Arturo Perez Reverte [Hilo Oficial]

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Madmaxista
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No me puedo creer que Arturo Perez Reverte no tenga aqui un hilo con sus magnificos textos. Aqui lo dejo para que los disfruten y los tengan juntitos.


Una de latinitos

Cada vez que voy al Museo Naval paso junto al cuartel general de la Armada, donde los infantes de marina, vestidos con uniforme de camuflaje, siempre son tipos con cara de indio. Eso me dispara la sonrisa cómplice, recordándome Nicaragua y El Salvador, cuando fulanos idénticos a éstos, con uniformes parecidos, se daban estopa con valor y crueldad inauditos. A pesar de las apariencias, esos tíos bajitos con cara de llamarse Atahualpa son extraordinarios soldados, bravos hasta lo increíble, duros y orgullosos de huevones. Lo que pasa es que como son chiquitos y con ese hablar suave, despistan. Sobre todo si van en moto de mensaka con el casco a lo Pericles, o pasean el domingo con la familia por el parque del Oeste. El golpe de vista engaña mucho. Pero quien sepa leer en los ojos de la gente, que los mire bien. Y si no, que lea a Bernal Díaz del Castillo.

Esto viene al hilo de una carta reciente. Comentando un artículo mío, en el que contaba cómo un comanche pasado de agua de fuego me llamó cabrón y del Pepé por llevar corbata, un lector torpe interpretando sujeto, verbo y predicado, concluye con la siguiente frase: «Hay que jorobarse con los latinitos». Y para qué los voy a engañar. Ese equivocado compadreo me fastidia un poco. Sobre todo porque veo que mi comunicante no entendió una fruta línea. Así que voy a intentar explicarlo algo más claro.

En mi opinión, si alguien tiene derecho a estar en España –lo tiene, claro, mucha otra gente– son los emigrantes hispanoamericanos, sean mestizos o indios puros como la progenitora que los parió. Porque son nuestros, o sea. Somos nosotros. Me troncho cuando aquí decimos que, a diferencia de los anglosajones, los españoles no exterminaron a los indígenas y se mezclaron con ellos. Cuando lees la letra pequeña de las relaciones de Indias, adviertes que los españoles –mis abuelos se quedaron aquí, ojo– fueron a América a buscar oro y a calzarse indias. Y si no exterminaron a los indios, fue porque necesitaban esclavos para las minas y criados para las casas. A cambio, es cierto, los de allí obtuvieron una lengua hermosa y universal. Pero la pagaron cara, y la pagan, con la herencia de corrupción y desbarajuste que la estulta y egoísta España dejó atrás. Cierto es que llevan doscientos años reventándose solos, sin nuestra ayuda. Pero nadie históricamente lúcido puede olvidar la culpa original. Una responsabilidad que, por otra parte, hace babear a políticos analfabetos y elementales ante golfos populistas que, bajo el poncho de la retórica, tomaron el relevo en el arte de chulear y estafar a su gente.

Ahora vienen, buscando futuro, al sitio natural donde los trae la lengua que se les dio y la religión que se les impuso. Vienen a donde tienen derecho a venir, trayendo sangre nueva, ilusión, capacidad de trabajo, idas y coraje, con la determinación de quien no tiene nada que perder. Llegan como carne de cañón, a comerse los más duros trabajos de esta España con la que soñaron. Su error es creer que llegan a Europa. A un sitio que imaginaban civilizado, culto, con políticos decentes y valores respetables. Pero encuentran lo que hay: demagogia, picaresca y poca gana de currar. Y además, la crisis. Así, en cuanto espabilan, algunos se españolizan. Aprenden a mimetizarse con el entorno, a esforzarse lo justo. A ser lo groseros que en su tierra no fueron nunca. A despreciar a estos españoles maleducados que tanto aire se dan pese a ser una puñetera cosa, incapaces de valorar lo que tienen y lo que podrían tener.

