catleya
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Cómo derrotar de verdad al globalismo
13 Mayo, 2015
Autor: James Corbett
TweetLa semana pasada en esta columna analizamos el impulso hacia la formación de una Unión Norteamericana y cómo esto encaja en la agenda a largo plazo de las “élites que no deberían serlo” para fusionar estos bloques de poder regional en un gobierno mundial de facto. La premisa es bastante simple. Los banqueros y sus compinches quieren lo que todos los tiranos a lo largo de la historia han querido: la dominación del mundo entero. Para lograr este fin, están trabajando febrilmente para debilitar los estados-nación que han servido durante siglos como bloques de construcción de la geopolítica global. La respuesta también parece muy sencilla. Si los globalistas quieren socavar los Estados-nación mediante gobiernos regionales, entonces debemos oponernos a ellos fomentando el orgullo nacional en la población.
Aunque esta respuesta parece satisfactoria, se trata también de un error fundamental. El regionalismo y el nacionalismo no son opuestos, como sugiere esta fórmula, sino diferentes caras de la misma moneda. Y esa moneda está trucada de forma que cualquier batalla entre estas dos ideas siempre nos va a llevar a la misma conclusión: el gobierno global.
Para entender por qué esto es así tenemos que retroceder en el tiempo, hasta la Jena del siglo XIX. Los aficionados a la historia reconocerán inmediatamente esta modesta ciudad en el corazón de la moderna Alemania como la sede de una de las grandes batallas de Napoleón, una derrota aplastante y decisiva del ejército prusiano que dio lugar a la subordinación del Reino de Prusia al Imperio francés. Tan humillante fue esta derrota que inspiró a un librero de Nuremberg, Johannes Palm, a distribuir un panfleto titulado “Alemania en su profunda humillación” instando a los alemanes a la resistencia armada contra sus conquistadores franceses. En respuesta a su panfleto, Palm fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento francés.
La ejecución de Palm se convirtió en un grito de guerra para la incipiente nación alemana e inspiró a Johann Gottlieb Fichte, un influyente filósofo revolucionario, a dar sus Discursos a la Nación Alemana. En esta serie histórica de conferencias, Fichte estableció las bases filosóficas de una idea que justo entonces empezaba a tomar forma: el Estado-nación. Hasta finales de la Edad Media, el mundo occidental estaba todavía organizado casi universalmente en monarquías que apelaban al derecho divino de los reyes. Las revoluciones en Estados Unidos, Francia y otros países fueron expresiones de la agonía de esta forma de gobierno, pero aún no estaban claros los principios que regirían la organización de los gobiernos en el mundo post-monárquico y post-feudal.
Hablando “sólo para los alemanes y sólo de los alemanes”, Fichte describió el papel que según él debía desempeñar el Estado nacional en moldear al pueblo alemán (que por aquél entonces vivía en una multitud de pequeños ducados, reinos y principados) para formar un ente político uniforme:
“El objetivo del Estado es el derecho positivo, la paz interior y un entorno en el que todo el mundo pueda trabajar para ganarse el pan de cada día y satisfacer sus necesidades materiales, siempre y cuando Dios le permita vivir. Todo esto no es más que un medio, una condición y un marco para satisfacer los deseos engendrados por el amor a la patria: que lo eterno y lo divino pueda florecer en el mundo y se haga cada vez más puro, perfecto y excelente. Es por ello que este mismo amor a la patria debe gobernar el estado y ser la autoridad suprema, final y absoluta. Su primer ejercicio de esta autoridad consistirá en crear limitaciones para asegurar su objetivo inmediato, la paz interna. Para lograr este objetivo, la libertad natural del individuo debe, por supuesto, ser limitada de muchas maneras distintas.”
¿Y qué propuso Fichte para hacer que los alemanes adoptaran su visión de la ‘patria’, especialmente cuando ello requería restricciones a “la libertad natural del individuo”?
“Propongo que se inculque, profunda e imborrablemente en los corazones de todos, por medio de la educación, el verdadero y todopoderoso amor a la patria, la concepción de nuestro pueblo como un pueblo eterno cuya seguridad garantiza nuestra propia eternidad.”
La propuesta de Fichte tras la derrota en Jena se convirtió en la base de un sistema educativo que jugó un papel esencial en el establecimiento de la confederación alemana moderna: el sistema educativo prusiano. Siguiendo la visión de Fichte, este sistema funcionó para eliminar de la población la individualidad, la independencia, la autosuficiencia y el interés en preservar las libertades naturales y en su lugar promovió la conformidad, la dependencia y la subordinación de los individuos al estado.
