La voz de la calle
En nuestra vida cotidiana existen conversaciones recurrentes. Son frases que todos pronunciamos, que escuchamos a diario en la espontaneidad de las llamadas telefónicas y en las charlas de los cafés, los clubes deportivos o las paradas de autobús. Como editor de un periódico recibo su eco todavía más amplificado. Esos comentarios, certeramente críticos, desbordan mis cajones y mi correo electrónico. En un tiempo en que los poderes públicos parecen desnortados, uno se sorprende ante la capacidad de la gente para concretar con clarividencia los problemas reales y también ante la valentía de sus exposiciones. Pero normalmente todo expira ahí, en la mera conversación. Resulta desasosegante constatar que quienes se quejan asumen que sus justas reivindicaciones, por suaves que sean, no alcanzarán los despachos donde se regulan sus vidas. Mi obligación como editor es recoger la voz de la calle, atender a su deseo extremo de que seamos la conciencia crítica del poder, sea cual sea este, desde las fuerzas políticas a los técnicos del Estado; de Hacienda a los ayuntamientos; de las federaciones y directivas del deporte al funcionamiento de la justicia o el de las entidades financieras.
Cumpliendo mi deber de intentar ser notario de la verdad, quiero hoy dar voz a lo que se dice en la calle. La ciudadanía habla, por encima de todo, de la crisis económica, una de las más monstruosas e injustas de la historia. Lamentan verse arrastrados por una espiral en cuya génesis nada tuvieron que ver, sin recursos ni medios para hacerle frente, mientras que los auténticos causantes de la debacle son auxiliados con salvamentos vergonzantes. Fabricantes que alardeaban de solvencia, exigen y reciben ahora planes de choque pagados por todos, mientras algunos sectores que son el alma de Galicia, como el ganadero, se asoman al abismo sin ser objeto, ni de lejos, de un trato similar.
En zonas deprimidas de Galicia, como la Costa da Morte, se conversa sobre los obstáculos políticos que impiden asentarse allí a empresas que podrían paliar la lacra de la emigración, que continúa desangrándonos en el siglo XXI, agudizando así nuestro terrible problema demográfico. En esas comarcas castigadas por el abandono no entienden que se invoquen ahora trabas medioambientales para expulsar a empresas que dan trabajo cuando en los días del espejismo inmobiliario se consintieron todo tipo de aberraciones paisajísticas.
La gente habla, y mucho, de los gastos superfluos de la Administración, agudizados en España por la escasa responsabilidad contable de 17 administraciones autonómicas, que parecen incapaces de cooperar con lealtad y coordinación. En las colas de los parados gallegos resulta imposible entender que unos ayuntamientos que se declaran al borde de la quiebra dilapiden su dinero en festejos de verano en plena crisis. Galicia no está hoy para fiestas. Mientras todas las empresas, incluida la mía, se ven obligadas a encarar medidas drásticas de ahorro, a veces impopulares, la Administración gallega mantiene sus flotas de chóferes para trasladar a unos cargos que no quieren vivir en la ciudad donde voluntariamente han elegido trabajar. La Xunta conserva un palacete en Madrid a modo de embajada; el desfile de tarjetas, dietas y comidas oficiales continúa; la oscura administración paralela permanece en pie. En las conversaciones privadas no se entiende que se dilapide el dinero público en cambios semánticos, como los del Sergas y las escuelas. Si son escuelas infantiles, bastaba simplemente con llamarlas así.
En los hogares de Galicia viven personas que están sufriendo retrasos intolerables para pruebas clínicas y quirúrgicas. En las universidades gallegas se comenta con enojo la falta de fondos para buscar la excelencia en la educación, único futuro de Galicia. Mientras China y Estados Unidos, en su pugna por la hegemonía mundial, comparan cada año el número de titulados de élite que se gradúan en cada país, aquí nos enredamos en cuestiones nominales, o en debates idiomáticos, olvidando que las lenguas son puentes de palabras que nos deben unir, y no senderos hacia el muro de la incomunicación.
En una Galicia donde la educación y la sanidad están todavía muy lejos de lo óptimo, donde todas las empresas atraviesan coyunturas durísimas, es de todo punto incomprensible que tres presidentes de Galicia hayan perseverado en la construcción de una obra faraónica y sin utilidad conocida. Lo que se decía en la oposición se olvida rápido al llegar al poder, y sé bien de qué hablo. A veces el dispendio alcanza incluso la categoría de ofensa, como cuando se importan para esa obra materiales como la piedra, que ha sido secularmente seña de identidad de Galicia. En la calle, donde gobierna el sentido común, se pide llanamente que se detenga de inmediato un gasto insensato en un complejo sin sentido.
