From Thailand with love
Madmaxista
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Barracas de dos pisos emergen en el 22@ de Barcelona
Una mujer se machaca en la máquina de remar de un gimnasio a pie de calle, en el emergente 22@. Enfrente, Lubomir descansa en la terraza del primer piso de su barraca. La que empezó siendo una casa de madera construida gracias a los tablones, palets y otras piezas cedidas por vecinos y trabajadores de los almacenes de la zona se ha convertido en un edificio de planta baja con un primer piso. La infravivienda de Lubomir emerge en un ecosistema de escuelas de diseño y arquitectura, compañías tecnológicas y espacios de coworking con huerto ecológico incluido. Las iniciativas más cool y modernas conviven con el chabolismo en el Poblenou, el barrio de los contrastes de Barcelona.
En las calles Pamplona, Zamora, Tánger, Pallars, Almogàvers, Joan d’Àustria..., el catalán y el castellano se fusionan con el inglés, el alemán y el francés de turistas, estudiantes y empleados de start-ups que se mueven preferentemente en bici o en moto. También se oye conversar en rumano, el idioma mayoritario de los inquilinos de las barracas, aunque Lubomir y sus compañeros se comunican en checo.
El edificio de Lubomir, levantado en un solar de propiedad privada, según confirman fuentes municipales, dispone de varias habitaciones, de WC, de una pequeña cocina y de un salón terraza con muebles reciclados. Su artífice cuenta que se instaló aquí hace unos cuatro años y que poco a poco ha ido ampliando la vivienda con materiales que la gente tira y que le regalan unos y otros. Dice que todo lo aprovecha, que él y las personas con las que convive, unos cinco o seis jóvenes también procedentes de la República Checa, se ganan la vida recogiendo chatarra, igual que los ocupantes de los otros asentamientos de este barrio.
Este asentamiento, delante del Auditori de Barcelona y con vistas a la torre Agbar, ha crecido
Este asentamiento, delante del Auditori de Barcelona y con vistas a la torre Agbar, ha crecido (Xavier Cervera)
Muy cerca, delante del Auditori y con vistas a la torre Agbar, sigue creciendo un viejo complejo chabolista con alrededor de una quincena de compartimentos familiares. En el exterior, el sol seca la colada y entran y salen jóvenes con carritos para buscar metales y todo tipo de trastos.
“Espero poder seguir viviendo aquí más tiempo. Tenemos buena relación con los vecinos, incluso nos traen sus plantas medio marchitas para que nosotros las cuidemos”, comenta Lubomir mostrando las macetas de la entrada donde crece aloe vera y otras especies. En el interior dominan las flores de plástico dispuestas a modo de decoración en las escaleras que conducen a la terraza. En el patio hay un sofá, donde dormita uno de sus colegas; bicicletas; extintores, y sobre todo muchos tablones de madera. Lubomir dice que lo recicla todo, que da utilidad a cualquier pieza abandonada. En la cocina no falta un fogoncillo, sostenido encima de archivadores, y la nevera.
Lubomir, así como las dos familias de origen rumano que también han montado su chabola en el solar de enfrente, forman parte de la heterogénea población del 22@. Las casas con techo de plástico o de hojalata se alzan a tiro de piedra de despachos donde se proyecta arquitectura vanguardista y de almacenes del siglo *pasado.
El último recuento hecho público por el Ayuntamiento de Barcelona, del pasado mes de junio, apunta que durante el primer trimestre del 2018 una media de 536 personas vivían en chabolas y caravanas repartidas por 77 asentamientos irregulares de la ciudad, la mayoría en el distrito de Sant Martí. Esta cifra representa un incremento del 20,7% respecto a los 444 ciudadanos contabilizados en el 2017.
Los chatarreros se cruzan con usuarios de ‘coworkings’ en los que no faltan el huerto ecológico ni el yoga
A los indigentes que levantan un techo en terrenos a la espera de ser urbanizados se suman los que residen en viejas naves y los que viven en furgonetas. Este es el caso de un grupo instalado en la esquina de las calles Pamplona y Tánger, donde hasta abril del 2016 un almacén estaba dividido en habitáculos que cobijaban a unos 40 pagapensiones.
En la misma calle Pamplona junto a un hotel hi-tech, tal como se promociona, asoma otro enclave de barracas, donde una mujer da de comer pan duro a decenas de palomas y sale a pasear a su perro. Si fuera el caso, el can en cuestión sería bienvenido en alguno de los centros de coworking del barrio y que son dog friendly. Otros locales de trabajo compartido sorprenden por su sofisticada oferta encaminada al bienestar del emprendedor. Uno de estos anuncia: “Espacio para la permacultura con bosque comestible y huerto urbano con torres aeropónicas, sala de yoga y de mindfulness, *cocina vegetariana” y un largo etcétera.
Cada día más programadores, desarrolladores, diseñadores, fotógrafos, emprendedores, artistas, técnicos de sonidos, especialistas en animación... se mueven por este distrito. Se cruzan con chatarreros que habitan en descampados y con empleados de los talleres de toda la vida. Unos *comen en restaurantes kilómetro cero en los que no faltan el té matcha ni los platos sin proteína animal, y otros disfrutan de un menú de apenas nueve euros en bares sin pretensiones regentados por chinos.