Descubren también la clave mágica española: el victimismo. Aprenden pronto a explotar la mala conciencia y lo políticamente correcto, a montar pajarracas sabiendo que nadie va a negarles, como a los jovenlandeses y los neցros, el derecho a exigir incluso más de lo que exigen los propios españoles. En todo caso se les dará, no por sus méritos de trabajo, educación o cultura, que a menudo los tienen, sino por el qué dirán, por el no vayan a creer que soy racista, o lo que sea. Y a eso, algunos –no todos, pero no pocos– suman malas costumbres que traen de allí: la afición a ponerse hasta arriba de alcohol, a conducir mamado hasta las patas, y la tradicional bronca de fin de semana, tirando de arma blanca o de otro calibre; con ese orgullo valiente y peligroso del que hablaba antes, y que lo mismo puede ser una virtud que una desgracia, cuando no se maneja con cabeza. Y mientras, las autoridades que deberían acogerlos y educarlos, planificando para ellos una España futura, inevitable y necesaria, emplean su tiempo y nuestro dinero en contaminarlos de la sarna política al uso, adobada con la más infame demagogia. En atraerlos a su puerco negocio, halagándolos de manera bajuna y jugando con ellos al trile de los votos, sin que importen a nadie su pasado, su presente o su futuro. Haciendo lamentar, a los lúcidos, que la suya sea el español y no otra lengua que les permita irse a otro país que de verdad sea Europa.



Los amos del mundo


Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran fruta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos.

Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.

Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio, o al revés, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street , y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los bemoles, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros.

Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan; y nunca pierden ellos, cuando pierden.
No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tienen que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la Tierra pierden el ojo ciego por darles coba y subirse al carro.

Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder. El riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia.

Y entonces el presidente del banco tras*europeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático, y la progenitora que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.
Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días.

Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.

Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad.

Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado neցro. Y entonces, ¡oh, prodigio!, mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.
Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros.

Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos, y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda.. Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la paga con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con su puesto de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.

Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.
Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta cosa, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.




Sobre mochilas y superviviencia


Dentro del plan general de protección civil, el ayuntamiento de Madrid recomienda tener preparada una mochila de supervivencia a la que recurrir en caso de catástrofe: una especie de equipo familiar con medicamentos, documentación, teléfono, radio, agua, botiquín y demás elementos que permitan tomar las de Villadiego. Y la idea parece razonable. Por lo general nos acordamos de Santa Bárbara sólo cuando truena; y entonces, con las prisas y la improvisación, salimos en los telediarios de cuerpo presente y con cara de panoli, como si el último pensamiento hubiera sido: «A mí no puede ocurrirme esto». Y la verdad es que nunca se sabe. Yo, por lo menos, no lo sé. La prueba es que a los cincuenta y siete tacos sigo yendo por la vida –aunque a veces sea con Javier Marías y de corbata, expuesto a la justa cólera antifascista– con el antiguo reflejo automático de mi mochililla colgada al hombro, y en ella lo imprescindible para instalarme en cualquier sitio: una caja de Actrón, cargador del móvil, libros, gafas para leer, kleenex, jabón líquido, una navajilla multiuso, lápices, una libreta de apuntes pequeña y cosas así.

Al hilo de esto, se me ocurre que tampoco estaría mal disponer de una mochila para evacuación rápida nacional, siendo español. Algo con lo que poder abrirse de aquí a toda leche, como el Correcaminos. Mic, mic. Zuaaaaas. A fin de cuentas, si de sobrevivir a emergencias se trata, los españoles vivimos en emergencia continua desde los tiempos de Indíbil y Mandonio. La mejor prueba de lo que digo es que algunos de los lectores potenciales de esta página no tienen ni fruta idea de quiénes fueron Indíbil y Mandonio. Y no me vengan con que soy un cenizo y un cabrón, y que lo de la mochila es paranoia. Hagan memoria, queridos amigos del planeta azul. La historia de España está llena de momentos en que el personal tuvo que poner pies en polvorosa sin tiempo de hacer las maletas. Con lo puesto. Eso, los que tuvieron la suerte de poder salir, y no se vieron churrasqueados en autos de fe, picando piedra en algún Valle de los Caídos o abonando amapolas junto a la tapia del cementerio.

De manera que, inspirado por la iniciativa de Ruiz-Gallardón, convencido como estoy de que un pesimista sólo es un optimista razonablemente informado, he decidido aviarme un equipo de supervivencia español marca Acme, que valga tanto para salir de naja en línea recta hacia la frontera más próxima como para quedarme y soportar estoicamente lo que venga. Que viene suave. Para eso necesito una mochila grande, porque a mi edad hay ciertas necesidades. Pero más vale mochila grande que discurso de ministro, como dijo –si es que lo dijo, cosa que ignoro en absoluto– Francisco de Quevedo.

