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Madmaxista
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Referéndum Cataluña 1-O: Niños de la inmersión, fábrica de patriotas | EL MUNDO
Durante tres décadas, el nacionalismo construyó su escuela mientras Madrid miraba hacia otro lado. Su fin de «impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes» se ha cumplido con creces
John H. Elliott contaba estupefacto que en una ocasión se puso a conversar con un universitario catalán y el chico se mostró empeñado en convencerlo de que la Guerra Civil había sido un conflicto de España contra Cataluña. Según el hispanista británico, toda una generación «ha aprendido una Historia deformada». Son los jóvenes que han crecido dentro de la llamada inmersión lingüística, un sistema que el nacionalismo -con el argumento de que hay que priorizar el catalán en las aulas porque está en desventaja frente al castellano- ha conducido hasta el extremo y ha retorcido hasta convertirlo en un modelo de exclusión y adoctrinamiento.
El separatismo lleva desde los 80 utilizando la escuela para propagar su sentido de patria. Detrás de los niños de Olot, de los adolescentes que estos días faltan a clase para ir a pegar carteles por el 1-O, de esos críos que se manifiestan con esteladas anudadas al cuello, existe todo un proyecto que ha ido expandiéndose mientras los sucesivos gobiernos de la nación -también los del PP- hacían como que no se enteraban.
Son muchas las voces que coinciden en que la escuela catalana es un fértil campo de cultivo en el que buena parte de los profesores simpatiza con el nacionalismo. Los directores son nombrados prácticamente a dedo por la Generalitat (fue la Lomce la que dio más poder a la Administración autonómica en las designaciones) y conforman su «guardia pretoriana». Las plazas de inspectores suelen cubrirse por docentes catalanes en comisión de servicio porque hace años que no se convocan oposiciones. La Alta Inspección del Estado tiene un margen limitado de actuación porque no puede entrar en un colegio sin el permiso del Govern. Ni siquiera puede acceder a los proyectos lingüísticos.
Por eso, no se garantizan ni el uso del castellano como lengua vehicular de la enseñanza ni la neutralidad política e ideológica en los centros públicos, tal y como denuncia el informeDéficits de calidad democrática en Cataluña, publicado en mayo por Sociedad Civil Catalana.
Los libros
Basta con recorrer cualquier biblioteca escolar para hacerse una idea de lo que pasa. La de un colegio del centro de Barcelona -de esos que dicen que educan «para que los niños sean felices»- es muy reveladora: en la estantería de Historia de España apenas descansan tres escuálidos libros; hay, en cambio, decenas de volúmenes dedicados a la cuestión catalana.
Los libros de texto llevan contenidos irreales que dan a entender que Cataluña es otro país de la UE, sostienen que el Estatut está por encima de todas las leyes y hablan de una inexistente «Corona catalanoaragonesa», como ocurre con manuales de Vicens Vives, Barcanova o Santillana. Las de derechasdas de algunos colegios lucen con orgullo banderas independentistas y en los patios se ha dado una contundente orden: «Aquí juguem en català». ¿Qué diríamos si en el recreo de una escuela de Lavapiés apareciera un cartel que dijera: «Aquí se juega en español»?
Para entender cómo hemos llegado a esto hay que remontarse a 1983, cuando la Ley de Normalización Lingüística de Cataluña puso los cimientos de un modelo que supuestamente tenía como fin preservar una lengua minoritaria, el catalán, que durante la Dictadura había sido perseguida y silenciada. Había que protegerla y darle prioridad porque, si no, podía perecer aplastada por el castellano.
La reivindicación del uso del catalán como lengua vehicular de la enseñanza se fraguó en una serie de escuelas que durante el franquismo habían sido privadas. Las cooperativas de padres o profesores integradas en el CEPEPC eran catalanistas, laicas y mixtas, y utilizaban pedagogías innovadoras, frente a los colegios católicos, castellanos y tradicionales que entonces imperaban en toda España. Desde 1979, la Generalitat fue integrando estas escuelas progresistas en la red pública y convirtió en funcionarios a sus profesores.
La esencia
En una de ellas, la mítica Costa i Llobera de Barcelona, estudiaron varios alumnos que luego se convertirían en altos cargos educativos del Govern, impulsores de una política que hizo de la lengua su columna vertebral. También influyó la Escola Thau, fundada en Pedralbes por el histórico pedagogo Joan Triadú, uno de los referentes intelectuales de Jordi Pujol y de Artur Mas. A partir de ahí fue tomando consistencia esa idea de la lengua como elemento articulador de una nación. «La lengua catalana es el ADN de Cataluña», dejó dicho Pasqual Maragall.