En las charlas de los cafés se dialoga, con preocupación y enojo, sobre la radical incapacidad de los partidos para ponerse de acuerdo en asuntos elementales para el bienestar de todos. El primer partido negocia con el tercero para darle más presencia en el Parlamento de la que le corresponde según las normas, solo por un afán de perjudicar a la segunda fuerza. A su vez, el segundo partido continúa sin aportar sus soluciones alternativas ante los problemas que nos atenazan y ni siquiera clarifica ante los ciudadanos cuál será su política de alianzas si recupera el poder. Mientras, políticos que intentaron ejercer una presidencia paralela, y a los que los gallegos retiraron de la vida pública en las últimas elecciones mediante su voto libre, disfrutan del boato de coches, despachos y secretarias, y maniobran para volver pese a ser reiteradamente rechazados por los votantes. Al tiempo, el ex presidente, que al menos supo leer el resultado de las urnas y retirarse con elegancia, recibe frialdad y encono en sus propias filas.
Los gallegos hablan de economía, sí, y cada vez más. Conversan sobre la grave inhibición de los poderes públicos y el abuso de los piquetes durante una huelga brutal en los astilleros, que ahora comienza a pasar su previsible factura en forma de caída de los pedidos. Los depositantes de las cajas de ahorros, millones de gallegos, critican la pretensión del poder partidista de dirigir dos entidades que no son suyas, sino de todos sus impositores. Tampoco se entiende que en nombre del localismo más estéril, una de las grandes rémoras de Galicia, se pretenda ignorar las realidades del mercado, pues una caja casi dobla a la otra en tamaño.
Yo escucho y también me hago mis preguntas. ¿Alguien está pensando en cómo va a superar Galicia el inminente fin de los fondos europeos? ¿Cuál es el programa para ello de PP, PSOE y BNG? O lo que es más grave: ¿Qué proyectos de futuro tienen los tres partidos para Galicia, uno de los países más envejecidos del mundo, desfondado además en los tres últimos años por la deslocalización de varias de sus mayores empresas?
¿Por qué se presenta como un éxito que el AVE gallego incumpla finalmente todos los plazos y llegue, si es así, 23 años más tarde que el de Sevilla? ¿Cómo es posible que se estén reprogramando en Galicia operaciones para pacientes con cáncer, tal y como ha sucedido en mi entorno más próximo? ¿A qué esperamos para acometer la reforma de instituciones obsoletas, como el Senado, las diputaciones o las cámaras de comercio? ¿Por qué la Xunta sigue sin ser una administración tras*parente en lo que hace a sus gastos, como prueba una y otra vez el proceso del Gaiás, con el caso paradigmático de las compras de libros?
¿Cómo es que el celo con que Hacienda controla a los contribuyentes de rentas bajas y medias se convierte en laxitud y tolerancia cuando se trata de clubes de fútbol? ¿Es tolerable que personas que ocupan cargos públicos, que deben ser ejemplo de respeto a la ley, llamen a la insumisión contra las normas que nos hemos dado todos, como está ocurriendo ante la posible sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña? ¿Por qué tenemos que resignarnos a que Galicia y España, por la incompetencia de sus políticas económicas, salgan de la crisis años después que otros países de nuestro entorno? ¿Dónde está el primer partido de la oposición en un momento en que el Gobierno de España solo toma medidas ineficientes y caprichosas, que nos garantizan una pesadísima carga para muchos años? ¿Dirá algún día basta la sociedad civil y obligará a sus representantes a que escuchen lo que dicta su sentido común?
Mañana cumpliré 71 años. Llevo cincuenta años en la nómina de La Voz de Galicia. He contribuido, en la medida de mis fuerzas, a la restitución de las libertades y la democracia, en cuya defensa me encontrarán siempre. Mano a mano con el mejor galleguismo de nuestra historia he trabajado para que Galicia viese reconocidos sus derechos. Esas nobles causas me arrostraron multas, incomprensión, presiones inenarrables. Pero ganamos aquel envite y se abrió un nuevo marco de esperanza. Por eso me resulta especialmente descorazonador ver que hemos arribado a un tiempo donde el dinero solapa a la ética, donde la zancadilla cortoplacista prima sobre los grandes consensos en favor del bien general, donde los intereses partidistas o personales se anteponen a los de Galicia. Por eso vuelvo a reiterar que si queremos evitar una tragedia debe reaparecer la sociedad civil y se debe fraguar una acción concertada que sume los esfuerzos de todos, sea cuál sea su tonalidad, en favor del proyecto de Galicia. Entre tanto, no puedo, ni debo, ni quiero, tirar la toalla. Seguiré haciendo lo mismo que llevo haciendo toda mi vida, tratar de elaborar hoy el mejor periódico que jamás he hecho, pero sabiendo que mañana intentaré superarlo.