Silverdaemon6
Madmaxista
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Me parece un artículo muy interesante así que lo cuelgo
La riqueza, o la forma de vivir la riqueza, puede ser en ocasiones obscena. Porque hay una riqueza obscena, inculta, sin la más mínima empatía, que desparrama una vida de excéntricos lujos frente a gente sin recursos. Una mujer brasileña, que con su marido cirujano ocular hacía una ruta de safaris de lujo por Tanzania en campamentos de 1000 dólares la noche, me dijo en una ocasión con voz angustiada: “Yo veo esa pobreza terrible de esos niños desde el coche y, para poder superarlo y poder dormir, pienso: Dios santo, qué horror, pero no es asunto mío”. Cuando entendió mi silencio, no sabía qué decirle, cambió de tema y empezó a quejarse de que el vuelo en globo por el Serengueti, que les había costado 500 dólares por persona, no le había gustado “porque en Brasil ya veo yo muchos búfalos”. No aclaró si en Brasil veía también muchos niños pobres.
La riqueza no hace malo a nadie, pienso, ni la pobreza le hace bueno, pero mucha de la abultada riqueza global se sostiene en determinados países sobre un sistémico abuso de las clases más bajas. Y la respuesta de muchos de esos explotados está siendo votar extremismos populistas de izquierda y derecha que les prometen, al menos, una venganza y unos frijoles. Es entonces cuando las clases acomodadas, que durante décadas les importó un carajo saber que vivían cerca de millones de personas que no tenían ni agua corriente en sus casuchas de cartón y lata, despiertan y se echan las manos a la cabeza porque el país se fue al garete por un liderazgo mesiánico que hunde todo más en el fango. Lo hacen sin preguntarse un segundo qué influencia en todo eso tuvieron ellos. Y hablan de macroeconomía, y de pequeñas mejoras, sin entender que millones de personas no tienen otra vida en la que dejar de pasar hambre.
Líbano, donde la matrícula vale más que el coche
Hay muchas cosas estúpidas en las que gastarse el dinero, lo hacemos todos, pero es posiblemente insuperable hacerlo en algo que sirve sólo para demostrar que te has gastado mucho dinero. En Líbano, en 2019, un país donde según datos de Naciones Unidas un tercio de la población vive con menos de cuatro dólares al día, nos explicaron que la matrícula de un coche o el número de teléfono que te asignan llega a costar más que el propio vehículo o el smartphone. Cuando empezamos a investigar la historia, el vendedor de una tienda de teléfonos, Hassan, nos explicó las razones de ese raro negocio: “Los ricos aquí no sólo deben ser ricos, deben sobre todo parecerlo”.
Ferrari en Beirut con matrícula de tres dígitos. (J.B.)
El negocio es el siguiente: se venden números de matrícula o de teléfono bonitos que cuestan una fortuna. Copio un párrafo del reportaje que publiqué entonces: “La matrícula 599 se vende por 40.000 dólares (las de tres cifras son las más caras). La 2526, menor estatus, se oferta por 20.000 y la 4664664, de evidente menor valor, ‘solo’ cuesta 15.000 dólares”.
Con los teléfonos pasa lo mismo. El vendedor de una tienda nos dijo que el número de teléfono 03 000 000 era el más caro del Líbano y costaba comprarlo 300.000 dólares. Acabar en cero, ser capicúa o repetir cifras aumentaban cientos de dólares el valor de la compra. ¿Y si yo quiero un teléfono sin pagar? “Le damos un número aleatorio que no será bonito”, contestó el vendedor.
“A los libaneses nos gusta mucho alardear de dinero y estatus social”
¿Y por qué alguien es capaz de pagar 30.000 o 300.000 dólares por un número? “A los libaneses nos gusta mucho alardear de dinero y estatus social. De alguna manera, si tienes una matrícula de esas o das tu teléfono y es un número bonito estás enseñando que tienes dinero para pagarlo. Es un poco una tarjeta de visita para mucha gente”, nos contó Habib.
Vendedor beirutí muestra uno de los teléfonos más caros. (J.B.)
