Diferentes especies del mundo animal parecen demostrar cierto grado de religiosidad ante la fin
En marzo de 2016, investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania) dieron a conocer un sorprendente hallazgo. Durante años llevaron a cabo una extensa investigación sobre el comportamiento de los chimpancés en diversas selvas africanas, y desde 2010 registraron un extraño comportamiento de estos animales en 39 enclaves diferentes. Nunca hasta entonces se había observado algo siquiera similar, pero sin duda se trataba de un modo de actuación común a diferentes individuos pertenecientes a distintas manadas, incluso alejadas unas de las otras por muchos miles de kilómetros. Para que las observaciones no constituyeran una violación del espacio vital de los animales, los científicos emplearon una amplia gama de técnicas de investigación no invasivas, como el uso de cámaras manejadas por control remoto.
De este modo obtuvieron valiosas imágenes en las que se puede observar como tanto hembras como machos o crías de chimpancé se dedican a acumular piedras bajo los árboles, que luego arrojan contra los mismos a la vez que profieren gritos y expresivas vocalizaciones.
Si esto fuera así, que ciertos animales profesaran alguna clase de religión animista, también significaría que en cierta medida comprenden qué significa la fin. En su sobresaliente obra El bonobo y los diez mandamientos (Tusquets, 2015), el primatólogo Frans de Waal escribe: «No parece arriesgado afirmar que los antropoides tienen conciencia de la fin, como algo que es diferente a la vida y permanente Lo mismo vale para otros animales, como los elefantes, que toman colmillos o huesos de un miembro de la manada muerto, sosteniendo las piezas con la trompa y pasándoselas de uno a otro. Algunos vuelven durante años al punto donde murió un pariente, sólo para tocar e inspeccionar sus restos. ¿Echan de menos al otro? ¿Recuerdan cómo eran en vida? Estas preguntas son imposibles de responder, pero no somos los únicos a los que la fin nos fascina e intimida».
En un refugio de Camerún los cuidadores sacaron del recinto de los chimpancés a uno de los ejemplares, una hembra llamada Dorothy que había muerto de un fulminante paro cardíaco. Se llevaron el cuerpo de Dorothy en una carretilla para que el resto de los chimpancés pudieran verla mientras se iba.
Los habitualmente alborotadores animales se congregaron alrededor del cadáver, mirándolo con atención al mismo tiempo que se apoyaban unos en otros. Permanecieron en completo silencio, absortos en la figura de su amiga fallecida, como si estuviesen asistiendo a un funeral.
RITOS FUNERARIOS DE LOS ELEFANTES
Teniendo en cuenta ésta y otras observaciones similares, Frans de Waal apunta lo siguiente: «En general, la reacción de los antropoides a la fin de un congénere sugiere que tienen problemas para aceptarla (las madres pueden tras*portar crías muertas durante semanas, hasta que el cadáver se momifica). Examinan el cuerpo, intentan reanimarlo y se muestran a la vez alterados y apagados. Parecen darse cuenta de que la tras*ición de la vida a la fin es irreversible. Algunas de las reacciones se asemejan a la forma de tratar a nuestros muertos, como tocar, limpiar, ungir y acicalar los cuerpos antes de enterrarlos». Pero incluso ciertos animales no antropoides saben, no conocemos bien hasta qué punto, lo que significa la fin. Por ejemplo, los elefantes. Estos animales suelen inspeccionar concienzudamente con sus patas y su trompa los esqueletos o incluso los huesos de sus congéneres, parece que tratando de identificar al fallecido. Cuando uno de ellos muere, es habitual que traten de levantarlo y reanimarlo. Utilizan sus potentes trompas y colmillos e incluso muerden al fallecido. Otros intentan introducirle manojos de hierba en la boca.
En una ocasión, unos cazadores hirieron a una joven hembra que Moss había bautizado con el nombre de Tina. El resto de la manada huyó a toda prisa, pero sus familiares la rodearon para protegerla. La sangre le salía por la boca y apenan se tenía en pie, pero varios de sus parientes intentaron sostenerla para que no acabara desplomándose. Después de una gran sacudida, Tina falleció. Procuraron reanimarla de todas las maneras, y cuando comprobaron que ya no se encontraba en el lado de los vivos, utilizaron sus trompas para rociar su cuerpo inerte con tierra y ramas. Al caer la noche, Tina estaba completamente cubierta de arbustos y arena. Hasta el alba sus familiares se quedaron velando el cadáver. Teresia, la progenitora de Tina, fue la última en abandonarla.
