Más que una base social o económica, la monogamia tiene una base biológica. Estamos, debido a nuestra configuración genética, determinados a emparejarnos con una sola hembra (al menos a nivel emocional). A diferencia de lo que ocurre con otras especies, el celo de la mujeres no se limita a un determinado periodo, sino que su receptividad sensual es continua, lo que le permite copular con el macho de forma permanente, creando un vínculo y ofreciéndole bastante garantías de que la cría correspondiente es suya. Es necesario que el hombre se implique de manera exclusiva con una única hembra y sus hijos debido a que los humanos necesitan de una atención continua a consecuencia de su largo periodo de aprendizaje hasta su definitiva independencia.
Con matrimonio o sin matrimonio, los humanos nos hubiéramos extinguido de no existir una pareja consolidada destinada a unir sus fuerzas para sacar adelante a la camada. Si terminada la cópula cada uno tira por su lado, la progenitora hubiera sido incapaz de alimentarse y de cuidar a su cría al mismo tiempo. Y si el hombre no tiene la seguridad de que la hembra sólo copula con él, tampoco se hubiera preocupado en dedicar su tiempo y su esfuerzo en cuidar a un bebé que puede ser de cualquiera. El amor y los celos son sentimientos que nos acompañan desde hace decenas o cientos de miles de años. No son inventos de las novelas de amor, no es algo que se inventara en el siglo XX ni quedara reducido a la literatura amorosa. Son precisamente los catalizadores que permiten un vínculo exclusivo entre dos personas y sus correspondientes crías.