Es decir, la gente gasta mucho dinero para mostrar que tiene mucho dinero. Un año después de aquel viaje, el puerto de Beirut, una zona adinerada de bellos restaurantes, apartamentos y hoteles de la ciudad, voló por los aires tras una explosión que dejó 200 muertos y 6000 heridos. La tragedia es un resumen del colapso y corrupción del país. Su tasa de desigualdad, según el World Inequality Database (WID), es del 57,4%, la más alta de la región. Esa tasa mide la participación que tiene el 10% de la población en la total riqueza del país.
Algo funciona mal, creo, en una sociedad donde una de cada tres personas son muy pobres, pero se venden números bonitos de matrícula por miles de euros para presumir de que eres más rico de lo que dice tu propio coche. Cuándo estalle una nueva revolución, alguien desde su acomodado apartamento de lujo con vistas a los escombros del estallado puerto pensará: ¿por qué pasa esto?
Hong Kong: centro comercial de lujo
No he visto en ningún lugar del mundo nada siquiera parecido al consumismo de lujo y exhibición de riqueza de Hong Kong. La hoy peculiar ciudad de estatuto especial de China, que es la décima potencia comercial y la quinta financiera del mundo, encierra un salvaje liberalismo económico rodeado de ese extraño socialismo actual chino. Las recientes fuertes protestas democráticas y el el bichito-19, explica Financial Times, han elevado el déficit y reducido su crecimiento, que el FMI espera que sea de un 3,7% en 2021.
Hasta ahí la macroeconomía, pero las atestadas calles de Hong Kong, con una elevadísima densidad de población de 6.733 habitantes por km2, son un reguero de desigualdad a la vista. En las boutiques de ropa de lujo, la ciudad está llena de ellas en números que yo nunca he visto, había a última hora colas de personas que esperaban fuera para entrar. La imagen ya sorprendía, pero mucho más sorprendente fue pasear junto al muelle y tropezar con un entera planta de un centro comercial, el Harbour City, que vendía ropa de lujo sólo para niños. Pasábamos delante de boutiques de renombre como Fendi, Versace, Gucci, Dior, Dolce&Gabbana… en cuyos escaparates había sólo ropa diminuta. Dentro, veíamos dependientas atendiendo a madres y padres mientras sus hijos jugaban y se probaban ropa que valía miles de euros. No muy lejos de allí, en esa misma parte de la isla, está el enorme mercado callejero nocturno de la ciudad, en Temple Street, donde olía a aceite de las tabernas insalubres, se vendían falsificaciones en tenderetes y las casas, que en otras partes eran rascacielos de lujo, eran colmenas diminutas cubiertas de polución y polvo.
Hong Kong, la tercera ciudad del mundo con más billonarios tras Pekín y Nueva York según la revista Forbes, es uno de los lugares más desiguales del mundo. Clara Ferreira, analista de Bloomberg, escribía este análisis: “Durante décadas, los focos de miseria se han considerado un costo inevitable del capitalismo salvaje y lucrativo de la ciudad. Una de cada cinco personas vive por debajo del umbral de la pobreza, muchas de ellas ancianas. Hong Kong tiene una de las peores tasas de desigualdad entre las naciones desarrolladas. Meses de violentas protestas callejeras el año pasado, seguidas de una esa época en el 2020 de la que yo le hablo, golpearon con más fuerza a los trabajadores precarios, ampliando ese abismo”.
"No luché para permanecer pobre"
Sudáfrica y Mozambique, los dos países en los que viví entre 2010 y 2015, son según el WID los dos países más desiguales del mundo con un 65,4% y un 64,6%. La desigualdad del sur muy sur es demoledora. La población sufrió primero el expolio de las colonias europeas que se apoderaron de tierra y riquezas durante décadas. El desarrollo económico y de infraestructuras de los países, de lo que presumen los excolonos, iba de la mano de un aberrante sistema de libertades. En muchos casos, la propia legislación colonial impedía o dificultaba muchísimo la propiedad privada en manos de la población de color o, incluso, limitaba su educación. El problema es que llegaron las independencias y el expolio se mantuvo, ahora protagonizado por una clase dirigente en general muy corrupta e ineficaz con el mismo tonalidad de piel de los expoliados.
