experiencias tempranas vividas también en común. Éstas ejercen un efecto posterior que tiende a producir similares estructuras de personalidad entre personas de una misma cultura».

En este intento de comprender la realidad de nuestras «malas costumbres», habrá que reconocer a las generalizaciones alguna validez. Más que la que concedemos a los pronósticos de los meteorólogos y menos que la que dispensan los católicos a la infalibilidad del Papa. Por supuesto.

Curiosamente, por otro lado, cuando los extranjeros, especialmente anglosajones —sean ejecutivos de multinacionales, profesores, diplomáticos, futbolistas, delegados comerciales o viajeros de larga estadía— vienen a residir aquí, acaban adaptándose felizmente a nuestra filosofía vital. Les va la marcha española. El proceso de aclimatación se produce —si bien con diferentes matices— en tres etapas:

FASCINACIÓN

Al llegar a España sienten un gran alivio al comprobar que los españoles no llevamos al cinto la espada de apiolar toros. Las gentes, el clima y las costumbres les atraen poderosamente. Todo es diferente a su país. La vida parece fácil. Se hacen amigos como churros. Se come y se bebe a placer. Se aparca el coche donde uno quiere. Las multas no se pagan, se acumulan. Tampoco se declara todo lo que se gana. Los cheques sin fondos no son un delito, sino un «trámite». Los médicos atienden por teléfono y recetan lo que a uno le gusta. Los horarios no importan. Les fascina nuestro ingenio. Desde las mil y una formas en que burlamos la ley, hasta el arte que nos damos para rellenar las botellas con tapón irrellenable. Descubren no sólo que en este país todo es posible, sino que es ¡el auténtico paraíso terrenal!

DESESPERACIÓN

Al poco tiempo empiezan a detectar extraños comportamientos. El apartamento que iban a alquilar no está listo en la fecha prometida y el precio es muy superior al pactado. El certificado de residencia se demora más de lo previsto (como puntualiza Robert jovenlandesan, el concepto hispano del «mañana» significa un indefinido futuro). Se sorprenden de que un trámite burocrático lo tenga que resolver el electricista. Pero en seguida descubren que el «enchufe» es otra cosa muy distinta a lo que dice el diccionario. Que es algo imprescindible para que le instalen el teléfono, le entreguen el automóvil o le concedan la dichosa autorización. Las normas no se cumplen o se reinventan cada día. Y nadie es responsable de nada.

HISPANIZACIÓN

Esta etapa la desarrollan cuando regresan a su país de origen. Allí han de enfrentarse con la racionalidad, la puntualidad y la seriedad. Pero ya no la soportan. La esclavitud del reloj y el trabajar sin interrupción siete horas seguidas es realmente agotador. No hay espacio para tomarse un vino y unas tapas en el bar de la esquina o charlar mientras se redacta el informe. En su país no hay lugar para la sorpresa (el diario Le Monde afirmaba recientemente en un reportaje sobre España, que aquí «entre la sensualidad morisca y la Inquisición, la aventura continúa») y echan en falta ¡la ineficiencia! Lo serio es aburrido y «lo español» divertido.

Ciertamente, los españoles tenemos un sentido innato de la desfachatez, que la practicamos como un deporte. Y la vida, para nosotros, diríase que es un espectáculo intenso y alegre que cautiva al extranjero. Nos congratula enormemente observar cómo éste, al grito de ¡hispanícese! se integra plenamente a nuestras buenas y malas costumbres.

Creo, efectivamente, que, en muchos aspectos, los españoles poseemos el secreto del gran milagro de vivir. Sin embargo, en otros, debiéramos cambiar —un «poco» o un «mucho», según los casos— si realmente tenemos vocación de seres civilizados. Porque el cambio hacia la modernidad no consiste sólo en sustituir los horarios de las misas por los anuncios eróticos de las masajistas en las páginas de los periódicos, Ni el “usted” por el “tú”. Ni el bolígrafo por el ordenador personal. Se trata de algo más, si se me permite…
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