Así murió mi padre (y V)

Clavisto

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10 Sep 2013
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En una de aquellas revisiones detectaron que su tumor en el pulmón se había extendido a la cadera y al riñón. Volvieron las sesiones de radio y quimio, aunque esta vez no fueron tan dramáticas como la primera. Con todo, cada día se le veía con menos fuerza. Dejó de venir al bar por el mediodía para tomarse su vinito en el bar de sus chicos. Pasó a tomárselo en casa con su cuñado y uno de mis hermanos. Pero él no perdía el ánimo.

Una mañana la oncóloga le dijo que iban a cambiar el tratamiento por otro que prácticamente estaba en vías de experimentación. Le explicó que era algo que estaba dando buenos resultados y que él iba a ser uno de los primeros en recibirlo, aunque por lo costoso primero tenía que pedir autorización. Aquel día llegó todavía más animado a casa. Mi padre, que lo fue de cinco hijos, tenía una fe ciega en los médicos. En los curas perdió la que tuviera cuando siendo niño uno le preguntó en el confesionario que si se tocaba.

- Me fui corriendo y se lo dije a mi padre. ¿Qué clase de tío le pregunta eso a una criatura?

Durante toda su vida creyó firmemente en Dios sin necesidad de pisar una iglesia. En la mesita del salón, durante toda su enfermedad, no faltaron estampitas de cristos y vírgenes que las mujeres de la familia iban dejando con sus mejores intenciones. Él creía que después de la fin había algo, no sabía qué, pero algo...Estaba seguro de ello. La nada no tenía nada que hacer con un hombre tan lleno de vida como lo fue mi padre.

Dieron el visto bueno al nuevo tratamiento. No era tan pesado como la quimio, que tenía que estar dos o tres horas enganchado al goteo: bastaban treinta minutos para volver a casa. Y ya allí, y tal y como le dijeron, tres días de un cierto malestar general. Pero esos tres días resultaron ser todos. Y después de una semana teníamos que ingresarlo.

El segundo de aquellos ingresos fue por orinar sangre: el riñón estaba empezando a fallar. Ahí fue cuando por primera vez en mi vida vi el miedo en sus ojos. Los doctores, con la ayuda de sus ganas de vivir, consiguieron estabilizar el mal y dos semanas más tarde volvía a estar en casa. Pero no se podía dejar aquello sin tratar y cuando recuperó algo de fuerzas le dieron la tercera sesión del nuevo tratamiento, con parecidos resultados.

Era un domingo. Salí del bar y me fui a verle como todos los días. Llegué y mi progenitora me dijo que estaba orinando con sangre y que si nos íbamos al hospital. Él no quería y llamamos a nuestro médico de confianza, ya uno más de la familia desde hace muchos años. Nos dijo que si la cosa era muy escandalosa fuéramos a Urgencias, pero que en caso contrario él lo vería al día siguiente en su consulta y haría lo que hiciera falta, como siempre. Mi padre no dejaba de beber agua a instancias de su mujer para volver a orinar y en una de esas se levantó para ir al water. Para allá se fueron los dos ante mi atenta mirada. Entonces mi progenitora me llamó.

- Ven, Kufisto.

Fui y eché un rápido vistazo.

- Ya no está como antes -dijo él
- Parece que no -dijo ella mirándola y remirándola.

Y decidimos esperar al día siguiente. En la tele empezaron a poner "Todos a la guandoca" y mi padre y yo nos reímos tanto que mi progenitora nos miraba como si estuviésemos locos. Esa fue la última película que vimos juntos.

El lunes lo ingresaron. Al tercer o cuarto día pareció como si la orina volviera a salir clara, tanto que poco faltó para que diéramos por hecha otra increíble recuperación. Pero luego, pronto, llegó el bajón. Yo salía del bar, me iba al hospital, le daba dos besos y miraba la bolsa. Roja. Me quedaba allí diez, quince minutos, y después me iba.

- Kufisto no puede con los hospitales...-decían

Kufisto no puede con los hospitales ni cuando es su padre el que está dentro.

La segunda semana...la segunda semana ya todo fue a peor. El miércoles ya tenía muy mala cara. Se me hizo un nudo en la garganta al verle. En aquel momento sentí que mi padre no iba a salir vivo de allí.

El viernes le administraron morfina para los dolores. Nos dijeron que eso ya iba a ser cosa de cuidados paliativos y que el lunes le iban a dar el alta, ya sin más tratamientos que drojas para hacerle menos penosa la fin. Cuando llegué a eso de las seis todavía estaba colgado del chute que le habían metido al mediodía. Su hermana, mi tía, estaba junto a él, llorando. La besé y cogí una silla. Ella intentó despabilarlo.