Hotel de lujo en Isla Benguerra, Mozambique. (J.B.)
El mapa interactivo de desigualdad del WDI, por continentes, sólo tiene dos enormes colores gente de izquierdas, que simbolizan los mayores niveles de desigualdad: África y América Latina. En ese mismo listado sólo hay un continente en amarillo, lo que simboliza la menor desigualdad: Europa. No parece que de esto sean muy conscientes muchos de los siempre indignados europeos.
Sobre Sudáfrica, hay dos frases que pueden resumir su realidad desde la independencia. La primera la cuenta Alec Rusell en su magnífico libro “After Mandela”. Smuts Ngonyama, ex portavoz del Congreso Nacional Africano (ANC), exembajador de Sudáfrica en España y actual embajador en Japón, dijo en 2004 tras protagonizar un bochornoso pelotazo con su entrada en el accionariado de la empresa Telkom: “Yo no luché por la libertad para permanecer pobre”. Unos años después, en 2010, el entonces secretario del ANC, Zwelinzima Vavi, advertía: “Los pobres un día marcharan sobre los barrios residenciales para exigir su mismo nivel de vida y no habrá ningún muro lo suficientemente alto para detenerlos”.
Hoy Sudáfrica y Mozambique viven graves revueltas. Los primeros acaban de vivir los disturbios sociales más duros tras el fin del apartheid, los segundos tienen una guerra islamista el norte el país, la zona de los ricos yacimientos de gas, que tiene que ver más con pobreza que con rezos.
Mujer va a buscar agua en Soweto, Sudáfrica. (J.B.)
Para entender el drama, sólo hay que tomar un coche en ambos países y ver la opulencia en la que viven unos pocos y la absoluta miseria de la mayoría. Kapuscinski, en su libro 'Los cínicos no sirven para este oficio' dijo sobre Sudáfrica: “Los blancos conservan todavía sus grandes riquezas, viven prósperamente en barrios lujosos. Mientras tanto, una multitud de neցros están confinados en barriadas de chabolas obscenas, en horribles poblados de barracas, los peores lugares que he visto en el mundo”. Eso se mantiene hoy así.
Una propina por un salario
El otro gran agujero de desigualdad en el mundo, junto a los países del Golfo Pérsico y Oriente Próximo, es América Latina. Tras Mozambique, viví cuatro años en México. Su tasa de desigualdad está entre las más altas del mundo con un 58,6%. A la profunda brecha económica se suma la amenaza de su desatada violencia.
México tiene todo para ser un país desarrollado y no termina de serlo, entre otras cosas, por un obsceno poder que ha abusado siempre de una rentable bolsa de miseria. El país está lleno de clasismos e injusticias sociales. En México convive cobrar el alquiler de una casa buena en un barrio bueno a precios desorbitados (no hablo de las grandes mansiones), entre 2500 y 7000 euros al mes, y pagar al portero que trabaja en la finca casi a tiempo completo 250 euros. México tiene restaurantes de todo tipo de calidades, magníficos muchos, en los que uno puede pagar entre 10 y 200 euros la cuenta, pero en los que el camarero vive de las propinas. México tiene una extensa red de gasolineras en la que las personas que sirven la gasolina a flamantes 4x4 no tienen ningún salario, o es irrisorio, y viven sólo de lo que le dan los conductores. México tiene mujeres que trabajan en casas las 24 horas por, a veces, 270 euros al mes.
Cartel de empleo en México. (J.B.)
Sin embargo, al otro lado de esa realidad, hay una clase alta que tiene niveles de vida iguales o mejores que las altas clases estadounidenses. El dueño del restaurante, hotel, empresa constructora… tiene el nivel de vida de un rico occidental, con casa en el Caribe o en EEUU, coche 4x4 blindado, pero justifica no pagar mejores salarios en la viabilidad de la empresa. Escuché eso en una comida donde acababan de contar que sus hijos estudiaban en las mejores universidades gringas y que tenían una casa en Houston y otra en Cancún.
