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Madmaxista
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Canibalismo, sacrificios y totalitarismo: la verdad sobre el Imperio azteca que se encontró Hernán Cortés
Si precisamente medio millar de españoles lograron abrirse paso por un territorio ocupado por millones de personas fue porque muchos pueblos estaban hartos del régimen sangriento impuesto por la Triple Alianza (Texcoco, Tlacopan y México-Tenochtitlan)
SeguirManuel P. Villatoro@ABC_HistoriaSeguirCésar Cervera@C_Cervera_MActualizado:27/03/2019 02:13h3NOTICIAS RELACIONADAS
¿Exigirá López Obrador que pidan también perdón los descendientes de la Triple Alianza (solo una parte de los indígenas que sobreviven hoy en México) a sus víctimas? La antropóloga australiana Inga Clendinnen asegura en sus trabajos que lamentar la desaparición del Imperio azteca es como sentir pesar por la derrota nancy en la Segunda Guerra Mundial. La cultura azteca era, según las evidencias históricas, un totalitarismo sangriento que se valía de tribus sometidas para realizar sacrificios humanos durante tres meses de festejos. Se calcula que entre 20.000 y 30.000 personas morían cada año para alimentar estas ceremonias. Las cifras varían (muchísimo) atendiendo a las fuentes que se elijan, pero todas convergen en la misma conclusión: la ingente cantidad de sacrificios humanos que perpetraban anualmente los sacerdotes mexicas antes de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo.
Y si los números del llamado «Holocausto azteca» causan tanta controversia, no parece extraño que suceda algo similar con la cantidad de cadáveres que – tras cada uno de los mencionados rituales- eran desmembrados, cocinados e ingeridos por este pueblo. De hecho, algunos historiadores han llegado incluso a negar que se produjera tal antropofagia. Sin embargo, los escritos de aquellos que acompañaron a Hernán Cortés (1485-1547) en sus conquistas corroboraron la triste verdad.
La antropóloga australiana Inga Clendinnen asegura en sus trabajos que lamentar la desaparición del Imperio azteca es como sentir pesar por la derrota nancy en la Segunda Guerra Mundial
Los españoles que atravesaron el Atlántico dejaron constancia de las prácticas caníbales con las que se toparon en el mismo instante en el que desembarcaron en Tabasco allá por 1519. Desde Bernal Díaz del Castillo (1492-1584), hasta el franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590). Todos ellos pusieron sobre blanco el viaje que hacía el cuerpo de una víctima desde que era sacrificada en el altar, hasta que era devorada por los aztecas. «Después de que los hubieran muerto y sacado los corazones, llevábanlos pasito, rodando por las gradas abajo; llegados abajo cortábanles las cabezas y espetábanlas en un palo y los cuerpos llevábanlos a las casas que llamaban Calpul donde los repartían para comer», explicaba el segundo.
Primeros encuentros
La aventura caníbal de Cortés tiene su origen en 1518, año en que el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, puso a este conquistador (entonces un mero terrateniente local) al mando de una armada de 11 navíos y 600 hombres.
Dejando a un lado las diferencias entre ambos (las cuales provocaron varios enfrentamientos posteriores en el Nuevo Mundo), Cortés partió hacia México con el objetivo de hacer valer las creencias de Su Majestad Carlos I. «El día 10 de febrero del año 1519 salió Hernán Cortés de la Habana con 11 buques. […] Dirijiéronse a la isla de Cozumel, donde llegaron felizmente: desembarcaron, y Cortés pasó revista general de sus fuerzas», explica Gil Gelpi y Ferro en su obra « Estudio sobre la América». Posteriormente, y tras varias idas y venidas a lo largo de la costa, la expedición arribó a Tabasco (al sur del país).
Fue en esta zona donde, según explica el propio Michael Harner en su artículo «Bases ecológicas del sacrificio azteca», los españoles tuvieron su primer contacto con el canibalismo local. Todo ello, después de haber vencido varias veces a los nativos.
Bernal Díaz del Castillo
El conquistador Andrés de Tapia (1498-1561) así lo confirma en su obra «La conquista de Tenochtitlán»: «[Los nuestros] hallaron alguna gente con quien pelearon, e trajeron ciertos indios; e llegados al real dijeron cómo ellos se andaban juntando para nos dar batalla e pelear a todo su poder para nos apiolar e comernos». Parece que al español le llamó la atención esta amenaza, pues en las siguientes líneas de su escrito vuelve a hacer referencia a ella: «Alguna gente que andaba de guerra entre unas acequias e rías decien a los nuestros que dende a tres días sería junta toda la tierra e nos comieren».