En 1990, El País y El Periódico sacaron a la luz el borrador del que iba a ser el programa ideológico de Convergència. Algunos de sus objetivos eran «impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes», «garantizar el perfecto conocimiento de la geografía, historia y otros hechos socioculturales de Catalunya» y «potenciar el uso de la lengua catalana por parte de profesores, maestros y alumnos». Para ello planteaban la «catalanización de los programas de enseñanza», «editar y emplear libros de texto sobre la historia [...] de los Països Catalans», «reorganizar el cuerpo de inspectores» e «incidir en las asociaciones de padres, aportando gente y dirigentes que tengan criterios nacionalistas».
Como ni el PSOE ni el PP pusieron demasiado empeño en frenar estas pretensiones, el proyecto fue avanzando. Uno de los decretos autonómicos de 1992 que desarrollaba la Logse estableció que el catalán «se utilizará normalmente como lengua vehicular y de aprendizaje». Seis años después, la Ley de Política Lingüística salió adelante sin que José María Aznar, entonces en sintonía con los nacionalistas, hiciera nada por recurrirla ante el Constitucional. En 2010, el TC sentenció que el castellano debía «disfrutar de la condición de lengua vehicular» junto al catalán, pero dejando claro que las competencias eran autonómicas.
Los frenos
Después de anunciar su intención de «españolizar a los niños catalanes», el malogrado Wert puso casi todos sus esfuerzos en recuperar el honor perdido del castellano. Por primera vez, la Lomce (2013) reconoció «el derecho de los alumnos y alumnas a recibir la enseñanza en castellano, lengua oficial del Estado, y en las demás lenguas cooficiales».
Pero el ministro más impopular de Rajoy se dejó aconsejar mal y estableció un extravagante mecanismo por el que, si la Generalitat se negaba, los alumnos podían escolarizarse en colegios privados. Luego el Estado les abonaría el dinero de la matrícula y se lo descontaría al Govern. El sistema, poco práctico, no ha funcionado. Las familias que lo han pedido han sido muy pocas (apenas un centenar en cinco años) y ni siquiera en todas las provincias hay centros privados que cumplan los requisitos.
Los padres también pueden recurrir a la vía judicial, ya que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña les garantiza desde 2014 su derecho a aprender el 25% de las horas lectivas en castellano. Esto significa que, además de la asignatura de Lengua Castellana y Literatura -que es la única que suele impartirse en castellano-, las aulas de sus hijos deben recibir una materia más, normalmente Matemáticas.
Según la Generalitat, 12 centros en toda Cataluña han comenzado este curso con una asignatura más en castellano, en aplicación de estas resoluciones. En total, se han dictado unos 90 fallos, siempre favorables a los recurrentes, según Convivencia Cívica Catalana y Asamblea por una Escuela Bilingüe, colectivos que defienden los derechos de estos padres.
El 'apartheid lingüístico'
Pero estas familias se ven señaladas y sometidas a una suerte de apartheid lingüístico por parte del resto de la escuela y la mayoría ni lo intenta, para evitar conflictos con los profesores y los otros padres, que interpretan la reclamación como un ataque directo al catalán y se oponen rotundamente a que sus hijos tengan una asignatura más (son tres horas semanales) en el idioma invasor.
Tienen de su lado a la Generalitat, que sistemáticamente recurre todas las resoluciones judiciales y asegura que no hace falta más castellano porque los niños ya lo hablan en su «entorno social» y terminan la enseñanza obligatoria con el mismo nivel de competencias en ambas lenguas.
El margen para sortear todos estos obstáculos es, al final, limitado. Los libros de texto no se pueden controlar porque la ley no permite la supervisión previa. Tampoco se puede inspeccionar lo que cada día sucede dentro del aula. Y no hay forma de hacer que la Generalitat deje de incumplir la legislación estatal. El Ministerio de Educación ha llevado a Ensenyament ante la Justicia en una decena de ocasiones, pero, para cuando se resuelvan los procedimientos, la Lomce ya ni existirá.
Por otro lado, el sentir mayoritario de padres, profesores y alumnos es favorable a toda esta política. La entidad Somescola.cat, cuyo lema es Per un país de tots, decidim escola catalana, ha sido capaz de agrupar a casi medio centenar de grupos, desde los más independentistas hasta la Fundació Escola Cristiana, y se ha hecho fuerte dentro y fuera de las aulas. Ha quedado patente que el tejido educativo es un pilar relevante de las recientes protestas, que ya tienen su icono en las imágenes de los escolares concentrados en la tarea de colorear las pancartas y de los jóvenes ocupando el histórico claustro de la Universidad de Barcelona.
En realidad, todo lo que iba a ocurrir lo vaticinó una célebre alto cargo convergente de Educación, que, durante una reunión celebrada hace ya muchos años, proclamó: «Los niños de la inmersión lingüística de hoy serán los nacionalistas del mañana».