La burbuja de irrealidad es tal, que en una embajada europea, un empresario mexicano que iba a un encuentro, preguntó si había helipuerto para su helicóptero y se quedó sorprendido cuando supo que no. CDMX es la segunda ciudad del mundo, tras Sao Paulo, con mayor flota de helicópteros privados.
Para un tipo de adinerado mexicano, justicia social es ser muy generoso en la propina y dejar un 20%, pero un país no funciona con propinas, funciona con salarios. Lo primero es optativo, y en pandemias como esta desaparece, y lo segundo es obligatorio y más equitativo. Hay una comedia mexicana, 'Nosotros los Nobles', que explica bien la burbuja en la que viven las clases altas.
En 2018, llegó al poder Andrés Manuel López Obrador, AMLO, un populista cuyas políticas según muchos análisis están empeorando los graves males del país. Las cifras dicen que han subido la violencia y la pobreza durante su mandato, y ya iban mal muchos baremos antes de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Él es racista y clasista, pero cree que no lo es porque el racismo y el clasismo sólo es punible cuando afecta a los más pobres (algo muy extendido entre un tipo de izquierda).
Muchos de los que se echaron las manos a la cabeza con su triunfo no entienden que a AMLO lo han creado ellos tras décadas de abandono de las clases bajas, del impune abuso de los poderosos, políticos y empresarios, y del hartazgo de la gente ante una realidad que los condena a vivir en bolsas de miseria y violencia a cambio de una propina. Llegó alguien que les prometió subvenciones y una revolución, y ellos, que no les afecta nada la obra de un mega aeropuerto al que nunca irán ni una política moderna energética porque muchos no tiene luz en sus casas, votaron por el tipo que les prometió que el país era de ellos y que él era ellos. Y como son más, porque en los últimos años no han decrecido, se han votado ellos mismos y le han dado el poder.
La obscena vida de muchos ricos que luego se llevan las manos a la cabeza
Desde Hong Kong hasta Mozambique, pasando por el Líbano, México o Cuba, las clases altas viven en una burbuja que un día puede explotar
blogs.elconfidencial.com
La riqueza, o la forma de vivir la riqueza, puede ser en ocasiones obscena. Porque hay una riqueza obscena, inculta, sin la más mínima empatía, que desparrama una vida de excéntricos lujos frente a gente sin recursos. Una mujer brasileña, que con su marido cirujano ocular hacía una ruta de safaris de lujo por Tanzania en campamentos de 1000 dólares la noche, me dijo en una ocasión con voz angustiada: “Yo veo esa pobreza terrible de esos niños desde el coche y, para poder superarlo y poder dormir, pienso: Dios santo, qué horror, pero no es asunto mío”. Cuando entendió mi silencio, no sabía qué decirle, cambió de tema y empezó a quejarse de que el vuelo en globo por el Serengueti, que les había costado 500 dólares por persona, no le había gustado “porque en Brasil ya veo yo muchos búfalos”. No aclaró si en Brasil veía también muchos niños pobres.
La riqueza no hace malo a nadie, pienso, ni la pobreza le hace bueno, pero mucha de la abultada riqueza global se sostiene en determinados países sobre un sistémico abuso de las clases más bajas. Y la respuesta de muchos de esos explotados está siendo votar extremismos populistas de izquierda y derecha que les prometen, al menos, una venganza y unos frijoles. Es entonces cuando las clases acomodadas, que durante décadas les importó un carajo saber que vivían cerca de millones de personas que no tenían ni agua corriente en sus casuchas de cartón y lata, despiertan y se echan las manos a la cabeza porque el país se fue al garete por un liderazgo mesiánico que hunde todo más en el fango. Lo hacen sin preguntarse un segundo qué influencia en todo eso tuvieron ellos. Y hablan de macroeconomía, y de pequeñas mejoras, sin entender que millones de personas no tienen otra vida en la que dejar de pasar hambre.
