Lefri
Madmaxista
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Franco a los socialistas españoles (Carta imaginaria)
AR.- Españoles del Partido Socialista Obrero Español: El ataque a mi memoria se ha convertido en la columna vertebral de vuestra política de acoso y derribo para alcanzar la cima del poder. Habéis llegado al punto de pretender exhumar mis restos y cerrar un monumento que es símbolo de reconciliación, justo lo que vosotros nunca habéis querido. Si alguna faceta destacó en mis años dirigiendo el timón de España, ésa fue sobre todo la seguridad, la prosperidad de las capas medias y el mantenimiento de un orden civilizado. Nunca exigí nada a los españoles que no pudiesen cumplir sin menoscabo de sus intereses o de la seguridad de sus familias. Esa época de paz y progreso social que rememoran con nostalgia cada día más compatriotas, se ha convertido para vosotros en una realidad opresiva que pretendéis borrar multando y encarcelando a quienes se confiesen admiradores de mi obra.
Vuestra obsesión por basurizar mi memoria no conoce límites. No hay un personaje de nuestra historia que haya sido objeto de tantos y tan infundados ataques como yo, sin posibilidad de respuesta alguna, por la criminalización social que han sufrido mis defensores desde el inicio de la democracia. Ha sido una campaña de ataques sin descanso, fieros, infundados, sin posibilidad de apaciguamiento. En los libros de texto, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en todos los círculos decisorios. Debería, sin embargo, causaros desazón que tantas y tan reiteradas campañas demoledoras no hayan surtido el efecto amnésico que buscabais, y es por ello que tengáis que recurrir a la represión y la censura para acallar a tantos españoles que, al comparar mi España con ésta de podemitas y puigdemontes, terminan sintiendo en sus corazones la chispa envolvente de la nostalgia.
Deben acostumbrarse los españoles a que los ataques contra cualquier símbolo o reivindicación de la España franquista sean cada vez más habituales. Como ya les advertí en mi testamento, desde mi fin se ha venido sembrado las semillas de la división, del repruebo y de la intolerancia de un grupo de españoles contra otros. Semillas que ahora brotan en forma de ataques, cada vez más hirientes, no sólo contra los católicos, sino contra cualquier cosa que para nosotros tenga un valor emocional y trascendente.
No alcancé la jefatura del Estado por desconocer la naturaleza traicionera, violenta y larvada de la izquierda. Apartarla de cualquier ámbito de decisión fue posiblemente la razón principal de que España viviera, bajo mi liderazgo, los años más fecundos y pacíficos de su historia.
Cuídense los españoles de vuestras tretas y engaños. Me tocó bregar contra vosotros en 1934, en plena república, tras las elecciones que dieron la victoria a la derecha de Gil Robles. El nuevo gobierno, con tres ministros de la CEDA, se conoció el 4 de octubre. A la mañana siguiente, cuando los ministros aún no habían tomado posesión aún de sus despachos, comenzó en toda España la huelga general revolucionaria decretada por el PSOE y la UGT.
El Consejo de Ministros decretó el día 6 el estado de guerra en toda España. En Madrid fracasó la revolución golpista tras esporádicos tiroteos en dependencias públicas. El ministro republicano de la Guerra, Diego Hidalgo, me nombró asesor especial. Mi primera decisión en defensa de la república fue llamar al teniente coronel Yagüe para mandar una columna de desembarco sobre Asturias, que desde el principio apareció como el foco principal de la rebelión golpista. Hubo por desgracia muchas víctimas mortales, ciudades asturianas destruidas, una fractura social que tardaría décadas en restañar sus heridas y, para muchos, el preludio de la ya inevitable contienda civil. Solo el PSOE fue responsable de aquel agrietamiento social que, a partir de entonces, haría irreconciliables las posturas. Si pudiera emplear en esta carta el lenguaje penal, la culpa de aquella revolución-golpista fue de las izquierdas representadas por el Partido Socialista, en un puro movimiento de reacción ante la inminente toma del poder por las derechas, a quienes democráticamente correspondía.
Tras sofocar el golpe, un sector de la opinión pública me convirtió en el principal valedor y defensor de la legalidad vigente. Sé que esta versión real de la historia de España nunca la admitiréis, ni permitiréis que en los medios que controláis impere otra versión que no sea la vuestra. No queréis que las nuevas generaciones de españoles conozcan el pasado criminal y sanguinario de vuestro partido, que dio lugar al alzamiento militar de 1936.
Os conozco muy bien desde entonces. Conozco vuestras añagazas, vuestros crímenes y vuestras artimañas. De hecho fuisteis los mejores confidentes que tuvo la policía durante mi mandato. Gracias a vosotros y a vuestra histórica falta de escrúpulos, decenas de células comunistas fueron descubiertas y desmanteladas. Podría citaros decenas de nombres, muchos de ellos convertidos luego en encarnizados enemigos míos, sin que yo los tuviera como tales.