Cada cual, supongo, sobrevive como puede. Mi equipo de emergencia –Ad utrumque paratus, decía mi profesor don Antonio Gil– incluye un ejemplar del Quijote, que para cualquier español medianamente lúcido es consuelo analgésico imprescindible. También hay unas pastillas antináusea que impiden echar la pota cuando te cruzas en la calle con un político o un megalíder sindical, y una pomada antialérgica –buenísima, dice mi farmacéutica– para uso tópico en miembros y miembras cuando las estupideces de feminista radicals analfabetas producen picores y sarpullidos. También tengo un inhibidor de frecuencias japonés, huevonudo, que impide sintonizar cualquier clase de tertulia política radiofónica o televisiva, un cedé de Joaquín Sabina y media docena de chistes contados por Chiquito de la Calzada, una foto de Ava Gardner, otra de Kim Novak, los deuvedés de Río Bravo, Los duelistas, Perdición y El hombre tranquilo, la colección completa de Tintín, una resma de folios Galgo –o podenco, me da igual– y una máquina de escribir Olivetti de las de toda la vida, que siga funcionando cuando algún gángster amigo de pilinguin compre Endesa, o toda la red eléctrica, tan antinucleares nosotros, se vaya a tomar por saco. Por si la supervivencia incluye poner tierra de por medio, también tengo una lista de librerías de Lisboa, Roma, París, Londres, Florencia y Nueva York, el número de teléfono de Mónica Bellucci, un jamón ibérico de pata de color y una bota Las Tres Zetas llena hasta el pitorro, una bufanda para poder sentarme en las mesas de afuera de los cafés de París, los documentos de Waterloo de mi tatarabuelo bonapartista, su medalla de Santa Helena y las que me han dado a mí los francess, a ver si juntándolo todo consigo convencer a Sarkozy y me nacionalizo francés. De paso, con el pasaporte y la American Express, meteré en la mochila una escopeta de cañones recortados, un listín de direcciones de fulanos con coche oficial y una caja de tarjetas de visita hechas con posta lobera. Sería indecoroso irme tan lejos sin dar las gracias. Compréndanlo. Por los servicios prestados.



Miembras y carne de miembrillo


A la ministra española de Igualdad y Fraternidad, Bibiana Aído, que pasará a los anales de la estupidez nacional por lo del miembro, la miembra y la carne de miembrillo, le han dado en las últimas semanas las suyas y las del pulpo, así que no quiero ensañarme. Podría, puesto a resumir en dos palabras, llamarla sencilla o analfabeta. Supongo que, ateniéndonos a su estólida contumacia cuando fue llamada al orden por gente respetable y docta, a esa ministra podrían irle como un guante ambos epítetos. Pero no lo creo. Quiero decir que no tengo la impresión de que Bibiana Aído sea sencilla ni analfabeta. Por lo menos, no del todo. O lo justo. Lo que pasa es que está muy mal acostumbrada.

Bibiana Aído, que es de Cádiz, procede de esa nueva casta política de feministas crecida en Andalucía a la sombra del régimen chavista; que así, dándoles cuartelillo, las tiene entretenidas y goteando agua de limón. Esas pavas, que han convertido una militancia respetable y necesaria en turbio modo de vida y medro, no tienen otra forma de justificar subvenciones y mandanga que rizar el rizo con piruetas cada vez más osadas, como en el circo. La lengua española, que en este país perversos ha resultado ser arma política útil en otros ámbitos, les viene chachi. Por eso están embarcadas en una carrera de despropósitos, empeñándose, cuatro iletradas como son, en que cuatrocientos millones de hispanohablantes modifiquen, a su gusto, un idioma donde cada palabra es fruto de una afinada depuración práctica que suele ser de siglos, para adaptarlo por la cara a sus necesidades coyunturales. A su negocio.