- Andrés, Andrés...Está aquí tu hijo, Kufisto...¡Despierta, hombre! -le decía cogiéndole del brazo que había estado acariciando.

Él abría los ojos, gruñía algo y volvía a cerrarlos. No podía, no podía...Cogí la mano de mi tía y nos quedamos mirándolo.

Llegó mi progenitora. Intentó despertarlo. Él nos miraba por un momento como si no nos conociera y volvía a dormirse. Finalmente llamamos a una enfermera. "Es lo normal" dijo. Le cogió por los pies, tan hinchados que daba grima verlos, y lo llamó por su nombre:

- ¡Andrés, Andrés! ¡despierta!

Y por fin, a eso de las ocho, se despertó un tanto.

- ¡Qué, shishi, qué! -dijo, tan mal hablado como siempre. Y nos reímos.

Le di dos besos. Poco a poco fue recuperando algo de consciencia. Le trajeron de cenar. A duras penas lograron que se sentara a un lado de la cama. Comió algo con la ayuda de mi progenitora y volvió a echarse. Se habló de algo. Él bromeaba con las enfermeras, que se reían, como nosotros. A eso de las ocho y media me levanté para despedirme. Le di dos besos y le acaricié la mejilla. Y ya me iba cuando dijo:

- ¿Habéis visto que planta tiene?


Sonó el teléfono. Todavía era de noche. Mi progenitora.

- Kufisto
- ¿Qué? -dije por decir algo
- Que ya ha pasado lo que tenía que pasar. Vente para acá.

Me duché y me afeité. Desayuné. Cogí el coche y me fui al hospital. Estaba amaneciendo. Llegué justo cuando lo hacía uno de mis hermanos con su mujer. Subimos arriba y ya estaban todos los demás. Nadie decía nada. En silencio nos besamos y esperamos a que terminaran de arreglarlo para llevarlo al mortuorio. un enfermero lo sacó en una camilla. Una sábana lo cubría por entero. Me puse tras él y después de mi toda la familia. Bajamos una rampa y cogimos un ascensor. Dos guardias jurados nos esperaban a la entrada de la sala. Lo metieron en ella y un rato después preguntaron si queríamos verle. Mi progenitora, sus cinco hijos, su hermana y su cuñado pasamos para adentro. Le descubrieron y las dos mujeres se abalanzaron para abrazarle. Yo me salí. Poco después llegó el chófer de la funeraria y mi tío y yo nos fuimos con él para elegir el ataúd entre los que había en una habitación contigua. No tardamos nada en elegir uno y marchamos hacia el tanatorio. Allí hablamos con el encargado para escoger la sala y la iglesia. Nos dijeron que nos pasáramos en una hora y me fui a casa de mis padres. Allí estuvimos esperando mientras empezaban a llegar los familiares más directos. Y pasada la hora nos fuimos para allá.

Llegó la noche y por fin nos quedamos solos, velándolo. De vez en cuando alguien se levantaba, descorría la cortinilla y le daba a la luz. Y allí se quedaba un rato.

Amaneció. Uno de la funeraria dijo que pasara quien quisiera darle el último adiós. Pasaron. Y después no montamos en el autobús hacia la iglesia, una relativamente nueva.

Estaba llena cuando llegamos. Sus hijos, los cinco, nos pusimos en uno de los bancos delanteros, con mi tío. El cura dio su discurso y al final sacó las palos. Comulgué el primero sin saber por qué. Luego me enteré que eso es pecado mortal sin haberse confesado antes. Después vinieron los pésames y allí estuvimos dando la mano, algunos abrazos y unos cuantos besos. Salimos a la calle. La mañana, todavía invernal, era tan gris y fría como se supone que es la fin. Subimos al autobús y nos condujeron al cementerio.


Empezó a chispear en cuanto nos bajamos. Unos operarios cogieron el ataúd y lo pusieron sobre un carrillo que seguimos hasta el final. Una tía mía me cogió del brazo y de salir el primero casi que pensé que no llegaba a ver como enterraban a mi padre. Al fin llegamos y pillamos un buen sitio, aunque por detrás. Y entonces pasaron unas maromas alrededor del ataúd y lo bajaron a la tumba.


Un chico joven empezó a poner losas y cemento por encima. Primero una tanda y luego otra, hasta dejarla a ras del suelo, que llenaron con coronas de flores.


Y después nos fuimos a casa de mi progenitora, hice la comida, comimos y me fui para mi piso.


Me tumbé en el sofá.


Mi padre había muerto.
 
emotivo relato , bien escrito.

Memento mori

Si quieres saber el valor de la vida, solo recuerda que es un suceso breve.
 
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