Os valéis hoy de los pensionistas para acosar al Gobierno y fingís que os importa su prosperidad, cuando ignoráis a vuestros propios mayores, a quienes tenéis recluidos en geriátricos; y pretendéis validar legalmente la eutanasia para deshaceros de ellos.
Ni siquiera tenéis la dignidad de reconocer que al tratar de mancillar mi memoria, estáis mancillando también la de aquellos parientes cercanos que colaboraron estrechamente con mi régimen en beneficio de todos los españoles. Qué diría hoy Juan Rodríguez García-Lozano, abogado y asesor jurídico del Ayuntamiento de León durante mi mandato, del enfermizo desprecio de su hijo, José Luis Rodríguez Zapatero, hacia una vida de rectitud al servicio de España, sin vencedores ni vencidos. O hacia la de su bisabuelo, el teniente de Infantería Sebastián Rodríguez, que en 1934 colaboró bajo mis órdenes para sofocar la revolución golpista convocada por el PSOE y la UGT.
De qué torcidos valores tras*mitidos por sus progenitores podría quejarse la esposa de Zapatero, Sonsoles Espinosa Díaz, hija de un apreciado oficial de Intendencia y profesor en la Academia de Intendencia de Avila durante mi régimen.
Qué cuentas familiares pendientes podría reclamar Alfredo Pérez Rubalcaba, hijo de un suboficial del Ejército del Aire antes de la democracia.
Qué malsanos recuerdos de aquella España conserva María Teresa Fernández de la Vega Sanz, hija de Wenceslao Fernández de la Vega y Lombán, delegado provincial de Trabajo en Zaragoza al servicio del régimen anterior y que fue condecorado con la Medalla al Mérito en el Trabajo, en el 32º aniversario del Alzamiento Nacional, el 18 de julio de 1971.
Qué tribulaciones juveniles hicieron tanta mella en Manuel Chaves, hijo de Antonio Chaves Pla, coronel de Artillería y a quien tuve el gusto de condecorar personalmente cuando era comandante y estaba al frente de las tropas nacionales en el norte de África. Su progenitora fue jefa de la Sección Femenina de Falange y de las JONS en Ceuta.
Qué aciago episodio en la relación paterno-filial se cruzó en el camino de José Antonio Griñán, hijo de mi querido Octaviano Griñán Gutiérrez, destacado miembro de mi guardia personal en el Palacio de El Pardo.
Qué cálidos recuerdos de su feliz niñez sería capaz de reivindicar hoy José Bono Martínez, hijo de un honrado alcalde falangista de El Salobre, en Albacete. O la ex ministra socialista Leire Pajín, nieta de los jefes del Movimiento falangista en Sabero (León). Su abuelo paterno, Teófilo Pascual Pajín Tejerina, llegó incluso a recibir un premio de los Sindicatos Verticales franquistas en reconocimiento a su labor como administrativo de una mina. O Mariano Fernández Bermejo, ex ministro socialista de Justicia, hijo de un alcalde franquista, que era también jefe local de falange en Arenas de San Pedro (Ávila). O Carmen Romero, exesposa de Felipe González e hija del que fuera coronel médico del Ejército del Aire y concejal de Sevilla, Vicente Romero y Pérez de León, que luchó en el bando nacional durante la guerra civil.
Aquellos españoles sirvieron a España con lealtad y devoción porque, felizmente para todos, estaban al servicio de un ideal supremo que aglutinaba a todos nuestros compatriotas, sin banderías ni bandos, sin discutir los unos con los otros, sin hechos diferenciales, sin ayudas a los de fuera antes que a los de casa, sin separatistas, sin bandas criminales internacionales, sin familias desestructuradas, sin impuestos abusivos, sin feministas rabiosas, sin políticos insaciables, sin el desdoro como forma de conducta, sin libertinaje. Lo que hicieron esos españoles, y los millones de españoles cuya memoria se pretende hoy proscribir del patrimonio emocional colectivo, fue trabajar para dar vida a la nación, aprovechando el agua que pudimos mediante la creación de pantanos, proyectando industrias derivadas del campo, buscando los hombres más idóneos para aumentar la producción. De ese modo es como levantamos un país: con orden, con trabajo, con disciplina y con paz. Justamente los valores que vosotros, socialistas, no representáis ni habéis representado nunca, siendo ésta la causa principal de vuestro repruebo, de que pretendáis exhumar mi cadáver y enterrar al mismo tiempo el amoroso recuerdo de una España que os empequeñece y os envilece tanto.