Lo que pasa es que, en el cenagal de la política española, cualquier cosa viene de perlas a quienes buscan votos de minorías que, sumadas, son rentables. Sale baratísimo. Sólo hay que destinar unas migajas de presupuesto y darle hilo a la cometa. Así andan las Bibianas de crecidas, campando a su aire en una especie de matonismo ultrafeminista de género y génera donde, cualquiera que no trague, recibe el sambenito de machista. Y así andamos todos, unos por cálculo interesado y otros por miedo al qué dirán. Los doctos se callan con frecuencia, y los ignorantes aplauden. Incluso hay quienes, después de cada nueva sandez, discuten el asunto en tertulias y columnas periodísticas, considerando con gravedad si procede decir piernas cuando se trata de extremidades en una mujer, y piernos cuando se trata de un hombre. Por ejemplo.

En todo esto, por supuesto, la Real Academia Española y las veintiuna academias hermanas de América y Filipinas son enemigo a batir. Según las feminatas ultras, las normas de uso que las academias fijan en el Diccionario son barreras sexistas que impiden la igualdad. Lo plantean como si una academia pudiera imponer tal o cual uso de una palabra, cuando lo que hace es recoger lo que la gente, equivocada o no, justa o no, machista o no, utiliza en su habla diaria. «La Academia va siempre por detrás», apuntan como señalando un defecto, sin comprender que la misión de los académicos es precisamente ésa: ir por detrás y no por delante, orientando sobre la norma de uso, y no imponiéndola. Voces cultas, y no sólo de académicos –Alfonso Guerra se unió a ellas hace poco–, han explicado de sobra que las innovaciones no corresponden a la RAE, sino a la sociedad de la que ésta es simple notario. En España la Academia no inventa palabras, ni les cambia el sentido. Observa, registra y cuenta a la sociedad cómo esa misma sociedad habla. Y cada cambio, pequeño o grande, termina siendo inventariado con minuciosidad notarial, dentro de lo posible, cuando lleva suficiente tiempo en uso y hay autoridades solventes que lo avalan y fijan en textos respetables y adecuados. De ahí a hacerse eco, por decreto, de cuanta ocurrencia salga por la boca de cualquier sencilla de la pepitilla, media un abismo.

Así que tengo la obligación de advertir a mis primas que no se hagan ilusiones: con la Real Academia Española lo tienen crudo. Ahí no hay demagogia ni chantaje político que valga. Ni Franco lo consiguió en cuarenta años –y mira que ése mandaba–, ni las niñas capricho del buen rollito fashion lo van a conseguir ahora. En la RAE somos así de chulos. Y lo somos porque, desde su fundación hace trescientos años, esa institución es independiente del poder ejecutivo, del legislativo y del judicial. Su trabajo no depende de leyes, normas, jueguecitos o modas, sino de la realidad viva de una lengua extraordinaria, hermosa y potente que se autorregula a sí misma, desde hace muchos siglos, con ejemplar sabiduría. De forma colegiada o particular, a través de sus miembros –que no miembras–, siempre habrá en esa Docta Casa una voz que, con diplomacia o sin ella, recuerde que, en el Diccionario, la palabra merluzez se define como «hecho o dicho propio del petulante».




Somos el pasmo de Europa


A la vanguardia de toda iniciativa que apunte a la salud, la felicidad y
el buen rollito

También vamos a tener una de las leyes antitabaco más severas y radicales de Europa. O eso dicen. Que luego se cumpla, es lo de menos. Lo que cuenta, acabo de oírle en la radio a un político de fuste, es que España está en vanguardia de toda iniciativa que se encamine a la salud, la educación, la felicidad y el buen rollito. Para pioneros, nosotros. Se acabó la caspa fascista. Se dan lecciones de mus de diez de la mañana a cinco de la tarde. Pero en algo discrepo de mi primo: a ser asombro del mundo no hemos llegado por las buenas. Sólo con esfuerzos históricos prolongados es posible mantenerse en tan espectacular vanguardia. Hace año y pico, por ejemplo, éramos pasmo de Occidente con lo de Iraq. De todos los presidentes europeos, el nuestro era el único a quien Bush permitía poner los zapatos sobre la mesa en las fotos: el amigo Ansar. Y en lo espiritual, calculen. Nadie tocó la guitarra ante el difunto Juan Pablo II como nuestras amigas Catalinas y Josefinas. Por su parte, la conferencia episcopal siempre hizo encaje de bolillos condenando al mismo tiempo el aborto y el uso del preservativo, aparte de recomendar la castidad como revolucionario tratamiento contra el Sida. Comparado con algunos de los doberman de Dios que tenemos aquí -que además predican desobediencia civil sin que nadie los meta en la guandoca-, el papa Ratzinger es mantequilla blanda. Un osito Mimosín.

