Memorias de un infiltrado por el CNI en la Inteligencia jovenlandés
Sus informaciones han sido esenciales para la detención de radicales islamistas. Ahora las recoge en el libro 'El agente oscuro' (Galaxia Gutemberg) prologado por el periodista Ignacio Cembrero
Imagen del espía autor de 'El agente oscuro'
Debo reconocer que en ciertas ocasiones yo mismo recibí el encargo de participar en estratagemas políticamente cuestionables. No fue durante la etapa de mi vinculación a la Unidad de Conflictividad Social sino cuando ya dependía de la División de Terrorismo. Una de esas tramas que recuerdo bien, por su contundencia y rapidez, fue la expulsión clandestina y sumaria de España del imán salafí de una mezquita valenciana.
Por entonces yo empezaba ya a introducirme en ambientes islamistas y había conseguido cierta naturalidad en el trato con fiel a la religión del amores radicales.
El referido imán jovenlandés pronunciaba desde su almimbar los sermones o jutbas (sermones) incitando a la violencia contra los cristianos y alentando al imprescindible sometimiento de la mujer al varón. Se me preguntó si quería llevar a cabo la operación, que me pareció justa y hasta emocionante, y acepté. No me pagaron gran cosa además de las dietas y kilometrajes, pero los detalles de la propuesta fueron muy cinematográficos. Helenio Gil [jefe del agente oscuro] me dijo que yo era la persona adecuada y que me sobraban habilidades para la operación.
Tuve que viajar a Valencia y hospedarme en un hotel con un nombre falso. Usé un DNI que me prestaron y que pertenecía a una persona que se parecía a mí y que, tal vez, ni siquiera existía. Por la mañana, antes de pagar y abandonar el hotel, salí a buscar al imán Yusuf Bachur. Le abordé por las calles de un barrio en el que nadie me conocía y al que, con toda seguridad, no iba a regresar jamás.
Me acerqué por detrás cuando caminaba solo con su chilaba de rezo, le adelanté y le enseñé cautelosamente una placa de policía que me habían proporcionado para la ocasión. Le dije que pertenecía a la Comisaría General de Información, o algo así, y que necesitaba conversar con él sólo tres minutos. Se asustó.
Fuimos a un café muy próximo, pintado de tonalidad pistacho, y nos sentamos en una mesita apartada de las demás, junto a los cuartos de baño. Casi todos los camareros y clientes eran marroquíes. Informé a Yusuf Bachur de que habían viajado conmigo desde Madrid otros compañeros de la brigada que andaban desperdigados por las mesas del local y también por el exterior, pero que no tenía que preocuparse, que el plan no era detenerle. Todo era completamente mentira, pero el imán radical no dudó de nada ni por un instante. Incluso miró a las mesas de alrededor y creyó descubrir esa presencia policial de la que le estaba hablando.
Tal y como estaba previsto en el guión, le conté que conocía al milímetro su discurso y sus ideas radicales sobre el sometimiento de la mujer al varón debido a su inferioridad intelectual; el devenir que merecen los cristianos y los adoradores a causa de su idolatría; las fetuas que difundía en su mezquita en las que ordenaba la fin inmediata de los gayses, y las acusaciones que lanzaba contra las mujeres que se maquillaban, a quienes tildaba de fornicadoras. Quiso justificarse explicándome que los gayses que debían morir eran sólo los que habían elegido esa opción, no los que habían nacido "con la enfermedad". Le dije que a mí no me importaban en absoluto sus opiniones, pero que no eran compatibles ni con la Constitución española ni con el estilo de vida que el Gobierno de España está interesado en preservar entre sus ciudadanos.
Aunque no estaba previsto en el guión, añadí de mi cosecha que me parecía un ser poco agradable, pero insignificante. Le entregué un billete de autobús hasta Algeciras, cien euros para que comiera bien por el camino y unos pasajes de ferri a Tánger sólo de ida, y le advertí de que tenía veinticuatro horas para hacer las maletas, dejar la habitación y el trabajo neցro remunerado de la mezquita y desaparecer para siempre de España con su familia. Que eso sería lo mejor para él y para todos.
Y entonces le amenacé con el rostro más serio y más tipo Humphrey Bogart del que fui capaz: "De otro modo, si no te marchas, mis compañeros de Valencia te denunciarán mañana mismo por posesión de una elevada cantidad de heroína en tu domicilio, te detendrán y testificarán varios marroquíes contra ti, y ya nos encargaremos personalmente de que vayas a parar a la peor prisión de España y de que tengas por compañero de celda al más deplorable de los forzadores de hombres", le expuse mintiendo conforme al plan urdido.