Como señaló el incomparable historiador de la educación John Taylor Gatto en su ensayo seminal, “La pesadilla de la escuela pública: ¿Por qué arreglar un sistema diseñado para destruir el pensamiento individual?“:
“En efecto [Fichte] le dijo al pueblo de Prusia que la fiesta había terminado, que la nación tendría que ponerse en forma mediante una nueva institución utópica de escolarización obligatoria en la que todo el mundo aprendería a obedecer órdenes. Así fue como, por primera vez en la historia humana, la escolarización obligatoria vino al mundo a punta de bayoneta estatal. La escolarización obligatoria moderna comenzó en Prusia en 1819 con una visión clara de lo que podían producir las escuelas centralizadas: soldados obedientes para el ejército, trabajadores obedientes para las minas, funcionarios subordinados para el gobierno, secretarios subordinados para las empresas y ciudadanos que piensan todos lo mismo sobre asuntos importantes.”
Los “logros” de este sistema educativo prusiano incluyeron la introducción por vez primera de la asistencia obligatoria a la escuela empezando por la guardería y durando casi todo el año. Otras características propias del sistema prusiano fueron la implementación de un plan de estudios nacional, exámenes estandarizados y, por supuesto, lecciones diseñadas para inculcar en los estudiantes un sentido de identidad nacional. Este sistema fue adoptado poco después por otros estados nacionales emergentes, como los Estados Unidos.
Como Gatto observa:
“Usted necesita saber esto porque durante los primeros 50 años de nuestra institución escolar el objetivo educativo prusiano, la creación de un estado socialista, gradualmente desplazó al objetivo tradicional americano, que en la mayoría de mentes consistía en preparar al individuo para valerse por si mismo.”
Este “objetivo americano” es famoso sobretodo por los escritos de Thomas Jefferson, quien elogió a los agricultores terratenientes como los ciudadanos más virtuosos de la república, no porque estuviesen interesados en promover el nacionalismo, sino precisamente porque eran los más independientes y los más predispuestos a resistir al gobierno.
Opuestos a este objetivo estaban entre otros Benjamin Rush, co-firmante de la Declaración de Independencia, quien abogó por la creación de escuelas públicas con el expreso propósito de convertir a los niños en autómatas amantes del estado. Que esto no es ninguna exageración puede comprobarse en su sincero artículo “Sobre el Método Educativo Apropiado para una República”, en el que escribió:
“Nuestras escuelas de aprendizaje, mediante la producción de un sistema general y uniforme de educación, crearán una masa de población más homogénea y fácil de ajustar a un gobierno pacífico y uniforme.”
Y luego concluye:
“Las observaciones aquí presentadas dejan claro que creo que es posible convertir a los hombres en máquinas republicanas. Así debe hacerse si esperamos que estos hombres ejecuten correctamente sus funciones en la gran máquina del gobierno del estado. Esa república será adulterada con monarquía o aristocracia que no dependen de la voluntad del pueblo, y éstas deben ajustarse entre sí por medio de la educación antes de que puedan generar regularidad y unísono en el gobierno.”
Esto no significa que el viejo estilo educativo y su propósito (la preparación de individuos autosuficientes para la acción autónoma) fuesen eliminados por completo: simplemente se convirtieron en el dominio exclusivo de una élite privilegiada que literalmente se veía a sí misma como directora de las masas trabajadoras. Esto fue confirmado de forma asombrosa en un discurso de 1909 de Woodrow Wilson, entonces presidente de la Universidad de Princeton que poco después se convertiría en Presidente de los Estados Unidos:
“Queremos una clase de personas que tenga una educación liberal, y queremos otra clase de personas, necesariamente mucho más numerosa en toda sociedad, que renuncie a los privilegios de una educación liberal y se capacite para realizar tareas específicas manuales y difíciles.”
Los oligarcas se jactaban abiertamente de la creación de una clase trabajadora maleable de “máquinas republicanas” que encajaran a la perfección en sus roles “en la gran máquina del gobierno del estado”, a la vez que mantenían los métodos educativos clásicos para sí mismos, los autoproclamados gerentes de la sociedad.
La idea del Estado-nación no surgió espontáneamente de la tierra en épocas remotas, como nos cuenta la mitología nacionalista. Fue cuidadosamente inculcada durante mediante generaciones de escolarización obligatoria, promovida en los cuidadosamente elaborados currículums nacionales y reforzada a través de exámenes regulares estandarizados. Y creó, paso a paso, una población más dócil, complaciente y receptiva hasta el punto de no tener nada que ver con el ideal jeffersoniano del agricultor terrateniente. Es posible que los padres estadounidenses que están actualmente lidiando con los nuevos estándares de Bases Comunes ya estén familiarizados con esta pesadilla. Pero quizá no estén tan familiarizados con la siguiente etapa de este proceso: la sustitución del adoctrinamiento nacionalista por el adoctrinamiento globalista. Quizá les pueda interesar el Currículum Mundial Básico promovido por la UNESCO, una agencia que el secretario de Educación de Obama, Arne Duncan, considera un “socio global” en la configuración de una “agenda educativa desde la cuna-al-puesto de trabajo” que prepare a los estudiantes para “nuevos retos mundiales”.