Durante tres décadas, el nacionalismo construyó su escuela mientras Madrid miraba hacia otro lado. Su fin de «impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes» se ha cumplido con creces
John H. Elliott contaba estupefacto que en una ocasión se puso a conversar con un universitario catalán y el chico se mostró empeñado en convencerlo de que la Guerra Civil había sido un conflicto de España contra Cataluña. Según el hispanista británico, toda una generación «ha aprendido una Historia deformada». Son los jóvenes que han crecido dentro de la llamada inmersión lingüística, un sistema que el nacionalismo -con el argumento de que hay que priorizar el catalán en las aulas porque está en desventaja frente al castellano- ha conducido hasta el extremo y ha retorcido hasta convertirlo en un modelo de exclusión y adoctrinamiento.
El separatismo lleva desde los 80 utilizando la escuela para propagar su sentido de patria. Detrás de los niños de Olot, de los adolescentes que estos días faltan a clase para ir a pegar carteles por el 1-O, de esos críos que se manifiestan con esteladas anudadas al cuello, existe todo un proyecto que ha ido expandiéndose mientras los sucesivos gobiernos de la nación -también los del PP- hacían como que no se enteraban.
Son muchas las voces que coinciden en que la escuela catalana es un fértil campo de cultivo en el que buena parte de los profesores simpatiza con el nacionalismo. Los directores son nombrados prácticamente a dedo por la Generalitat (fue la Lomce la que dio más poder a la Administración autonómica en las designaciones) y conforman su «guardia pretoriana». Las plazas de inspectores suelen cubrirse por docentes catalanes en comisión de servicio porque hace años que no se convocan oposiciones. La Alta Inspección del Estado tiene un margen limitado de actuación porque no puede entrar en un colegio sin el permiso del Govern. Ni siquiera puede acceder a los proyectos lingüísticos.
Por eso, no se garantizan ni el uso del castellano como lengua vehicular de la enseñanza ni la neutralidad política e ideológica en los centros públicos, tal y como denuncia el informeDéficits de calidad democrática en Cataluña, publicado en mayo por Sociedad Civil Catalana.
Los libros
Basta con recorrer cualquier biblioteca escolar para hacerse una idea de lo que pasa. La de un colegio del centro de Barcelona -de esos que dicen que educan «para que los niños sean felices»- es muy reveladora: en la estantería de Historia de España apenas descansan tres escuálidos libros; hay, en cambio, decenas de volúmenes dedicados a la cuestión catalana.
Los libros de texto llevan contenidos irreales que dan a entender que Cataluña es otro país de la UE, sostienen que el Estatut está por encima de todas las leyes y hablan de una inexistente «Corona catalanoaragonesa», como ocurre con manuales de Vicens Vives, Barcanova o Santillana. Las de derechasdas de algunos colegios lucen con orgullo banderas independentistas y en los patios se ha dado una contundente orden: «Aquí juguem en català». ¿Qué diríamos si en el recreo de una escuela de Lavapiés apareciera un cartel que dijera: «Aquí se juega en español»?
Para entender cómo hemos llegado a esto hay que remontarse a 1983, cuando la Ley de Normalización Lingüística de Cataluña puso los cimientos de un modelo que supuestamente tenía como fin preservar una lengua minoritaria, el catalán, que durante la Dictadura había sido perseguida y silenciada. Había que protegerla y darle prioridad porque, si no, podía perecer aplastada por el castellano.
La reivindicación del uso del catalán como lengua vehicular de la enseñanza se fraguó en una serie de escuelas que durante el franquismo habían sido privadas. Las cooperativas de padres o profesores integradas en el CEPEPC eran catalanistas, laicas y mixtas, y utilizaban pedagogías innovadoras, frente a los colegios católicos, castellanos y tradicionales que entonces imperaban en toda España. Desde 1979, la Generalitat fue integrando estas escuelas progresistas en la red pública y convirtió en funcionarios a sus profesores.
La esencia
En una de ellas, la mítica Costa i Llobera de Barcelona, estudiaron varios alumnos que luego se convertirían en altos cargos educativos del Govern, impulsores de una política que hizo de la lengua su columna vertebral. También influyó la Escola Thau, fundada en Pedralbes por el histórico pedagogo Joan Triadú, uno de los referentes intelectuales de Jordi Pujol y de Artur Mas. A partir de ahí fue tomando consistencia esa idea de la lengua como elemento articulador de una nación. «La lengua catalana es el ADN de Cataluña», dejó dicho Pasqual Maragall.
