Clavisto
Será en Octubre
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Yo tenía veintipocos años y él andaba por los que ahora tengo. Ella era algo mayor que yo, no mucho más. Que no eran de aquí saltaba a la vista; que eran muy felices, también. Y que cada vez que venían al bar todos nos alegrábamos es algo que no he olvidado.
Fue un verano de hace muchos años, quizá han pasado treinta. Vinieron una tarde y se sentaron donde siempre acabaron sentándose, en la barra. Él tenía aspecto de profesor. Ella era muy guapa: apenas maquillada, el pelo largo y neցro, la tez pálida, y unos ojos grandes, tímidos, profundos y serenos. Eran educados sin resultar cargantes, cosa que puede resultar casi tan irritante como no serlo y que muchas veces es signo de mala educación. Sus conversaciones eran eso, suyas, y esto era lo que sin duda alguna les delataba como extranjeros en esta Mancha tan dada a llevar el altavoz cosido a la garganta. Pero lo que más llamaba la atención eran sus perennes sonrisas, tan naturales y contagiosas que hasta unos mancheguitos como nosotros no veíamos nada ofensivo en ellas, al contrario.
La verdad sea dicha, nosotros éramos de lo mejor que ellos podrían encontrarse por aquí. Y supongo que ellos se dieron cuenta enseguida porque muy pronto empezaron a venir a diario. Jamás les preguntábamos nada. Nunca nos hacíamos los típicos graciosos pueblerinos que nunca fuimos. Les atendíamos bien y punto. Y cuando ellos querían charlar, charlábamos. Y mi padre, que era un figura y en cierto sentido un hombre de mundo, los apreciaba casi tanto como yo a ella.
No recuerdo hablar poco más de cuatro nerviosas cosas con aquella pareja. Era muy joven, ella me gustaba mucho y yo me daba cuenta de que no tenía nada que hacer.
Fue un verano de hace muchos años, quizá han pasado treinta. Vinieron una tarde y se sentaron donde siempre acabaron sentándose, en la barra. Él tenía aspecto de profesor. Ella era muy guapa: apenas maquillada, el pelo largo y neցro, la tez pálida, y unos ojos grandes, tímidos, profundos y serenos. Eran educados sin resultar cargantes, cosa que puede resultar casi tan irritante como no serlo y que muchas veces es signo de mala educación. Sus conversaciones eran eso, suyas, y esto era lo que sin duda alguna les delataba como extranjeros en esta Mancha tan dada a llevar el altavoz cosido a la garganta. Pero lo que más llamaba la atención eran sus perennes sonrisas, tan naturales y contagiosas que hasta unos mancheguitos como nosotros no veíamos nada ofensivo en ellas, al contrario.
La verdad sea dicha, nosotros éramos de lo mejor que ellos podrían encontrarse por aquí. Y supongo que ellos se dieron cuenta enseguida porque muy pronto empezaron a venir a diario. Jamás les preguntábamos nada. Nunca nos hacíamos los típicos graciosos pueblerinos que nunca fuimos. Les atendíamos bien y punto. Y cuando ellos querían charlar, charlábamos. Y mi padre, que era un figura y en cierto sentido un hombre de mundo, los apreciaba casi tanto como yo a ella.
No recuerdo hablar poco más de cuatro nerviosas cosas con aquella pareja. Era muy joven, ella me gustaba mucho y yo me daba cuenta de que no tenía nada que hacer.