De las “máquinas republicanas” de Rush a las “máquinas globalistas” de la UNESCO en sólo unos pocos pasos. La globalización no es lo contrario del nacionalismo; es su conclusión lógica. A los oligarcas de antaño les resultó conveniente reunir a la gente en torno a una bandera (literalmente) para despojarlos de sus libertades naturales. Los oligarcas de nuestra era simplemente van a cambiar los colores de la bandera. Una vez que la lealtad a un colectivo arbitrario ha sido cuidadosamente indoctrinada en la población, es sólo cuestión de cambiar ese colectivo (estado nacional) por otro (gobierno regional) y luego por otro (gobierno mundial). Dado que los estados nacionales fueron creados y controlados desde el principio por los banqueros y sus compinches, no es ahora especialmente difícil para ellos destruir su creación e implementar controles globales.
Así que, si el nacionalismo no es la respuesta a la globalización, entonces ¿cuál es la respuesta? Para responder a esa pregunta, sólo tenemos que reformularla: si el sacrificio de la libertad individual a un colectivo nacional arbitrario y artificial no es la respuesta al sacrificio de la libertad individual a un colectivo global arbitrario y artificial, entonces ¿cuál es la respuesta? Pues ahí la tenemos: la libertad individual.
Por supuesto, el paso siguiente es definir qué es la libertad individual. Jefferson hablaba del granjero terrateniente, pero ya hace casi 250 años de eso. ¿Hay nuevas formas de organización social que no se basen en renunciar a nuestra identidad o prometer nuestra lealtad a burocracias centralizadas? Por supuesto que las hay. Pero ese es el tema para mi próximo artículo.
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Publicado originalmente el 11 de abril de 2015. Traducido del inglés por Francesc Garcia-Gonzalo. El artículo original se encuentra aquí.
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13 Mayo, 2015
Autor: James Corbett
TweetLa semana pasada en esta columna analizamos el impulso hacia la formación de una Unión Norteamericana y cómo esto encaja en la agenda a largo plazo de las “élites que no deberían serlo” para fusionar estos bloques de poder regional en un gobierno mundial de facto. La premisa es bastante simple. Los banqueros y sus compinches quieren lo que todos los tiranos a lo largo de la historia han querido: la dominación del mundo entero. Para lograr este fin, están trabajando febrilmente para debilitar los estados-nación que han servido durante siglos como bloques de construcción de la geopolítica global. La respuesta también parece muy sencilla. Si los globalistas quieren socavar los Estados-nación mediante gobiernos regionales, entonces debemos oponernos a ellos fomentando el orgullo nacional en la población.
Aunque esta respuesta parece satisfactoria, se trata también de un error fundamental. El regionalismo y el nacionalismo no son opuestos, como sugiere esta fórmula, sino diferentes caras de la misma moneda. Y esa moneda está trucada de forma que cualquier batalla entre estas dos ideas siempre nos va a llevar a la misma conclusión: el gobierno global.
Para entender por qué esto es así tenemos que retroceder en el tiempo, hasta la Jena del siglo XIX. Los aficionados a la historia reconocerán inmediatamente esta modesta ciudad en el corazón de la moderna Alemania como la sede de una de las grandes batallas de Napoleón, una derrota aplastante y decisiva del ejército prusiano que dio lugar a la subordinación del Reino de Prusia al Imperio francés. Tan humillante fue esta derrota que inspiró a un librero de Nuremberg, Johannes Palm, a distribuir un panfleto titulado “Alemania en su profunda humillación” instando a los alemanes a la resistencia armada contra sus conquistadores franceses. En respuesta a su panfleto, Palm fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento francés.
La ejecución de Palm se convirtió en un grito de guerra para la incipiente nación alemana e inspiró a Johann Gottlieb Fichte, un influyente filósofo revolucionario, a dar sus Discursos a la Nación Alemana. En esta serie histórica de conferencias, Fichte estableció las bases filosóficas de una idea que justo entonces empezaba a tomar forma: el Estado-nación. Hasta finales de la Edad Media, el mundo occidental estaba todavía organizado casi universalmente en monarquías que apelaban al derecho divino de los reyes. Las revoluciones en Estados Unidos, Francia y otros países fueron expresiones de la agonía de esta forma de gobierno, pero aún no estaban claros los principios que regirían la organización de los gobiernos en el mundo post-monárquico y post-feudal.