En milicia también somos vanguardia a tope. El mérito no es de la nueva administración, ojo, porque ya el anterior gobierno consiguió que el español fuese el único ejército del mundo, por delante incluso del norteamericano, donde las mujeres están en unidades de combate de primera línea; detalle que confiere a nuestras fuerzas armadas una despiadada ferocidad. Además, hemos inventado el concepto brillantísimo de fuerzas armadas desarmadas, con soldados que no son para la guerra -que está mal vista por la sociedad- sino para atender a niños huérfanos en maremotos o cosas así. Sobre el pacifismo combinado con la integración de extranjeros, ni les cuento. En Melilla, donde si un día hay enemigo éste será moruno, casi el cuarenta por ciento de los soldados en algunas unidades es de origen jovenlandés: más integrados y pacíficos a la hora de combatir, imposible. De momento le queman el coche al sargento cuando hay discrepancias tácticas. A ver qué se han creído estos españoles racistas de cosa.


En lo demás, lo mismo. Punteros que echas la pota. Tenemos unos derechos y libertades tan sólidos y avanzados que, desde el humilde navajero al mafioso internacional, todos vienen a España a disfrutarlos. Y nuestros jóvenes, no es que estén protegidos: están acorazados. Si un maestro llama orate a un alumno, los padres pueden demandarlo por violencia escolar y por insultar al colectivo de disminuidos psíquicos. Pero ni los padres tienen bula: a una progenitora acaban de caerle seis meses por maltratar salvajemente con dos bofetadas a su criatura de quince años. En cuestiones de paridad hombre-mujer también somos faro del universo: mitad y mitad en todo, haya o no haya, por decreto; el caso es que cuadren las cuentas. Sin olvidar los asuntos lingüísticos: somos el único país culto -es una clasificación, no una definición- donde el BOE prescinde del diccionario, de las academias, de los filólogos y de los clásicos, y el Gobierno se mofa de la lengua española a medida que a cada ministro o ministra le sale de las narices y huevas. En materia de uniones y adopciones gayses, nuestra legislación superará también cuanto nadie ha legislado nunca; de modo que toda España está loca por salir del armario, a ver si trinca algo: una adopción de niños, un buen puesto de trabajo, un marido. En el ámbito escolar, no sólo hemos logrado que cada comunidad autónoma eduque como le salga del ciruelo, sino que poseemos el fastuoso récord de diecisiete sistemas educativos distintos. Que además estamos a punto de enriquecer con la francofonía, la portuguesía, la iparraldía y la magrebía; hasta el punto de que la UNESCO alucina con lo nuestro y le pide la fórmula a Harry Potter. Encima, de postre, vamos a pasar a la historia de las ciencias políticas inventando el Estado Monárquico de Naciones Plurilingües Federal y Republicano Según y Cómo, antes llamado España y ahora marca Acme. Más avanzados, imposible. Cómo será la cosa, que ya ni bandera usamos. No hace falta. Se nos conoce en seguida por la cara de iluso.
 
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de derechas el último

ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 8 de Marzo de 2009




Hay un perverso acicate mutuo entre la sociedad, sus políticos y sus cronistas. Un desafío permanente para ver quién llega más lejos en la espiral del disparate. En esta España acomplejada y fistro, el canon de lo correcto se ha convertido en perpetuo salto mortal, regado por la baba oportunista de la cochina clase que goza de coche oficial. En cuanto la sociedad establece o acepta un punto de vista, los medios informativos lo recogen y amplifican, consagrándolo aunque sea una perfecta tontería. Luego, ese enfoque es de nuevo recibido con entusiasmo por la sociedad, que intenta llevarlo más lejos, por el qué dirán. lgtb el último. O fascista, que se dice ahora para todo. de derechas el último. La nueva pirueta es recogida por periódicos, televisión y orates de guardia, y otra vez vuelve a desarrollarse el proceso. Así, de peldaño en peldaño, hasta el infinito. O hasta la náusea.