Fue un lúgubre preludio de la verdad que les esperaba al adentrarse más en el Imperio azteca. Después de varios combates, Cortés reembarcó con sus hombres y se dirigió hacia el norte bordeando la costa. Recorridos unas decenas de kilómetros, volvió a tierra y fundó la ciudad de Veracruz (llamada así, según Francisco López de Gómara, debido a que entraron en la región el «viernes de la Cruz»). Desde allí envió a uno de sus lugartenientes, Pedro de Alvarado (1485,1541), a reconocer el terreno.
Este conquistador fue el siguiente en darse de bruces con el canibalismo azteca. Al menos, así lo confirma Bernal Díaz del Castillo en sus escritos. Concretamente, el cronista dejó patente que en todos los pueblos que tomaban los españoles había «cues» (pequeños templetes con forma de pirámide) repletos de cadáveres a los que se les había arrancado el corazón como ofrenda.
«Dijo el Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas e que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho», añade el clérigo. En otra expedición (la que fue enviada a Cempoala), el explorador también señaló que «cortábanles los pies y los brazos y las piernas y los comían».
Otro tanto ocurrió en el verano de 1519 cuando Cortés llegó a Tlaxcala, uno de los pueblos que se resistía a rendir pleitesía a los mexicas y a su emperador, Moctezuma. Tras arribar la región, Bernal Díaz del Castillono pudo evitar sorprenderse al ver no solo que era habitual el canibalismo, sino que encerraban en jaulas de madera a aquellos que iban a ser sacrificados y se les cebaba «hasta que estuviesen rellenitos para sacrificar y comer». El extremeño intentó convencer, a partir de entonces, a los nativos de que abandonasen aquella horrible práctica, pero fue totalmente inútil. Y es que, como explica el cronista, «en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades» una y otra vez.
Barbarie en la capital
Tras hacerse con el apoyo de esta tribu y continuar su avance, el 8 de noviembre de 1519 Hernán Cortés llamó a las puertas de Tenochtitlán, donde Moctezuma le recibió con los brazos abiertos creyendo que el español era la personificación de una de sus deidades.
«En vuestra casa estáis; comed, descansad y habed placer», señaló el emperador a los conquistadores (según recoge Francisco López de Gómara en « Historia de la conquista de México»). Posteriormente, incluso les desveló que todos los nativos sentían pavor de ellos: «Los míos tenían grandísimo miedo de veros; porque espantabais a la gente con esas vuestras barbas fieras, traíais unos animales que tragaban a los hombres y, como veníais del cielo, abajábais de allá rayos».
Sin embargo, Bernal Díaz del Castillo pronto averiguó que las costumbres de los aztecas eran mucho más terroríficas que las españolas. De hecho, se percató de ello durante una de las cenas de decenas de platos que le ofrecían a Moctezuma cada noche. Así lo dejó escrito es su obra: «Oí decir que [le] solían guisar carnes de muchachos de poca edad; y que como tenían tanta diversidad de guisados y de tantas cosas no lo echábamos de ver; porque cuotidianamente le guisaban gallinas y gallos de papada, faisanes, perdices, pajaritos de caña, palomas, liebres, conejos y muchas maneras de aves».
En palabras del conquistador, «nuestro capitán le afeó el sacrificio y comer carne humana», lo que hizo que, «desde entonces, […] no le guisasen tal manjar».
Con todo, el historiador Diego Luis de Moctezuma afirma en su obra «Corona Mexicana, o Historia de los nueve Moctezumas»que el líder no solía comer carne humana, y que solo disfrutaba de ella cuando se hacía un sacrificio. Y es que, una de las normas básicas era que el muslo derecho de la víctima siempre estaba destinado para el emperador.
El ritual
El ritual para acabar con la vida de la víctima siempre era el mismo. En primer lugar, cuatro sacerdotes sujetaban los brazos y las piernas de aquel que iba a ser asesinado, el cual se ubicada en lo alto de una pirámide. Después, un quinto religioso abría el pecho del desdichado con un cuchillo de obsidiana y le arrancaba el corazón, que era ofrecido a los dioses (o comido, atendiendo a las fuentes).
A continuación, se hacía rodar el cadáver escalones abajo. «Allí, algunos, a los que denominaban cuacuacuiltin, se apoderaban de él y lo llevaban hasta las casas que llamaban calpulli, donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlo», explica Bernal Díaz del Castillo.
Recreación de un ritual azteca - P. Joubert
jovenlandeses, por su parte, es partidario de que los brazos y las piernas eran cocinados con pimientos y que la palma de la mano era un «bocado exquisito». Las crónicas también hablan de que este cruel plato se solía hacer con maíz.
¿Qué sucedía con el torso de la víctima? Bernal Díaz del Castillo no se olvida de él en su obra al hacer referencia al Real Parque Zoológico de Tenochtitlán. Y es que, en sus palabras, esta parte del cuerpo era entregada a las fieras para que se pusiesen las botas. La cabeza, finalmente, era llevada hasta un gran altar en el que se agolpaban y coleccionaban para la posteridad.