Hablando “sólo para los alemanes y sólo de los alemanes”, Fichte describió el papel que según él debía desempeñar el Estado nacional en moldear al pueblo alemán (que por aquél entonces vivía en una multitud de pequeños ducados, reinos y principados) para formar un ente político uniforme:
“El objetivo del Estado es el derecho positivo, la paz interior y un entorno en el que todo el mundo pueda trabajar para ganarse el pan de cada día y satisfacer sus necesidades materiales, siempre y cuando Dios le permita vivir. Todo esto no es más que un medio, una condición y un marco para satisfacer los deseos engendrados por el amor a la patria: que lo eterno y lo divino pueda florecer en el mundo y se haga cada vez más puro, perfecto y excelente. Es por ello que este mismo amor a la patria debe gobernar el estado y ser la autoridad suprema, final y absoluta. Su primer ejercicio de esta autoridad consistirá en crear limitaciones para asegurar su objetivo inmediato, la paz interna. Para lograr este objetivo, la libertad natural del individuo debe, por supuesto, ser limitada de muchas maneras distintas.”
¿Y qué propuso Fichte para hacer que los alemanes adoptaran su visión de la ‘patria’, especialmente cuando ello requería restricciones a “la libertad natural del individuo”?
“Propongo que se inculque, profunda e imborrablemente en los corazones de todos, por medio de la educación, el verdadero y todopoderoso amor a la patria, la concepción de nuestro pueblo como un pueblo eterno cuya seguridad garantiza nuestra propia eternidad.”
La propuesta de Fichte tras la derrota en Jena se convirtió en la base de un sistema educativo que jugó un papel esencial en el establecimiento de la confederación alemana moderna: el sistema educativo prusiano. Siguiendo la visión de Fichte, este sistema funcionó para eliminar de la población la individualidad, la independencia, la autosuficiencia y el interés en preservar las libertades naturales y en su lugar promovió la conformidad, la dependencia y la subordinación de los individuos al estado.
Como señaló el incomparable historiador de la educación John Taylor Gatto en su ensayo seminal, “La pesadilla de la escuela pública: ¿Por qué arreglar un sistema diseñado para destruir el pensamiento individual?“:
“En efecto [Fichte] le dijo al pueblo de Prusia que la fiesta había terminado, que la nación tendría que ponerse en forma mediante una nueva institución utópica de escolarización obligatoria en la que todo el mundo aprendería a obedecer órdenes. Así fue como, por primera vez en la historia humana, la escolarización obligatoria vino al mundo a punta de bayoneta estatal. La escolarización obligatoria moderna comenzó en Prusia en 1819 con una visión clara de lo que podían producir las escuelas centralizadas: soldados obedientes para el ejército, trabajadores obedientes para las minas, funcionarios subordinados para el gobierno, secretarios subordinados para las empresas y ciudadanos que piensan todos lo mismo sobre asuntos importantes.”
Los “logros” de este sistema educativo prusiano incluyeron la introducción por vez primera de la asistencia obligatoria a la escuela empezando por la guardería y durando casi todo el año. Otras características propias del sistema prusiano fueron la implementación de un plan de estudios nacional, exámenes estandarizados y, por supuesto, lecciones diseñadas para inculcar en los estudiantes un sentido de identidad nacional. Este sistema fue adoptado poco después por otros estados nacionales emergentes, como los Estados Unidos.
Como Gatto observa:
“Usted necesita saber esto porque durante los primeros 50 años de nuestra institución escolar el objetivo educativo prusiano, la creación de un estado socialista, gradualmente desplazó al objetivo tradicional americano, que en la mayoría de mentes consistía en preparar al individuo para valerse por si mismo.”
Este “objetivo americano” es famoso sobretodo por los escritos de Thomas Jefferson, quien elogió a los agricultores terratenientes como los ciudadanos más virtuosos de la república, no porque estuviesen interesados en promover el nacionalismo, sino precisamente porque eran los más independientes y los más predispuestos a resistir al gobierno.
Opuestos a este objetivo estaban entre otros Benjamin Rush, co-firmante de la Declaración de Independencia, quien abogó por la creación de escuelas públicas con el expreso propósito de convertir a los niños en autómatas amantes del estado. Que esto no es ninguna exageración puede comprobarse en su sincero artículo “Sobre el Método Educativo Apropiado para una República”, en el que escribió:
“Nuestras escuelas de aprendizaje, mediante la producción de un sistema general y uniforme de educación, crearán una masa de población más homogénea y fácil de ajustar a un gobierno pacífico y uniforme.”