Un par de asuntos me recuerdan esto. Uno es la noticia de que niños de entre 11 y 15 años son sorprendidos en un descampado en ruinas jugando con armas simuladas, y que la policía las requisa; se parecen a las reales, disparan bolitas de plástico potencialmente peligrosas, y aunque su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino. Hasta ahí la cosa no tiene mayor importancia: chicos que juegan en lugar inadecuado, intervención policial. Punto. Cualquier fulano de mi generación, y de cualquier otra, ha jugado a la guerra en algún momento de su infancia. Yo lo hice, con los amigos, en el campo y en casa: pistolas, soldaditos de plomo y de plástico. Hasta un casco de soldado, tenía. Y un viejo fusil. Hace poco hablé aquí de películas de la Segunda Guerra Mundial, que no nos convirtieron en miembros de la Asociación del Rifle ni en orates belicistas a Javier Marías, a Agustín Díaz Yanes ni a mí mismo. En aquellos tiempos, dabas lo que fuera por un arma como las de verdad. Quiero decir que se trata exactamente de eso: niños jugando a lo que –dejando aparte a espartanos, vikingos, jenízaros, juventudes hitlerianas y otros extremos justificables o injustificables– niños de todas las razas y colores han jugado desde que el hombre existe sobre la tierra. Impulsos naturales en un chico, aunque en los últimos tiempos una panda de cantamañanas se empeñe en que, para erradicar la violencia del mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor, con lo que tienen que jugar los niños varones es con Barbies y cocinitas. Que hace falta ser fulastre.

Pero el punto no es ése. Lo que me llamó la atención al leer la información, publicada a cinco columnas, no fue que los niños jugaran a la guerra ni que la policía requisara el armamento –normal, hasta ahí–, sino el enfoque del redactor. No era éste un columnista de opinión, sino un reportero de los que cuentan cosas y dejan la existencia de Dios para los editorialistas, como dijo Graham Greene o uno de ésos. Sin embargo, tomaba partido en tono de reprobación jovenlandesal contra «ese supuesto juego, nada inocente», dejando entrever que jugar a la guerra situaba al grupo de niños a medio paso de un grupo paramilitar neonazi. Por lo menos.

Esa afición a etiquetar según el canon, a meter en el paquete información y doctrina a la moda, es propia de cierto periodismo de todos los tiempos. Lo que pasa es que ahora actúa a lo bestia, contaminando masivamente a una sociedad que, en principio, debería ser más lúcida y crítica que cuantas la precedieron. En España, en ese aspecto, la única diferencia es que hoy vivimos acogotados por lo socialmente correcto en vez de por obispos y malas bestias cuarteleras. Por los mismos fanáticos y oportunistas que antaño condenaban los balcóns, el baile, los libros perversos y el relajo en las buenas costumbres, yendo siempre más allá de la jovenlandesal oficial para no quedarse cortos, por si las moscas. Hoy son pacifistas ejemplares –hasta con el aliento de Al Qaida en el cogote– como ayer fueron partidarios de la Cruzada nacionalcatólica o de quien les regara la maceta. Los orates, los pelota y los canallas de siempre.

Sobre esa adaptación del asunto a los tiempos que corren hay otro ejemplo significativo, de hace poco. En una entrevista, y entre varias cosas de interés, un actor congoleño declaraba que el hecho de ser neցro limita la clase de papeles que le ofrecen interpretar aquí. El comentario, hecho por el entrevistado con toda naturalidad y como algo obvio, era elevado por el titular del periódico a la categoría de denuncia social: «Sólo me ofrecen papeles de neցro». Pues claro, pensé al leerlo. Papeles de taxista, médico, abogado, arquitecto, cafre, político, bombero, atracador, policía, rey Baltasar. De neցro, o sea. Lo raro sería que le ofrecieran hacer de blanco. De Cid Campeador, por ejemplo. De capitán Alatriste o de coronel de las Waffen SS en el frente ruso. Aunque esto es España, concluí. No faltará, seguramente, quien pregunte por qué no pudo ser neցro Hernán Cortés. Y todo se andará, al fin. Me temo.
 
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