El imán agarró el billete y los pasajes con unas manos que temblaban como enjambres y, en efecto, desapareció para siempre del país con su discurso radical de sumisión de la mujer y fin a los infieles. Tanto me divertí con mi interpretación que, cuando me levanté de la mesa dando por acabada la conversación, fui hacia el camarero de la barra y le dije que mi zumo lo pagaba el imán.
Después, salí a la calle y, desde la puerta del local, dirigiéndome a nadie en la lejanía, hice un gesto con las manos como ordenando desmontar el dispositivo policial. Me puse unas gafas negras y eché a caminar perdiéndome para siempre por los callejones de Valencia.
Maquinaciones tan esperpénticas como aquella conocí varias, pero no siempre salían bien, y supe incluso de algunas en que el individuo a expulsar, lejos de amedrentarse y agarrar el dinero y los billetes, se enfadaba, gritaba enfurecido y se dirigía de forma inmediata al juzgado de guardia a interponer una denuncia contra su amenazante.
Por eso siempre había que llevar a cabo esas maniobras sin dejar rastro alguno de identidad, evitando cámaras y testigos, en puntos ciegos de videovigilancia y desapareciendo del lugar para siempre. Si la operación funcionaba, todos contentos, un indeseable menos. Pero si no, ni el CNI ni ninguna Policía, ni nadie del Gobierno reconocerían jamás haber tenido relación alguna con el asunto o con la gente implicada en el mismo.
Supongo que ya existían por entonces los recursos legales y administrativos para procedimientos de expulsión ordenada, como las que han tenido lugar muy recientemente en Granada o Gerona. El ordenamiento permite ya a las autoridades que la sanción a los infractores que cometen faltas tipificadas como graves sea sustituida por la expulsión. Sin embargo, las leyes sólo admiten permutar la sanción por expulsión cuando el infractor es extranjero y, además, no es residente de larga duración.
Pero además se exige que esa sanción de expulsión total del territorio no tenga consecuencias graves para los miembros de su familia y que, encima, sea evidente que el expulsado tiene arraigo en su país de origen. Entiendo que, ante tanto requisito y tanta vía de recurso administrativo y judicial para los abogados, se optara en determinados casos por la vía rápida, el atajo secreto.
Así expulsé al imán que tildaba de "fornicadoras" a las mujeres que se maquillan
Sus informaciones han sido esenciales para la detención de radicales islamistas. Ahora las recoge en el libro 'El agente oscuro' (Galaxia Gutemberg) prologado por el periodista Ignacio Cembrero
Debo reconocer que en ciertas ocasiones yo mismo recibí el encargo de participar en estratagemas políticamente cuestionables. No fue durante la etapa de mi vinculación a la Unidad de Conflictividad Social sino cuando ya dependía de la División de Terrorismo. Una de esas tramas que recuerdo bien, por su contundencia y rapidez, fue la expulsión clandestina y sumaria de España del imán salafí de una mezquita valenciana.
Por entonces yo empezaba ya a introducirme en ambientes islamistas y había conseguido cierta naturalidad en el trato con fiel a la religión del amores radicales.
El referido imán jovenlandés pronunciaba desde su almimbar los sermones o jutbas (sermones) incitando a la violencia contra los cristianos y alentando al imprescindible sometimiento de la mujer al varón. Se me preguntó si quería llevar a cabo la operación, que me pareció justa y hasta emocionante, y acepté. No me pagaron gran cosa además de las dietas y kilometrajes, pero los detalles de la propuesta fueron muy cinematográficos. Helenio Gil [jefe del agente oscuro] me dijo que yo era la persona adecuada y que me sobraban habilidades para la operación.
Tuve que viajar a Valencia y hospedarme en un hotel con un nombre falso. Usé un DNI que me prestaron y que pertenecía a una persona que se parecía a mí y que, tal vez, ni siquiera existía. Por la mañana, antes de pagar y abandonar el hotel, salí a buscar al imán Yusuf Bachur. Le abordé por las calles de un barrio en el que nadie me conocía y al que, con toda seguridad, no iba a regresar jamás.
Me acerqué por detrás cuando caminaba solo con su chilaba de rezo, le adelanté y le enseñé cautelosamente una placa de policía que me habían proporcionado para la ocasión. Le dije que pertenecía a la Comisaría General de Información, o algo así, y que necesitaba conversar con él sólo tres minutos. Se asustó.