Otro testimonio que abunda en este mismo asunto es el ofrecido por D. J. Schubert, que tuvo la oportunidad de acercarse a manadas de elefantes mientras trabajaba para la Misión de Paz en África. Un día se topó a un grupo de elefantes que rodeaba el cuerpo de un bebé que estaba en el suelo. Después de tratar de incorporarlo durante horas, se pusieron a tapar su cuerpo con tierra, hierbas y hojas. Los familiares del pequeño estaban observando la escena y consolándose entre sí. Entrelazaban sus trompas y se tocaban la boca con dicho apéndice, como si estuvieran dándose besos. Schubert se convenció de que acababa de contemplar «el funeral de un elefante».
NO SOMOS TAN DIFERENTES
Gary Kowalski, autor de El alma de los animales (Arkano Books, 2008), narra en su libro otra experiencia conmovedora: «Un amigo mío, que tenía una granja de ganado en Centroamérica, me contó que un grupo de campesinos mató un día a un ternero para asar la carne en una improvisada fiesta. A partir de entonces, y durante semanas, hasta el principio de la estación de lluvia, el resto de la manada se reunía en círculo todas las tardes alrededor del lugar donde habían sacrificado al joven ternero y se quedaban allí mugiendo». Kowalski se pregunta «cómo podemos apiolar sin pensar en la agonía que sufre esa criatura, o en el corazón roto de su pareja o sus crías». Por mi parte, a modo de colofón, añado que podemos debatir sobre si los animales experimentan lo sagrado o no, pero es indiscutible que poseen sistema nervioso como los humanos y, por tanto, sufren tanto física como psicológicamente.
En marzo de 2016, investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania) dieron a conocer un sorprendente hallazgo. Durante años llevaron a cabo una extensa investigación sobre el comportamiento de los chimpancés en diversas selvas africanas, y desde 2010 registraron un extraño comportamiento de estos animales en 39 enclaves diferentes. Nunca hasta entonces se había observado algo siquiera similar, pero sin duda se trataba de un modo de actuación común a diferentes individuos pertenecientes a distintas manadas, incluso alejadas unas de las otras por muchos miles de kilómetros. Para que las observaciones no constituyeran una violación del espacio vital de los animales, los científicos emplearon una amplia gama de técnicas de investigación no invasivas, como el uso de cámaras manejadas por control remoto.
De este modo obtuvieron valiosas imágenes en las que se puede observar como tanto hembras como machos o crías de chimpancé se dedican a acumular piedras bajo los árboles, que luego arrojan contra los mismos a la vez que profieren gritos y expresivas vocalizaciones.
Estos amontonamientos de piedras recuerdan a los mojones, pequeños montículos de forma cónica en los que los humanos colocamos guijarro sobre guijarro y que tienen un claro sentido cultural y espiritual. El autor de este reportaje ha tenido la oportunidad de contemplar esta clase de símbolos sagrados en lugares tan alejado unos de otros como Finisterre, en Galicia (España), determinadas zonas de México o el desierto de Tassili, situado al sur de Argelia. A juicio de Ammie Kalan, investigadora del Max Planck, y del resto de sus compañeros, es muy probable que este comportamiento tenga alguna finalidad cultural, puesto que la acumulación de piedras no parece estar ligada a la abundancia de las mismas o a la disponibilidad de árboles en la zona. Es más, los científicos sospechan que en realidad se trata de alguna clase de rito con un sentido sagrado.Los científicos sospechan que este comportamiento sea alguna clase de rito con un sentido sagrado
Si esto fuera así, que ciertos animales profesaran alguna clase de religión animista, también significaría que en cierta medida comprenden qué significa la fin. En su sobresaliente obra El bonobo y los diez mandamientos (Tusquets, 2015), el primatólogo Frans de Waal escribe: «No parece arriesgado afirmar que los antropoides tienen conciencia de la fin, como algo que es diferente a la vida y permanente Lo mismo vale para otros animales, como los elefantes, que toman colmillos o huesos de un miembro de la manada muerto, sosteniendo las piezas con la trompa y pasándoselas de uno a otro. Algunos vuelven durante años al punto donde murió un pariente, sólo para tocar e inspeccionar sus restos. ¿Echan de menos al otro? ¿Recuerdan cómo eran en vida? Estas preguntas son imposibles de responder, pero no somos los únicos a los que la fin nos fascina e intimida».
En un refugio de Camerún los cuidadores sacaron del recinto de los chimpancés a uno de los ejemplares, una hembra llamada Dorothy que había muerto de un fulminante paro cardíaco. Se llevaron el cuerpo de Dorothy en una carretilla para que el resto de los chimpancés pudieran verla mientras se iba.
Los habitualmente alborotadores animales se congregaron alrededor del cadáver, mirándolo con atención al mismo tiempo que se apoyaban unos en otros. Permanecieron en completo silencio, absortos en la figura de su amiga fallecida, como si estuviesen asistiendo a un funeral.