Líbano, donde la matrícula vale más que el coche
Hay muchas cosas estúpidas en las que gastarse el dinero, lo hacemos todos, pero es posiblemente insuperable hacerlo en algo que sirve sólo para demostrar que te has gastado mucho dinero. En Líbano, en 2019, un país donde según datos de Naciones Unidas un tercio de la población vive con menos de cuatro dólares al día, nos explicaron que la matrícula de un coche o el número de teléfono que te asignan llega a costar más que el propio vehículo o el smartphone. Cuando empezamos a investigar la historia, el vendedor de una tienda de teléfonos, Hassan, nos explicó las razones de ese raro negocio: “Los ricos aquí no sólo deben ser ricos, deben sobre todo parecerlo”.
Ferrari en Beirut con matrícula de tres dígitos. (J.B.)
El negocio es el siguiente: se venden números de matrícula o de teléfono bonitos que cuestan una fortuna. Copio un párrafo del reportaje que publiqué entonces: “La matrícula 599 se vende por 40.000 dólares (las de tres cifras son las más caras). La 2526, menor estatus, se oferta por 20.000 y la 4664664, de evidente menor valor, ‘solo’ cuesta 15.000 dólares”.
Con los teléfonos pasa lo mismo. El vendedor de una tienda nos dijo que el número de teléfono 03 000 000 era el más caro del Líbano y costaba comprarlo 300.000 dólares. Acabar en cero, ser capicúa o repetir cifras aumentaban cientos de dólares el valor de la compra. ¿Y si yo quiero un teléfono sin pagar? “Le damos un número aleatorio que no será bonito”, contestó el vendedor.
“A los libaneses nos gusta mucho alardear de dinero y estatus social”
¿Y por qué alguien es capaz de pagar 30.000 o 300.000 dólares por un número? “A los libaneses nos gusta mucho alardear de dinero y estatus social. De alguna manera, si tienes una matrícula de esas o das tu teléfono y es un número bonito estás enseñando que tienes dinero para pagarlo. Es un poco una tarjeta de visita para mucha gente”, nos contó Habib.
Vendedor beirutí muestra uno de los teléfonos más caros. (J.B.)
Es decir, la gente gasta mucho dinero para mostrar que tiene mucho dinero. Un año después de aquel viaje, el puerto de Beirut, una zona adinerada de bellos restaurantes, apartamentos y hoteles de la ciudad, voló por los aires tras una explosión que dejó 200 muertos y 6000 heridos. La tragedia es un resumen del colapso y corrupción del país. Su tasa de desigualdad, según el World Inequality Database (WID), es del 57,4%, la más alta de la región. Esa tasa mide la participación que tiene el 10% de la población en la total riqueza del país.
Algo funciona mal, creo, en una sociedad donde una de cada tres personas son muy pobres, pero se venden números bonitos de matrícula por miles de euros para presumir de que eres más rico de lo que dice tu propio coche. Cuándo estalle una nueva revolución, alguien desde su acomodado apartamento de lujo con vistas a los escombros del estallado puerto pensará: ¿por qué pasa esto?
Hong Kong: centro comercial de lujo
No he visto en ningún lugar del mundo nada siquiera parecido al consumismo de lujo y exhibición de riqueza de Hong Kong. La hoy peculiar ciudad de estatuto especial de China, que es la décima potencia comercial y la quinta financiera del mundo, encierra un salvaje liberalismo económico rodeado de ese extraño socialismo actual chino. Las recientes fuertes protestas democráticas y el el bichito-19, explica Financial Times, han elevado el déficit y reducido su crecimiento, que el FMI espera que sea de un 3,7% en 2021.