Con todo, López de Gómara señala en su obra que no había maldad en los aztecas. Por el contrario, los «propietarios» de las víctimas establecían una curiosa relación con ella (casi de paternidad) y, una vez que era asesinada, no comían de su carne.
Aquellos destinados a caer bajo el cuchillo de obsidiana solían ser guerreros capturados en batalla, aunque no siempre. «Quiero contar la manera que [los] mexicanos tienen en hacer esclavos, porque es muy diferente de la nuestra. Los cautivos en guerra no servían de esclavos, sino de sacrificados, y no hacían más de comer para ser comidos. Los padres podían vender por esclavos a sus hijos, y cada hombre y mujer a sí mismo. Cuando alguno se vendía, había de pasar la venta delante a lo menos de cuatro testigos», completa el cronista.
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Y si los números del llamado «Holocausto azteca» causan tanta controversia, no parece extraño que suceda algo similar con la cantidad de cadáveres que – tras cada uno de los mencionados rituales- eran desmembrados, cocinados e ingeridos por este pueblo. De hecho, algunos historiadores han llegado incluso a negar que se produjera tal antropofagia. Sin embargo, los escritos de aquellos que acompañaron a Hernán Cortés (1485-1547) en sus conquistas corroboraron la triste verdad.
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Los españoles que atravesaron el Atlántico dejaron constancia de las prácticas caníbales con las que se toparon en el mismo instante en el que desembarcaron en Tabasco allá por 1519. Desde Bernal Díaz del Castillo (1492-1584), hasta el franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590). Todos ellos pusieron sobre blanco el viaje que hacía el cuerpo de una víctima desde que era sacrificada en el altar, hasta que era devorada por los aztecas. «Después de que los hubieran muerto y sacado los corazones, llevábanlos pasito, rodando por las gradas abajo; llegados abajo cortábanles las cabezas y espetábanlas en un palo y los cuerpos llevábanlos a las casas que llamaban Calpul donde los repartían para comer», explicaba el segundo.
Primeros encuentros
La aventura caníbal de Cortés tiene su origen en 1518, año en que el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, puso a este conquistador (entonces un mero terrateniente local) al mando de una armada de 11 navíos y 600 hombres.
Dejando a un lado las diferencias entre ambos (las cuales provocaron varios enfrentamientos posteriores en el Nuevo Mundo), Cortés partió hacia México con el objetivo de hacer valer las creencias de Su Majestad Carlos I. «El día 10 de febrero del año 1519 salió Hernán Cortés de la Habana con 11 buques. […] Dirijiéronse a la isla de Cozumel, donde llegaron felizmente: desembarcaron, y Cortés pasó revista general de sus fuerzas», explica Gil Gelpi y Ferro en su obra « Estudio sobre la América». Posteriormente, y tras varias idas y venidas a lo largo de la costa, la expedición arribó a Tabasco (al sur del país).
Fue en esta zona donde, según explica el propio Michael Harner en su artículo «Bases ecológicas del sacrificio azteca», los españoles tuvieron su primer contacto con el canibalismo local. Todo ello, después de haber vencido varias veces a los nativos.
El conquistador Andrés de Tapia (1498-1561) así lo confirma en su obra «La conquista de Tenochtitlán»: «[Los nuestros] hallaron alguna gente con quien pelearon, e trajeron ciertos indios; e llegados al real dijeron cómo ellos se andaban juntando para nos dar batalla e pelear a todo su poder para nos apiolar e comernos». Parece que al español le llamó la atención esta amenaza, pues en las siguientes líneas de su escrito vuelve a hacer referencia a ella: «Alguna gente que andaba de guerra entre unas acequias e rías decien a los nuestros que dende a tres días sería junta toda la tierra e nos comieren».
Fue un lúgubre preludio de la verdad que les esperaba al adentrarse más en el Imperio azteca. Después de varios combates, Cortés reembarcó con sus hombres y se dirigió hacia el norte bordeando la costa. Recorridos unas decenas de kilómetros, volvió a tierra y fundó la ciudad de Veracruz (llamada así, según Francisco López de Gómara, debido a que entraron en la región el «viernes de la Cruz»). Desde allí envió a uno de sus lugartenientes, Pedro de Alvarado (1485,1541), a reconocer el terreno.
Este conquistador fue el siguiente en darse de bruces con el canibalismo azteca. Al menos, así lo confirma Bernal Díaz del Castillo en sus escritos. Concretamente, el cronista dejó patente que en todos los pueblos que tomaban los españoles había «cues» (pequeños templetes con forma de pirámide) repletos de cadáveres a los que se les había arrancado el corazón como ofrenda.
«Dijo el Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas e que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho», añade el clérigo. En otra expedición (la que fue enviada a Cempoala), el explorador también señaló que «cortábanles los pies y los brazos y las piernas y los comían».
