Clavisto
Será en Octubre
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- 10 Sep 2013
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La vi a punto de sentarse en uno de los bancos pegados al Centro de Mayores. Es un buen sitio, con buena sombra. Y muy tranquilo a esa hora de la asfixiante tarde. No es raro ver a vagabundos durmiendo la siesta. O a algún anciano sentado mientras espera que abran las puertas para el turno de tarde. Conozco a algunos de ellos. Bueno, conocer es mucho decir; digamos que los veo desde hace años. A menudo paso por allí. Pero hoy no había nadie más que la derrengada mujer a punto de sentarse.
Seguí adelante y poco después estaba aparcando el coche frente a la casa de mi progenitora.
Me había llamado poco antes, cuando todavía estaba en el bar, para decirme que tenía preparado un conejo estofado para que me lo llevara a casa.
- Tengo gente -respondí- Tardaré un poco.
- Bueno, pero que no se te olvide. Ya sabes que no tengo sitio en el congelador. ¡Y huele tan bien!...¡Mira, ha venido tu hermano a llevarse la comida y ha dicho que qué bien olía! Ya sabes que no le gusta el conejo, pero lo ha dicho...
- Vale, no te preocupes, iré.
- ¡Que no te pase lo de otras veces, que no vienes! Luego tengo que tirarlo.
- No, no. Iré. Creo. Y si no me lo llevo mañana.
- ¡Ya! ¡Como la semana pasada! ¡Tres días estuviste diciendo lo mismo y no viniste!
- No, no. Hoy iré. Pero eso fue hace dos semanas.
- ¡Y qué más da! Ya sabes que no tengo sitio en el congelador...
- Que sí...Venga, que tengo gente. Hasta luego.
Y es verdad. El congelador de su frigorífico suele estar lleno aunque ya sólo viva con ella uno de sus cinco hijos. Pero también es verdad que lo que más quiere es verme.
El bar, por esas cosas que a veces pasan, se despejó enseguida y pronto pude echar la llave. Tanto que el tercio abierto poco antes de la llamada estaba casi intacto. Era el primero. No lo terminé.
Subiendo las escaleras me di cuenta de que ella estaba en la cocina. El perpetuo sonido del televisor venía de la izquierda y no del salón. Era normal. En la casa de mis padres siempre se comió tarde.
- Hola -dije-
- ¡Hombre! -respondió con la boca llena del último bocado del plato. Mi hermano no estaba. Se levantó de la silla, nos dimos dos besos y palpó mi cintura. Cree que estoy demasiado delgado.
Quizá esperaba al hijo que todavía vive con ella pero fue tanta su alegría que me descolocó hasta casi la risa. De haber estado en el salón habría sabido que era yo. "Os conozco a cada uno por la manera que tenéis de subir las escaleras" Y es cierto. Pero el pasillo hasta la cocina es largo y Telecinco siempre está ahí para echar un cable al cuello de cualquier otra banda sonora.
Excitada por mi temprana e inesperada llegada trataba de tragar ese último bocado mientras me hablaba. ¿Cuanto hacía desde la última vez que nos vimos? ¿Diez días? ¿Siete? No sé. Me besó otra vez sin acabar de tragarse el último bocado.
Hablamos algo sin llegar a sentarnos. Tampoco soporto el aire acondicionado. Pregunté por mi hermano y respondió que estaba al llegar, que la había llamado un poco antes para decirle que el trabajo lo iba a retrasar un tanto. Su mirada brillaba; la piel de su bello rostro, finísima, volvía a acariciar mi cara afeitada; sus manos a la cintura sin decirme nada, palpando, calibrando. Sabía que sólo serían unos minutos, que ya me iba, y quería certificar que yo estaba bien. Cogí el conejo y fuimos pasillo adelante, hacia las escaleras.
A pie de ellas, abrumado, recordé que el sábado anterior había salido a tomar algo en un sitio principal en compañía de mi tía, las sobrinas, la nuera y todos los chicos. Le pregunté sobre ello y el rostro se le iluminó aún más al recordar a su nieto. A pie de escalera me contó las peripecias hasta hacerme reír con ganas. Y en eso la llamaron al teléfono, que estaba en la cocina.
- ¡Ay -dijo- ese tiene que ser tu hermano...! ¡Dame un beso, Kufisto!
Entonces vi a la mujer sentada en uno de los bancos pegados al Centro de Mayores en compañía de ese antiguo viejo tan semejante a un orangután. No recuerdo los años que llevo viéndolo ahí. Muchos. Tantos que me hacen dudar.
La mujer tiene cuatro hijos. Hace poco, quizá un mes, a la hora de salida de los institutos, entró al bar su hija pequeña en compañía de una amiga para pedir un vaso de agua. No la había visto desde que le quitaron la custodia a su progenitora tanto de ella como del hermanito aún más pequeño. Muchas mañanas venía al bar para pedirme café, churros y tabaco a cuenta de la progenitora. Una vez la vi en pleno invierno esperándome en la puerta del bar a las siete de la mañana junto a Josemari, mi fiel escudero de aquellos tiempos.
- ¿Pero qué haces aquí a estas horas, chiquilla?
Le puse un colacao caliente y unas magdalenas. Josemari, merchero de pura raza, se sublevaba.
- ¿Y como puede ser esto, Kufisto?