En 1990, El País y El Periódico sacaron a la luz el borrador del que iba a ser el programa ideológico de Convergència. Algunos de sus objetivos eran «impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes», «garantizar el perfecto conocimiento de la geografía, historia y otros hechos socioculturales de Catalunya» y «potenciar el uso de la lengua catalana por parte de profesores, maestros y alumnos». Para ello planteaban la «catalanización de los programas de enseñanza», «editar y emplear libros de texto sobre la historia [...] de los Països Catalans», «reorganizar el cuerpo de inspectores» e «incidir en las asociaciones de padres, aportando gente y dirigentes que tengan criterios nacionalistas».
Como ni el PSOE ni el PP pusieron demasiado empeño en frenar estas pretensiones, el proyecto fue avanzando. Uno de los decretos autonómicos de 1992 que desarrollaba la Logse estableció que el catalán «se utilizará normalmente como lengua vehicular y de aprendizaje». Seis años después, la Ley de Política Lingüística salió adelante sin que José María Aznar, entonces en sintonía con los nacionalistas, hiciera nada por recurrirla ante el Constitucional. En 2010, el TC sentenció que el castellano debía «disfrutar de la condición de lengua vehicular» junto al catalán, pero dejando claro que las competencias eran autonómicas.
Los frenos
Después de anunciar su intención de «españolizar a los niños catalanes», el malogrado Wert puso casi todos sus esfuerzos en recuperar el honor perdido del castellano. Por primera vez, la Lomce (2013) reconoció «el derecho de los alumnos y alumnas a recibir la enseñanza en castellano, lengua oficial del Estado, y en las demás lenguas cooficiales».
Pero el ministro más impopular de Rajoy se dejó aconsejar mal y estableció un extravagante mecanismo por el que, si la Generalitat se negaba, los alumnos podían escolarizarse en colegios privados. Luego el Estado les abonaría el dinero de la matrícula y se lo descontaría al Govern. El sistema, poco práctico, no ha funcionado. Las familias que lo han pedido han sido muy pocas (apenas un centenar en cinco años) y ni siquiera en todas las provincias hay centros privados que cumplan los requisitos.
Los padres también pueden recurrir a la vía judicial, ya que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña les garantiza desde 2014 su derecho a aprender el 25% de las horas lectivas en castellano. Esto significa que, además de la asignatura de Lengua Castellana y Literatura -que es la única que suele impartirse en castellano-, las aulas de sus hijos deben recibir una materia más, normalmente Matemáticas.
Según la Generalitat, 12 centros en toda Cataluña han comenzado este curso con una asignatura más en castellano, en aplicación de estas resoluciones. En total, se han dictado unos 90 fallos, siempre favorables a los recurrentes, según Convivencia Cívica Catalana y Asamblea por una Escuela Bilingüe, colectivos que defienden los derechos de estos padres.
El 'apartheid lingüístico'
Pero estas familias se ven señaladas y sometidas a una suerte de apartheid lingüístico por parte del resto de la escuela y la mayoría ni lo intenta, para evitar conflictos con los profesores y los otros padres, que interpretan la reclamación como un ataque directo al catalán y se oponen rotundamente a que sus hijos tengan una asignatura más (son tres horas semanales) en el idioma invasor.
Tienen de su lado a la Generalitat, que sistemáticamente recurre todas las resoluciones judiciales y asegura que no hace falta más castellano porque los niños ya lo hablan en su «entorno social» y terminan la enseñanza obligatoria con el mismo nivel de competencias en ambas lenguas.
El margen para sortear todos estos obstáculos es, al final, limitado. Los libros de texto no se pueden controlar porque la ley no permite la supervisión previa. Tampoco se puede inspeccionar lo que cada día sucede dentro del aula. Y no hay forma de hacer que la Generalitat deje de incumplir la legislación estatal. El Ministerio de Educación ha llevado a Ensenyament ante la Justicia en una decena de ocasiones, pero, para cuando se resuelvan los procedimientos, la Lomce ya ni existirá.
Por otro lado, el sentir mayoritario de padres, profesores y alumnos es favorable a toda esta política. La entidad Somescola.cat, cuyo lema es Per un país de tots, decidim escola catalana, ha sido capaz de agrupar a casi medio centenar de grupos, desde los más independentistas hasta la Fundació Escola Cristiana, y se ha hecho fuerte dentro y fuera de las aulas. Ha quedado patente que el tejido educativo es un pilar relevante de las recientes protestas, que ya tienen su icono en las imágenes de los escolares concentrados en la tarea de colorear las pancartas y de los jóvenes ocupando el histórico claustro de la Universidad de Barcelona.
En realidad, todo lo que iba a ocurrir lo vaticinó una célebre alto cargo convergente de Educación, que, durante una reunión celebrada hace ya muchos años, proclamó: «Los niños de la inmersión lingüística de hoy serán los nacionalistas del mañana».