Hasta ahí la macroeconomía, pero las atestadas calles de Hong Kong, con una elevadísima densidad de población de 6.733 habitantes por km2, son un reguero de desigualdad a la vista. En las boutiques de ropa de lujo, la ciudad está llena de ellas en números que yo nunca he visto, había a última hora colas de personas que esperaban fuera para entrar. La imagen ya sorprendía, pero mucho más sorprendente fue pasear junto al muelle y tropezar con un entera planta de un centro comercial, el Harbour City, que vendía ropa de lujo sólo para niños. Pasábamos delante de boutiques de renombre como Fendi, Versace, Gucci, Dior, Dolce&Gabbana… en cuyos escaparates había sólo ropa diminuta. Dentro, veíamos dependientas atendiendo a madres y padres mientras sus hijos jugaban y se probaban ropa que valía miles de euros. No muy lejos de allí, en esa misma parte de la isla, está el enorme mercado callejero nocturno de la ciudad, en Temple Street, donde olía a aceite de las tabernas insalubres, se vendían falsificaciones en tenderetes y las casas, que en otras partes eran rascacielos de lujo, eran colmenas diminutas cubiertas de polución y polvo.
Hong Kong, la tercera ciudad del mundo con más billonarios tras Pekín y Nueva York según la revista Forbes, es uno de los lugares más desiguales del mundo. Clara Ferreira, analista de Bloomberg, escribía este análisis: “Durante décadas, los focos de miseria se han considerado un costo inevitable del capitalismo salvaje y lucrativo de la ciudad. Una de cada cinco personas vive por debajo del umbral de la pobreza, muchas de ellas ancianas. Hong Kong tiene una de las peores tasas de desigualdad entre las naciones desarrolladas. Meses de violentas protestas callejeras el año pasado, seguidas de una esa época en el 2020 de la que yo le hablo, golpearon con más fuerza a los trabajadores precarios, ampliando ese abismo”.
"No luché para permanecer pobre"
Sudáfrica y Mozambique, los dos países en los que viví entre 2010 y 2015, son según el WID los dos países más desiguales del mundo con un 65,4% y un 64,6%. La desigualdad del sur muy sur es demoledora. La población sufrió primero el expolio de las colonias europeas que se apoderaron de tierra y riquezas durante décadas. El desarrollo económico y de infraestructuras de los países, de lo que presumen los excolonos, iba de la mano de un aberrante sistema de libertades. En muchos casos, la propia legislación colonial impedía o dificultaba muchísimo la propiedad privada en manos de la población de color o, incluso, limitaba su educación. El problema es que llegaron las independencias y el expolio se mantuvo, ahora protagonizado por una clase dirigente en general muy corrupta e ineficaz con el mismo tonalidad de piel de los expoliados.
Hotel de lujo en Isla Benguerra, Mozambique. (J.B.)
El mapa interactivo de desigualdad del WDI, por continentes, sólo tiene dos enormes colores gente de izquierdas, que simbolizan los mayores niveles de desigualdad: África y América Latina. En ese mismo listado sólo hay un continente en amarillo, lo que simboliza la menor desigualdad: Europa. No parece que de esto sean muy conscientes muchos de los siempre indignados europeos.
Sobre Sudáfrica, hay dos frases que pueden resumir su realidad desde la independencia. La primera la cuenta Alec Rusell en su magnífico libro “After Mandela”. Smuts Ngonyama, ex portavoz del Congreso Nacional Africano (ANC), exembajador de Sudáfrica en España y actual embajador en Japón, dijo en 2004 tras protagonizar un bochornoso pelotazo con su entrada en el accionariado de la empresa Telkom: “Yo no luché por la libertad para permanecer pobre”. Unos años después, en 2010, el entonces secretario del ANC, Zwelinzima Vavi, advertía: “Los pobres un día marcharan sobre los barrios residenciales para exigir su mismo nivel de vida y no habrá ningún muro lo suficientemente alto para detenerlos”.
Hoy Sudáfrica y Mozambique viven graves revueltas. Los primeros acaban de vivir los disturbios sociales más duros tras el fin del apartheid, los segundos tienen una guerra islamista el norte el país, la zona de los ricos yacimientos de gas, que tiene que ver más con pobreza que con rezos.
Mujer va a buscar agua en Soweto, Sudáfrica. (J.B.)