Y luego concluye:
“Las observaciones aquí presentadas dejan claro que creo que es posible convertir a los hombres en máquinas republicanas. Así debe hacerse si esperamos que estos hombres ejecuten correctamente sus funciones en la gran máquina del gobierno del estado. Esa república será adulterada con monarquía o aristocracia que no dependen de la voluntad del pueblo, y éstas deben ajustarse entre sí por medio de la educación antes de que puedan generar regularidad y unísono en el gobierno.”
Esto no significa que el viejo estilo educativo y su propósito (la preparación de individuos autosuficientes para la acción autónoma) fuesen eliminados por completo: simplemente se convirtieron en el dominio exclusivo de una élite privilegiada que literalmente se veía a sí misma como directora de las masas trabajadoras. Esto fue confirmado de forma asombrosa en un discurso de 1909 de Woodrow Wilson, entonces presidente de la Universidad de Princeton que poco después se convertiría en Presidente de los Estados Unidos:
“Queremos una clase de personas que tenga una educación liberal, y queremos otra clase de personas, necesariamente mucho más numerosa en toda sociedad, que renuncie a los privilegios de una educación liberal y se capacite para realizar tareas específicas manuales y difíciles.”
Los oligarcas se jactaban abiertamente de la creación de una clase trabajadora maleable de “máquinas republicanas” que encajaran a la perfección en sus roles “en la gran máquina del gobierno del estado”, a la vez que mantenían los métodos educativos clásicos para sí mismos, los autoproclamados gerentes de la sociedad.
La idea del Estado-nación no surgió espontáneamente de la tierra en épocas remotas, como nos cuenta la mitología nacionalista. Fue cuidadosamente inculcada durante mediante generaciones de escolarización obligatoria, promovida en los cuidadosamente elaborados currículums nacionales y reforzada a través de exámenes regulares estandarizados. Y creó, paso a paso, una población más dócil, complaciente y receptiva hasta el punto de no tener nada que ver con el ideal jeffersoniano del agricultor terrateniente. Es posible que los padres estadounidenses que están actualmente lidiando con los nuevos estándares de Bases Comunes ya estén familiarizados con esta pesadilla. Pero quizá no estén tan familiarizados con la siguiente etapa de este proceso: la sustitución del adoctrinamiento nacionalista por el adoctrinamiento globalista. Quizá les pueda interesar el Currículum Mundial Básico promovido por la UNESCO, una agencia que el secretario de Educación de Obama, Arne Duncan, considera un “socio global” en la configuración de una “agenda educativa desde la cuna-al-puesto de trabajo” que prepare a los estudiantes para “nuevos retos mundiales”.
De las “máquinas republicanas” de Rush a las “máquinas globalistas” de la UNESCO en sólo unos pocos pasos. La globalización no es lo contrario del nacionalismo; es su conclusión lógica. A los oligarcas de antaño les resultó conveniente reunir a la gente en torno a una bandera (literalmente) para despojarlos de sus libertades naturales. Los oligarcas de nuestra era simplemente van a cambiar los colores de la bandera. Una vez que la lealtad a un colectivo arbitrario ha sido cuidadosamente indoctrinada en la población, es sólo cuestión de cambiar ese colectivo (estado nacional) por otro (gobierno regional) y luego por otro (gobierno mundial). Dado que los estados nacionales fueron creados y controlados desde el principio por los banqueros y sus compinches, no es ahora especialmente difícil para ellos destruir su creación e implementar controles globales.
Así que, si el nacionalismo no es la respuesta a la globalización, entonces ¿cuál es la respuesta? Para responder a esa pregunta, sólo tenemos que reformularla: si el sacrificio de la libertad individual a un colectivo nacional arbitrario y artificial no es la respuesta al sacrificio de la libertad individual a un colectivo global arbitrario y artificial, entonces ¿cuál es la respuesta? Pues ahí la tenemos: la libertad individual.
Por supuesto, el paso siguiente es definir qué es la libertad individual. Jefferson hablaba del granjero terrateniente, pero ya hace casi 250 años de eso. ¿Hay nuevas formas de organización social que no se basen en renunciar a nuestra identidad o prometer nuestra lealtad a burocracias centralizadas? Por supuesto que las hay. Pero ese es el tema para mi próximo artículo.
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Publicado originalmente el 11 de abril de 2015. Traducido del inglés por Francesc Garcia-Gonzalo. El artículo original se encuentra aquí.
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