Fuimos a un café muy próximo, pintado de tonalidad pistacho, y nos sentamos en una mesita apartada de las demás, junto a los cuartos de baño. Casi todos los camareros y clientes eran marroquíes. Informé a Yusuf Bachur de que habían viajado conmigo desde Madrid otros compañeros de la brigada que andaban desperdigados por las mesas del local y también por el exterior, pero que no tenía que preocuparse, que el plan no era detenerle. Todo era completamente mentira, pero el imán radical no dudó de nada ni por un instante. Incluso miró a las mesas de alrededor y creyó descubrir esa presencia policial de la que le estaba hablando.
Tal y como estaba previsto en el guión, le conté que conocía al milímetro su discurso y sus ideas radicales sobre el sometimiento de la mujer al varón debido a su inferioridad intelectual; el devenir que merecen los cristianos y los adoradores a causa de su idolatría; las fetuas que difundía en su mezquita en las que ordenaba la fin inmediata de los gayses, y las acusaciones que lanzaba contra las mujeres que se maquillaban, a quienes tildaba de fornicadoras. Quiso justificarse explicándome que los gayses que debían morir eran sólo los que habían elegido esa opción, no los que habían nacido "con la enfermedad". Le dije que a mí no me importaban en absoluto sus opiniones, pero que no eran compatibles ni con la Constitución española ni con el estilo de vida que el Gobierno de España está interesado en preservar entre sus ciudadanos.
Aunque no estaba previsto en el guión, añadí de mi cosecha que me parecía un ser poco agradable, pero insignificante. Le entregué un billete de autobús hasta Algeciras, cien euros para que comiera bien por el camino y unos pasajes de ferri a Tánger sólo de ida, y le advertí de que tenía veinticuatro horas para hacer las maletas, dejar la habitación y el trabajo neցro remunerado de la mezquita y desaparecer para siempre de España con su familia. Que eso sería lo mejor para él y para todos.
Y entonces le amenacé con el rostro más serio y más tipo Humphrey Bogart del que fui capaz: "De otro modo, si no te marchas, mis compañeros de Valencia te denunciarán mañana mismo por posesión de una elevada cantidad de heroína en tu domicilio, te detendrán y testificarán varios marroquíes contra ti, y ya nos encargaremos personalmente de que vayas a parar a la peor prisión de España y de que tengas por compañero de celda al más deplorable de los forzadores de hombres", le expuse mintiendo conforme al plan urdido.
El imán agarró el billete y los pasajes con unas manos que temblaban como enjambres y, en efecto, desapareció para siempre del país con su discurso radical de sumisión de la mujer y fin a los infieles. Tanto me divertí con mi interpretación que, cuando me levanté de la mesa dando por acabada la conversación, fui hacia el camarero de la barra y le dije que mi zumo lo pagaba el imán.
Después, salí a la calle y, desde la puerta del local, dirigiéndome a nadie en la lejanía, hice un gesto con las manos como ordenando desmontar el dispositivo policial. Me puse unas gafas negras y eché a caminar perdiéndome para siempre por los callejones de Valencia.
Maquinaciones tan esperpénticas como aquella conocí varias, pero no siempre salían bien, y supe incluso de algunas en que el individuo a expulsar, lejos de amedrentarse y agarrar el dinero y los billetes, se enfadaba, gritaba enfurecido y se dirigía de forma inmediata al juzgado de guardia a interponer una denuncia contra su amenazante.
Por eso siempre había que llevar a cabo esas maniobras sin dejar rastro alguno de identidad, evitando cámaras y testigos, en puntos ciegos de videovigilancia y desapareciendo del lugar para siempre. Si la operación funcionaba, todos contentos, un indeseable menos. Pero si no, ni el CNI ni ninguna Policía, ni nadie del Gobierno reconocerían jamás haber tenido relación alguna con el asunto o con la gente implicada en el mismo.
Supongo que ya existían por entonces los recursos legales y administrativos para procedimientos de expulsión ordenada, como las que han tenido lugar muy recientemente en Granada o Gerona. El ordenamiento permite ya a las autoridades que la sanción a los infractores que cometen faltas tipificadas como graves sea sustituida por la expulsión. Sin embargo, las leyes sólo admiten permutar la sanción por expulsión cuando el infractor es extranjero y, además, no es residente de larga duración.
Pero además se exige que esa sanción de expulsión total del territorio no tenga consecuencias graves para los miembros de su familia y que, encima, sea evidente que el expulsado tiene arraigo en su país de origen. Entiendo que, ante tanto requisito y tanta vía de recurso administrativo y judicial para los abogados, se optara en determinados casos por la vía rápida, el atajo secreto.
Así expulsé al imán que tildaba de "fornicadoras" a las mujeres que se maquillan