Para entender el drama, sólo hay que tomar un coche en ambos países y ver la opulencia en la que viven unos pocos y la absoluta miseria de la mayoría. Kapuscinski, en su libro 'Los cínicos no sirven para este oficio' dijo sobre Sudáfrica: “Los blancos conservan todavía sus grandes riquezas, viven prósperamente en barrios lujosos. Mientras tanto, una multitud de neցros están confinados en barriadas de chabolas obscenas, en horribles poblados de barracas, los peores lugares que he visto en el mundo”. Eso se mantiene hoy así.
Una propina por un salario
El otro gran agujero de desigualdad en el mundo, junto a los países del Golfo Pérsico y Oriente Próximo, es América Latina. Tras Mozambique, viví cuatro años en México. Su tasa de desigualdad está entre las más altas del mundo con un 58,6%. A la profunda brecha económica se suma la amenaza de su desatada violencia.
México tiene todo para ser un país desarrollado y no termina de serlo, entre otras cosas, por un obsceno poder que ha abusado siempre de una rentable bolsa de miseria. El país está lleno de clasismos e injusticias sociales. En México convive cobrar el alquiler de una casa buena en un barrio bueno a precios desorbitados (no hablo de las grandes mansiones), entre 2500 y 7000 euros al mes, y pagar al portero que trabaja en la finca casi a tiempo completo 250 euros. México tiene restaurantes de todo tipo de calidades, magníficos muchos, en los que uno puede pagar entre 10 y 200 euros la cuenta, pero en los que el camarero vive de las propinas. México tiene una extensa red de gasolineras en la que las personas que sirven la gasolina a flamantes 4x4 no tienen ningún salario, o es irrisorio, y viven sólo de lo que le dan los conductores. México tiene mujeres que trabajan en casas las 24 horas por, a veces, 270 euros al mes.
Cartel de empleo en México. (J.B.)
Sin embargo, al otro lado de esa realidad, hay una clase alta que tiene niveles de vida iguales o mejores que las altas clases estadounidenses. El dueño del restaurante, hotel, empresa constructora… tiene el nivel de vida de un rico occidental, con casa en el Caribe o en EEUU, coche 4x4 blindado, pero justifica no pagar mejores salarios en la viabilidad de la empresa. Escuché eso en una comida donde acababan de contar que sus hijos estudiaban en las mejores universidades gringas y que tenían una casa en Houston y otra en Cancún.
La burbuja de irrealidad es tal, que en una embajada europea, un empresario mexicano que iba a un encuentro, preguntó si había helipuerto para su helicóptero y se quedó sorprendido cuando supo que no. CDMX es la segunda ciudad del mundo, tras Sao Paulo, con mayor flota de helicópteros privados.
Para un tipo de adinerado mexicano, justicia social es ser muy generoso en la propina y dejar un 20%, pero un país no funciona con propinas, funciona con salarios. Lo primero es optativo, y en pandemias como esta desaparece, y lo segundo es obligatorio y más equitativo. Hay una comedia mexicana, 'Nosotros los Nobles', que explica bien la burbuja en la que viven las clases altas.
En 2018, llegó al poder Andrés Manuel López Obrador, AMLO, un populista cuyas políticas según muchos análisis están empeorando los graves males del país. Las cifras dicen que han subido la violencia y la pobreza durante su mandato, y ya iban mal muchos baremos antes de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Él es racista y clasista, pero cree que no lo es porque el racismo y el clasismo sólo es punible cuando afecta a los más pobres (algo muy extendido entre un tipo de izquierda).
Muchos de los que se echaron las manos a la cabeza con su triunfo no entienden que a AMLO lo han creado ellos tras décadas de abandono de las clases bajas, del impune abuso de los poderosos, políticos y empresarios, y del hartazgo de la gente ante una realidad que los condena a vivir en bolsas de miseria y violencia a cambio de una propina. Llegó alguien que les prometió subvenciones y una revolución, y ellos, que no les afecta nada la obra de un mega aeropuerto al que nunca irán ni una política moderna energética porque muchos no tiene luz en sus casas, votaron por el tipo que les prometió que el país era de ellos y que él era ellos. Y como son más, porque en los últimos años no han decrecido, se han votado ellos mismos y le han dado el poder.