Es una fruta. Es una cocainómana. Nació con una tara de las visibles, de las de espejo: tiene una especie de muñón por mano derecha. ¿Donde nació? ¡Quien puede saberlo! ¿Como eran sus padres? ¡Ni fruta idea! ¿Estudió?
ama con viejos. Es su mercado. Es lo que le queda.
- Kufisto -me dijo la otra mañana al cambiarle para sacar tabaco- Estoy muy cansada.
Seguí adelante y poco después estaba aparcando el coche frente a la casa de mi progenitora.
Me había llamado poco antes, cuando todavía estaba en el bar, para decirme que tenía preparado un conejo estofado para que me lo llevara a casa.
- Tengo gente -respondí- Tardaré un poco.
- Bueno, pero que no se te olvide. Ya sabes que no tengo sitio en el congelador. ¡Y huele tan bien!...¡Mira, ha venido tu hermano a llevarse la comida y ha dicho que qué bien olía! Ya sabes que no le gusta el conejo, pero lo ha dicho...
- Vale, no te preocupes, iré.
- ¡Que no te pase lo de otras veces, que no vienes! Luego tengo que tirarlo.
- No, no. Iré. Creo. Y si no me lo llevo mañana.
- ¡Ya! ¡Como la semana pasada! ¡Tres días estuviste diciendo lo mismo y no viniste!
- No, no. Hoy iré. Pero eso fue hace dos semanas.
- ¡Y qué más da! Ya sabes que no tengo sitio en el congelador...
- Que sí...Venga, que tengo gente. Hasta luego.
Y es verdad. El congelador de su frigorífico suele estar lleno aunque ya sólo viva con ella uno de sus cinco hijos. Pero también es verdad que lo que más quiere es verme.
El bar, por esas cosas que a veces pasan, se despejó enseguida y pronto pude echar la llave. Tanto que el tercio abierto poco antes de la llamada estaba casi intacto. Era el primero. No lo terminé.
Subiendo las escaleras me di cuenta de que ella estaba en la cocina. El perpetuo sonido del televisor venía de la izquierda y no del salón. Era normal. En la casa de mis padres siempre se comió tarde.
- Hola -dije-
- ¡Hombre! -respondió con la boca llena del último bocado del plato. Mi hermano no estaba. Se levantó de la silla, nos dimos dos besos y palpó mi cintura. Cree que estoy demasiado delgado.
Quizá esperaba al hijo que todavía vive con ella pero fue tanta su alegría que me descolocó hasta casi la risa. De haber estado en el salón habría sabido que era yo. "Os conozco a cada uno por la manera que tenéis de subir las escaleras" Y es cierto. Pero el pasillo hasta la cocina es largo y Telecinco siempre está ahí para echar un cable al cuello de cualquier otra banda sonora.
Excitada por mi temprana e inesperada llegada trataba de tragar ese último bocado mientras me hablaba. ¿Cuanto hacía desde la última vez que nos vimos? ¿Diez días? ¿Siete? No sé. Me besó otra vez sin acabar de tragarse el último bocado.
Hablamos algo sin llegar a sentarnos. Tampoco soporto el aire acondicionado. Pregunté por mi hermano y respondió que estaba al llegar, que la había llamado un poco antes para decirle que el trabajo lo iba a retrasar un tanto. Su mirada brillaba; la piel de su bello rostro, finísima, volvía a acariciar mi cara afeitada; sus manos a la cintura sin decirme nada, palpando, calibrando. Sabía que sólo serían unos minutos, que ya me iba, y quería certificar que yo estaba bien. Cogí el conejo y fuimos pasillo adelante, hacia las escaleras.
A pie de ellas, abrumado, recordé que el sábado anterior había salido a tomar algo en un sitio principal en compañía de mi tía, las sobrinas, la nuera y todos los chicos. Le pregunté sobre ello y el rostro se le iluminó aún más al recordar a su nieto. A pie de escalera me contó las peripecias hasta hacerme reír con ganas. Y en eso la llamaron al teléfono, que estaba en la cocina.
- ¡Ay -dijo- ese tiene que ser tu hermano...! ¡Dame un beso, Kufisto!
Entonces vi a la mujer sentada en uno de los bancos pegados al Centro de Mayores en compañía de ese antiguo viejo tan semejante a un orangután. No recuerdo los años que llevo viéndolo ahí. Muchos. Tantos que me hacen dudar.
La mujer tiene cuatro hijos. Hace poco, quizá un mes, a la hora de salida de los institutos, entró al bar su hija pequeña en compañía de una amiga para pedir un vaso de agua. No la había visto desde que le quitaron la custodia a su progenitora tanto de ella como del hermanito aún más pequeño. Muchas mañanas venía al bar para pedirme café, churros y tabaco a cuenta de la progenitora. Una vez la vi en pleno invierno esperándome en la puerta del bar a las siete de la mañana junto a Josemari, mi fiel escudero de aquellos tiempos.
- ¿Pero qué haces aquí a estas horas, chiquilla?
Le puse un colacao caliente y unas magdalenas. Josemari, merchero de pura raza, se sublevaba.
- ¿Y como puede ser esto, Kufisto?
Es una fruta. Es una cocainómana. Nació con una tara de las visibles, de las de espejo: tiene una especie de muñón por mano derecha. ¿Donde nació? ¡Quien puede saberlo! ¿Como eran sus padres? ¡Ni fruta idea! ¿Estudió?
ama con viejos. Es su mercado. Es lo que le queda.
- Kufisto -me dijo la otra mañana al cambiarle para sacar tabaco- Estoy muy cansada.
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