Franco a los socialistas españoles (Carta imaginaria)
AR.- Españoles del Partido Socialista Obrero Español: El ataque a mi memoria se ha convertido en la columna vertebral de vuestra política de acoso y derribo para alcanzar la cima del poder. Habéis llegado al punto de pretender exhumar mis restos y cerrar un monumento que es símbolo de reconciliación, justo lo que vosotros nunca habéis querido. Si alguna faceta destacó en mis años dirigiendo el timón de España, ésa fue sobre todo la seguridad, la prosperidad de las capas medias y el mantenimiento de un orden civilizado. Nunca exigí nada a los españoles que no pudiesen cumplir sin menoscabo de sus intereses o de la seguridad de sus familias. Esa época de paz y progreso social que rememoran con nostalgia cada día más compatriotas, se ha convertido para vosotros en una realidad opresiva que pretendéis borrar multando y encarcelando a quienes se confiesen admiradores de mi obra.
Vuestra obsesión por basurizar mi memoria no conoce límites. No hay un personaje de nuestra historia que haya sido objeto de tantos y tan infundados ataques como yo, sin posibilidad de respuesta alguna, por la criminalización social que han sufrido mis defensores desde el inicio de la democracia. Ha sido una campaña de ataques sin descanso, fieros, infundados, sin posibilidad de apaciguamiento. En los libros de texto, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en todos los círculos decisorios. Debería, sin embargo, causaros desazón que tantas y tan reiteradas campañas demoledoras no hayan surtido el efecto amnésico que buscabais, y es por ello que tengáis que recurrir a la represión y la censura para acallar a tantos españoles que, al comparar mi España con ésta de podemitas y puigdemontes, terminan sintiendo en sus corazones la chispa envolvente de la nostalgia.
Deben acostumbrarse los españoles a que los ataques contra cualquier símbolo o reivindicación de la España franquista sean cada vez más habituales. Como ya les advertí en mi testamento, desde mi fin se ha venido sembrado las semillas de la división, del repruebo y de la intolerancia de un grupo de españoles contra otros. Semillas que ahora brotan en forma de ataques, cada vez más hirientes, no sólo contra los católicos, sino contra cualquier cosa que para nosotros tenga un valor emocional y trascendente.
No alcancé la jefatura del Estado por desconocer la naturaleza traicionera, violenta y larvada de la izquierda. Apartarla de cualquier ámbito de decisión fue posiblemente la razón principal de que España viviera, bajo mi liderazgo, los años más fecundos y pacíficos de su historia.
Cuídense los españoles de vuestras tretas y engaños. Me tocó bregar contra vosotros en 1934, en plena república, tras las elecciones que dieron la victoria a la derecha de Gil Robles. El nuevo gobierno, con tres ministros de la CEDA, se conoció el 4 de octubre. A la mañana siguiente, cuando los ministros aún no habían tomado posesión aún de sus despachos, comenzó en toda España la huelga general revolucionaria decretada por el PSOE y la UGT.
El Consejo de Ministros decretó el día 6 el estado de guerra en toda España. En Madrid fracasó la revolución golpista tras esporádicos tiroteos en dependencias públicas. El ministro republicano de la Guerra, Diego Hidalgo, me nombró asesor especial. Mi primera decisión en defensa de la república fue llamar al teniente coronel Yagüe para mandar una columna de desembarco sobre Asturias, que desde el principio apareció como el foco principal de la rebelión golpista. Hubo por desgracia muchas víctimas mortales, ciudades asturianas destruidas, una fractura social que tardaría décadas en restañar sus heridas y, para muchos, el preludio de la ya inevitable contienda civil. Solo el PSOE fue responsable de aquel agrietamiento social que, a partir de entonces, haría irreconciliables las posturas. Si pudiera emplear en esta carta el lenguaje penal, la culpa de aquella revolución-golpista fue de las izquierdas representadas por el Partido Socialista, en un puro movimiento de reacción ante la inminente toma del poder por las derechas, a quienes democráticamente correspondía.
Tras sofocar el golpe, un sector de la opinión pública me convirtió en el principal valedor y defensor de la legalidad vigente. Sé que esta versión real de la historia de España nunca la admitiréis, ni permitiréis que en los medios que controláis impere otra versión que no sea la vuestra. No queréis que las nuevas generaciones de españoles conozcan el pasado criminal y sanguinario de vuestro partido, que dio lugar al alzamiento militar de 1936.
Os conozco muy bien desde entonces. Conozco vuestras añagazas, vuestros crímenes y vuestras artimañas. De hecho fuisteis los mejores confidentes que tuvo la policía durante mi mandato. Gracias a vosotros y a vuestra histórica falta de escrúpulos, decenas de células comunistas fueron descubiertas y desmanteladas. Podría citaros decenas de nombres, muchos de ellos convertidos luego en encarnizados enemigos míos, sin que yo los tuviera como tales.