Otro tanto ocurrió en el verano de 1519 cuando Cortés llegó a Tlaxcala, uno de los pueblos que se resistía a rendir pleitesía a los mexicas y a su emperador, Moctezuma. Tras arribar la región, Bernal Díaz del Castillono pudo evitar sorprenderse al ver no solo que era habitual el canibalismo, sino que encerraban en jaulas de madera a aquellos que iban a ser sacrificados y se les cebaba «hasta que estuviesen rellenitos para sacrificar y comer». El extremeño intentó convencer, a partir de entonces, a los nativos de que abandonasen aquella horrible práctica, pero fue totalmente inútil. Y es que, como explica el cronista, «en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades» una y otra vez.
Barbarie en la capital
Tras hacerse con el apoyo de esta tribu y continuar su avance, el 8 de noviembre de 1519 Hernán Cortés llamó a las puertas de Tenochtitlán, donde Moctezuma le recibió con los brazos abiertos creyendo que el español era la personificación de una de sus deidades.
«En vuestra casa estáis; comed, descansad y habed placer», señaló el emperador a los conquistadores (según recoge Francisco López de Gómara en « Historia de la conquista de México»). Posteriormente, incluso les desveló que todos los nativos sentían pavor de ellos: «Los míos tenían grandísimo miedo de veros; porque espantabais a la gente con esas vuestras barbas fieras, traíais unos animales que tragaban a los hombres y, como veníais del cielo, abajábais de allá rayos».
Sin embargo, Bernal Díaz del Castillo pronto averiguó que las costumbres de los aztecas eran mucho más terroríficas que las españolas. De hecho, se percató de ello durante una de las cenas de decenas de platos que le ofrecían a Moctezuma cada noche. Así lo dejó escrito es su obra: «Oí decir que [le] solían guisar carnes de muchachos de poca edad; y que como tenían tanta diversidad de guisados y de tantas cosas no lo echábamos de ver; porque cuotidianamente le guisaban gallinas y gallos de papada, faisanes, perdices, pajaritos de caña, palomas, liebres, conejos y muchas maneras de aves».
En palabras del conquistador, «nuestro capitán le afeó el sacrificio y comer carne humana», lo que hizo que, «desde entonces, […] no le guisasen tal manjar».
Con todo, el historiador Diego Luis de Moctezuma afirma en su obra «Corona Mexicana, o Historia de los nueve Moctezumas»que el líder no solía comer carne humana, y que solo disfrutaba de ella cuando se hacía un sacrificio. Y es que, una de las normas básicas era que el muslo derecho de la víctima siempre estaba destinado para el emperador.
El ritual
El ritual para acabar con la vida de la víctima siempre era el mismo. En primer lugar, cuatro sacerdotes sujetaban los brazos y las piernas de aquel que iba a ser asesinado, el cual se ubicada en lo alto de una pirámide. Después, un quinto religioso abría el pecho del desdichado con un cuchillo de obsidiana y le arrancaba el corazón, que era ofrecido a los dioses (o comido, atendiendo a las fuentes).
A continuación, se hacía rodar el cadáver escalones abajo. «Allí, algunos, a los que denominaban cuacuacuiltin, se apoderaban de él y lo llevaban hasta las casas que llamaban calpulli, donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlo», explica Bernal Díaz del Castillo.
jovenlandeses, por su parte, es partidario de que los brazos y las piernas eran cocinados con pimientos y que la palma de la mano era un «bocado exquisito». Las crónicas también hablan de que este cruel plato se solía hacer con maíz.
¿Qué sucedía con el torso de la víctima? Bernal Díaz del Castillo no se olvida de él en su obra al hacer referencia al Real Parque Zoológico de Tenochtitlán. Y es que, en sus palabras, esta parte del cuerpo era entregada a las fieras para que se pusiesen las botas. La cabeza, finalmente, era llevada hasta un gran altar en el que se agolpaban y coleccionaban para la posteridad.
Con todo, López de Gómara señala en su obra que no había maldad en los aztecas. Por el contrario, los «propietarios» de las víctimas establecían una curiosa relación con ella (casi de paternidad) y, una vez que era asesinada, no comían de su carne.
Aquellos destinados a caer bajo el cuchillo de obsidiana solían ser guerreros capturados en batalla, aunque no siempre. «Quiero contar la manera que [los] mexicanos tienen en hacer esclavos, porque es muy diferente de la nuestra. Los cautivos en guerra no servían de esclavos, sino de sacrificados, y no hacían más de comer para ser comidos. Los padres podían vender por esclavos a sus hijos, y cada hombre y mujer a sí mismo. Cuando alguno se vendía, había de pasar la venta delante a lo menos de cuatro testigos», completa el cronista.
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