Una mujer se machaca en la máquina de remar de un gimnasio a pie de calle, en el emergente 22@. Enfrente, Lubomir descansa en la terraza del primer piso de su barraca. La que empezó siendo una casa de madera construida gracias a los tablones, palets y otras piezas cedidas por vecinos y trabajadores de los almacenes de la zona se ha convertido en un edificio de planta baja con un primer piso. La infravivienda de Lubomir emerge en un ecosistema de escuelas de diseño y arquitectura, compañías tecnológicas y espacios de coworking con huerto ecológico incluido. Las iniciativas más cool y modernas conviven con el chabolismo en el Poblenou, el barrio de los contrastes de Barcelona.
En las calles Pamplona, Zamora, Tánger, Pallars, Almogàvers, Joan d’Àustria..., el catalán y el castellano se fusionan con el inglés, el alemán y el francés de turistas, estudiantes y empleados de start-ups que se mueven preferentemente en bici o en moto. También se oye conversar en rumano, el idioma mayoritario de los inquilinos de las barracas, aunque Lubomir y sus compañeros se comunican en checo.
El edificio de Lubomir, levantado en un solar de propiedad privada, según confirman fuentes municipales, dispone de varias habitaciones, de WC, de una pequeña cocina y de un salón terraza con muebles reciclados. Su artífice cuenta que se instaló aquí hace unos cuatro años y que poco a poco ha ido ampliando la vivienda con materiales que la gente tira y que le regalan unos y otros. Dice que todo lo aprovecha, que él y las personas con las que convive, unos cinco o seis jóvenes también procedentes de la República Checa, se ganan la vida recogiendo chatarra, igual que los ocupantes de los otros asentamientos de este barrio.
Este asentamiento, delante del Auditori de Barcelona y con vistas a la torre Agbar, ha crecido
Este asentamiento, delante del Auditori de Barcelona y con vistas a la torre Agbar, ha crecido (Xavier Cervera)
Muy cerca, delante del Auditori y con vistas a la torre Agbar, sigue creciendo un viejo complejo chabolista con alrededor de una quincena de compartimentos familiares. En el exterior, el sol seca la colada y entran y salen jóvenes con carritos para buscar metales y todo tipo de trastos.
“Espero poder seguir viviendo aquí más tiempo. Tenemos buena relación con los vecinos, incluso nos traen sus plantas medio marchitas para que nosotros las cuidemos”, comenta Lubomir mostrando las macetas de la entrada donde crece aloe vera y otras especies. En el interior dominan las flores de plástico dispuestas a modo de decoración en las escaleras que conducen a la terraza. En el patio hay un sofá, donde dormita uno de sus colegas; bicicletas; extintores, y sobre todo muchos tablones de madera. Lubomir dice que lo recicla todo, que da utilidad a cualquier pieza abandonada. En la cocina no falta un fogoncillo, sostenido encima de archivadores, y la nevera.
Lubomir, así como las dos familias de origen rumano que también han montado su chabola en el solar de enfrente, forman parte de la heterogénea población del 22@. Las casas con techo de plástico o de hojalata se alzan a tiro de piedra de despachos donde se proyecta arquitectura vanguardista y de almacenes del siglo *pasado.
El último recuento hecho público por el Ayuntamiento de Barcelona, del pasado mes de junio, apunta que durante el primer trimestre del 2018 una media de 536 personas vivían en chabolas y caravanas repartidas por 77 asentamientos irregulares de la ciudad, la mayoría en el distrito de Sant Martí. Esta cifra representa un incremento del 20,7% respecto a los 444 ciudadanos contabilizados en el 2017.
Los chatarreros se cruzan con usuarios de ‘coworkings’ en los que no faltan el huerto ecológico ni el yoga
A los indigentes que levantan un techo en terrenos a la espera de ser urbanizados se suman los que residen en viejas naves y los que viven en furgonetas. Este es el caso de un grupo instalado en la esquina de las calles Pamplona y Tánger, donde hasta abril del 2016 un almacén estaba dividido en habitáculos que cobijaban a unos 40 pagapensiones.
En la misma calle Pamplona junto a un hotel hi-tech, tal como se promociona, asoma otro enclave de barracas, donde una mujer da de comer pan duro a decenas de palomas y sale a pasear a su perro. Si fuera el caso, el can en cuestión sería bienvenido en alguno de los centros de coworking del barrio y que son dog friendly. Otros locales de trabajo compartido sorprenden por su sofisticada oferta encaminada al bienestar del emprendedor. Uno de estos anuncia: “Espacio para la permacultura con bosque comestible y huerto urbano con torres aeropónicas, sala de yoga y de mindfulness, *cocina vegetariana” y un largo etcétera.
Cada día más programadores, desarrolladores, diseñadores, fotógrafos, emprendedores, artistas, técnicos de sonidos, especialistas en animación... se mueven por este distrito. Se cruzan con chatarreros que habitan en descampados y con empleados de los talleres de toda la vida. Unos *comen en restaurantes kilómetro cero en los que no faltan el té matcha ni los platos sin proteína animal, y otros disfrutan de un menú de apenas nueve euros en bares sin pretensiones regentados por chinos.