RITOS FUNERARIOS DE LOS ELEFANTES
Teniendo en cuenta ésta y otras observaciones similares, Frans de Waal apunta lo siguiente: «En general, la reacción de los antropoides a la fin de un congénere sugiere que tienen problemas para aceptarla (las madres pueden tras*portar crías muertas durante semanas, hasta que el cadáver se momifica). Examinan el cuerpo, intentan reanimarlo y se muestran a la vez alterados y apagados. Parecen darse cuenta de que la tras*ición de la vida a la fin es irreversible. Algunas de las reacciones se asemejan a la forma de tratar a nuestros muertos, como tocar, limpiar, ungir y acicalar los cuerpos antes de enterrarlos». Pero incluso ciertos animales no antropoides saben, no conocemos bien hasta qué punto, lo que significa la fin. Por ejemplo, los elefantes. Estos animales suelen inspeccionar concienzudamente con sus patas y su trompa los esqueletos o incluso los huesos de sus congéneres, parece que tratando de identificar al fallecido. Cuando uno de ellos muere, es habitual que traten de levantarlo y reanimarlo. Utilizan sus potentes trompas y colmillos e incluso muerden al fallecido. Otros intentan introducirle manojos de hierba en la boca.
Cuando comprueban que efectivamente su compañero se «ha ido», permanecen por un largo período de tiempo a su lado. Incluso se ha observado que cavan con sus trompas en la tierra, que luego depositan encima del cuerpo del fallecido. También utilizan ramas para tapar al cadáver. Finalmente, el elefante queda completamente cubierto por tierra y ramas, y sus compañeros permanecen junto a él toda la noche. Sólo al alba, continúan con su camino. No sé qué pensaran ustedes, pero tiene toda la pinta de un entierro y un velatorio. Eso mismo opina Cynthia Moss, directora del Proyecto de Investigación de Elefantes Amboseli en Kenia. Sus estudios indican que estos animales poseen determinada conciencia de la fin, experimentan sentimientos muy similares a los humanos y llevan a cabo rituales funerarios.Hay estudios que sugieren que los elefantes poseen determinada conciencia de la fin y llevan a cabo rituales funerarios
En una ocasión, unos cazadores hirieron a una joven hembra que Moss había bautizado con el nombre de Tina. El resto de la manada huyó a toda prisa, pero sus familiares la rodearon para protegerla. La sangre le salía por la boca y apenan se tenía en pie, pero varios de sus parientes intentaron sostenerla para que no acabara desplomándose. Después de una gran sacudida, Tina falleció. Procuraron reanimarla de todas las maneras, y cuando comprobaron que ya no se encontraba en el lado de los vivos, utilizaron sus trompas para rociar su cuerpo inerte con tierra y ramas. Al caer la noche, Tina estaba completamente cubierta de arbustos y arena. Hasta el alba sus familiares se quedaron velando el cadáver. Teresia, la progenitora de Tina, fue la última en abandonarla.
Otro testimonio que abunda en este mismo asunto es el ofrecido por D. J. Schubert, que tuvo la oportunidad de acercarse a manadas de elefantes mientras trabajaba para la Misión de Paz en África. Un día se topó a un grupo de elefantes que rodeaba el cuerpo de un bebé que estaba en el suelo. Después de tratar de incorporarlo durante horas, se pusieron a tapar su cuerpo con tierra, hierbas y hojas. Los familiares del pequeño estaban observando la escena y consolándose entre sí. Entrelazaban sus trompas y se tocaban la boca con dicho apéndice, como si estuvieran dándose besos. Schubert se convenció de que acababa de contemplar «el funeral de un elefante».
NO SOMOS TAN DIFERENTES
Gary Kowalski, autor de El alma de los animales (Arkano Books, 2008), narra en su libro otra experiencia conmovedora: «Un amigo mío, que tenía una granja de ganado en Centroamérica, me contó que un grupo de campesinos mató un día a un ternero para asar la carne en una improvisada fiesta. A partir de entonces, y durante semanas, hasta el principio de la estación de lluvia, el resto de la manada se reunía en círculo todas las tardes alrededor del lugar donde habían sacrificado al joven ternero y se quedaban allí mugiendo». Kowalski se pregunta «cómo podemos apiolar sin pensar en la agonía que sufre esa criatura, o en el corazón roto de su pareja o sus crías». Por mi parte, a modo de colofón, añado que podemos debatir sobre si los animales experimentan lo sagrado o no, pero es indiscutible que poseen sistema nervioso como los humanos y, por tanto, sufren tanto física como psicológicamente.
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