Os valéis hoy de los pensionistas para acosar al Gobierno y fingís que os importa su prosperidad, cuando ignoráis a vuestros propios mayores, a quienes tenéis recluidos en geriátricos; y pretendéis validar legalmente la eutanasia para deshaceros de ellos.
Ni siquiera tenéis la dignidad de reconocer que al tratar de mancillar mi memoria, estáis mancillando también la de aquellos parientes cercanos que colaboraron estrechamente con mi régimen en beneficio de todos los españoles. Qué diría hoy Juan Rodríguez García-Lozano, abogado y asesor jurídico del Ayuntamiento de León durante mi mandato, del enfermizo desprecio de su hijo, José Luis Rodríguez Zapatero, hacia una vida de rectitud al servicio de España, sin vencedores ni vencidos. O hacia la de su bisabuelo, el teniente de Infantería Sebastián Rodríguez, que en 1934 colaboró bajo mis órdenes para sofocar la revolución golpista convocada por el PSOE y la UGT.
De qué torcidos valores tras*mitidos por sus progenitores podría quejarse la esposa de Zapatero, Sonsoles Espinosa Díaz, hija de un apreciado oficial de Intendencia y profesor en la Academia de Intendencia de Avila durante mi régimen.
Qué cuentas familiares pendientes podría reclamar Alfredo Pérez Rubalcaba, hijo de un suboficial del Ejército del Aire antes de la democracia.
Qué malsanos recuerdos de aquella España conserva María Teresa Fernández de la Vega Sanz, hija de Wenceslao Fernández de la Vega y Lombán, delegado provincial de Trabajo en Zaragoza al servicio del régimen anterior y que fue condecorado con la Medalla al Mérito en el Trabajo, en el 32º aniversario del Alzamiento Nacional, el 18 de julio de 1971.
Qué tribulaciones juveniles hicieron tanta mella en Manuel Chaves, hijo de Antonio Chaves Pla, coronel de Artillería y a quien tuve el gusto de condecorar personalmente cuando era comandante y estaba al frente de las tropas nacionales en el norte de África. Su progenitora fue jefa de la Sección Femenina de Falange y de las JONS en Ceuta.
Qué aciago episodio en la relación paterno-filial se cruzó en el camino de José Antonio Griñán, hijo de mi querido Octaviano Griñán Gutiérrez, destacado miembro de mi guardia personal en el Palacio de El Pardo.
Qué cálidos recuerdos de su feliz niñez sería capaz de reivindicar hoy José Bono Martínez, hijo de un honrado alcalde falangista de El Salobre, en Albacete. O la ex ministra socialista Leire Pajín, nieta de los jefes del Movimiento falangista en Sabero (León). Su abuelo paterno, Teófilo Pascual Pajín Tejerina, llegó incluso a recibir un premio de los Sindicatos Verticales franquistas en reconocimiento a su labor como administrativo de una mina. O Mariano Fernández Bermejo, ex ministro socialista de Justicia, hijo de un alcalde franquista, que era también jefe local de falange en Arenas de San Pedro (Ávila). O Carmen Romero, exesposa de Felipe González e hija del que fuera coronel médico del Ejército del Aire y concejal de Sevilla, Vicente Romero y Pérez de León, que luchó en el bando nacional durante la guerra civil.
Aquellos españoles sirvieron a España con lealtad y devoción porque, felizmente para todos, estaban al servicio de un ideal supremo que aglutinaba a todos nuestros compatriotas, sin banderías ni bandos, sin discutir los unos con los otros, sin hechos diferenciales, sin ayudas a los de fuera antes que a los de casa, sin separatistas, sin bandas criminales internacionales, sin familias desestructuradas, sin impuestos abusivos, sin feministas rabiosas, sin políticos insaciables, sin el desdoro como forma de conducta, sin libertinaje. Lo que hicieron esos españoles, y los millones de españoles cuya memoria se pretende hoy proscribir del patrimonio emocional colectivo, fue trabajar para dar vida a la nación, aprovechando el agua que pudimos mediante la creación de pantanos, proyectando industrias derivadas del campo, buscando los hombres más idóneos para aumentar la producción. De ese modo es como levantamos un país: con orden, con trabajo, con disciplina y con paz. Justamente los valores que vosotros, socialistas, no representáis ni habéis representado nunca, siendo ésta la causa principal de vuestro repruebo, de que pretendáis exhumar mi cadáver y enterrar al mismo tiempo el amoroso recuerdo de una España que os empequeñece y os envilece tanto.
Franco a los socialistas españoles (Carta imaginaria)