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Populismo 3.0.
Apuntes sobre la revolución que viene (VI)
Adriano Erriguel 02 de mayo de 2019
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Cambiar de pueblo
Cuando en 1953 los tanques soviéticos aplastaban las revueltas populares en Berlín, el poeta Bertolt Brecht escribía lo siguiente: “el pueblo ha perdido la confianza del gobierno, lo más sencillo es que el gobierno disuelva al pueblo y elija uno nuevo”. La boutade de Brecht se hizo famosa, pero nadie pensaba que en realidad era una profecía.
En el año 2015 un universitario francés, Eric Fassin – investigador en teoría de género y próximo al partido socialista– proponía una hoja de ruta para lo que denominaba “una izquierda digna de ese nombre”. Objetivo declarado: cambiar de pueblo (“changer de peuple”); el primer paso para ello: otorgar el derecho de voto a los extranjeros. Por lo visto, había que esperar a la izquierda del siglo XXI para que la ocurrencia de Brecht fuera seriamente defendida, considerada y aplaudida. Y no sólo por la izquierda.[1]
En realidad, toda la izquierda y toda la derecha “respetables” comparten hoy la desconfianza instintiva ante el pueblo. El pueblo les ha defraudado. Demasiados referéndums fallidos (Dinamarca 1992, Francia 2005, Holanda 2005, Irlanda 2008, Holanda 2016, Bréxit 2016), demasiados gobiernos populistas por aquí y por allá, demasiadas sorpresas. La democracia está claramente sobrevalorada. Un circo donde crecen los acondroplásicos. Y Hitler llegó al poder tras unas elecciones, ¿no?...
“La gran paradoja de nuestras democracias modernas – escribe Jean-Claude Michéa – es que el pueblo ya no es considerado como la solución, sino como el problema. Que el término “populismo” – antes indisociable de las tradiciones revolucionarias más estimables – se haya convertido, desde hace más de treinta años, en la forma de designar el supremo crimen de pensamiento, dice mucho sobre la magnitud de la tras*formación ideológica en que vivimos”.[2] Para la gobernanza ilustrada que nos dirige, ni el pueblo, ni las elecciones ni la democracia parecen ya fiables. ¿Qué hacer?
No faltan propuestas con oropel académico para descartar la democracia e instaurar un gobierno de ilustres.[3] Pero el método más radical es seguramente el que apuntaba Brecht: cambiar de pueblo.
Aunque parezca descabellado, la posibilidad de que los gobiernos cambien de pueblo es perfectamente factible. De hecho, lleva sucediendo desde hace décadas en Europa. Principalmente a través de dos maneras: la gentrificación de las ciudades y la inmi gración de repoblación. O lo que es lo mismo: la redistribución geográfica de las clases sociales y una limpieza étnica, legal e incruenta. Dos operaciones ejecutadas por la “mano invisible” del Mercado.
Gentrificación e inmi gración
Como es sabido, la palabra “gentrificación” procede del inglés (gentry: “alta burguesía”) y se refiere a la tras*formación de los espacios urbanos deteriorados. Ésta se ejecuta a través de unas rehabilitaciones que provocan el aumento de alquileres, con el consiguiente éxodo de los antiguos habitantes y su sustitución por clases sociales de nivel económico más elevado. No hay aquí ninguna intención declarada de “expulsar a los pobres” ni se trata de una conspiración o complot. Se trata simplemente de la aplicación espontánea de las leyes del mercado. El resultado final es un trasvase de poblaciones según parámetros adquisitivos, profesionales y educativos: los típicos marcadores de clase.
Evidentemente, esto sucede en las metrópolis donde se concentran las mayores oportunidades económicas de la globalización, las áreas urbanas que aportan hasta los dos tercios del PIB en los principales países occidentales. Estas son las metrópolis “vivas” y “dinámicas” donde prosperan las clases profesionales liberales, los empresarios, los emprendedores, los creativos y las multinacionales; todos aquellos que mejor se adaptan a los parámetros nómadas y deslocalizados de la globalización. Pero todas estas clases superiores necesitan servicios. Y aquí es donde entra la inmi gración.
El modelo metropolitano del neoliberalismo es desigualitario, un proceso que ha sido descrito de forma exhaustiva por el geógrafo francés Christophe Guilluy en una serie de trabajos fundamentales. Se trata de un sistema que reposa sobre “un mercado de trabajo muy segmentado: por un lado, las clases superiores muy cualificadas, y por el otro los empleos poco cualificados ocupados por trabajadores pagapensiones en la construcción y obras públicas, en los servicios y en la restauración”.[4] El modelo ideal es Silicon valley, descrito por el periodista americano Thomas Frank como “la ciudad posindustrial donde los profesionales altamente cualificados aconsejan a sus clientes, enseñan en las universidades, desarrollan programas informáticos, inventan deudas hipotecarias titulizadas – y son servidos por un ejército de azafatas y barmans orgullosos de compartir los valores de sus superiores”.[5] La gentrificación y la inmi gración son las dos grandes dinámicas de las metrópolis globalizadas.
Suele decirse que la división de nuestros días ya no es entre derecha e izquierda, sino entre beneficiarios y perdedores de la globalización. Los trabajos de Guilluy confirman esta tesis. “La globalización – señala refiriéndose a Francia – beneficia hoy a un bloque de entre 30% o 40% de la población: son las capas medias y superiores integradas, que viven en las grandes metrópolis (...) Pero si esas clases medias y superiores pueden mantener su tren de vida, es gracias a los salarios ridículos de los empleos subalternos, de la asistenta del sur muy sur y del cocinero de Mali”. ¿Y donde vive esa población subalterna de origen inmigrado? En su mayor parte, en los barrios baratos y en las ciudades dormitorio en los márgenes de las grandes ciudades. En sus trabajos, Guilluy deja al descubierto la oscura trastienda de las metrópolis “abiertas y liberales” ensalzadas por los rapsodas popperianos. Pero el cuadro no está aún completo.
¿Qué ocurrió con los antiguos obreros, con los pequeños comerciantes, con los modestos autónomos que antes vivían en los centros de las ciudades? Simplemente, en la nueva economía ya no son necesarios. “La ciudad mundializada necesita categorías superiores cualificadas y, en sus márgenes, categorías populares de pagapensiones para explotar. Eso es todo”.[6] El mercado inmobiliario y sus precios se encargan de expulsar a los indeseables. Pero esas poblaciones de autóctonos desplazados se resisten a instalarse en las ciudades-dormitorio ocupadas por los pagapensiones. Porque mal que les pese a los publicistas del “vivir juntos” y la ideología Benetton, casi nadie quiere convertirse en “minoría” dentro de su propio país, máxime cuando se trata de adaptarse a costumbres, idiosincrasias y formas muy diferentes de las propias. Esas clases modestas – ésas que en el lenguaje antiguo solían denominarse el “pueblo”– se quedan en la periferia del sistema. Se han convertido en invisibles.[7]
El retorno de la burguesía
Los trabajos de Christophe Guilluy causan desde hace años gran revuelo en Francia, desde el momento en que ponen en entredicho el modelo rosa-bombón de la sociedad abierta y la globalización feliz. Antes de que en 2018 se convirtiera en el sociólogo de moda – a raíz de la revuelta de los “chalecos amarillos”, que sólo él había sabido prever– sus obras habían concitado los odios de la corrección política por su introducción del término “bobós” en la literatura sociológica francesa.[8] Este término, acrónimo de “burgués bohemio” (bourgeois-bohème), había sido inventado en el año 2000 por el periodista americano David Brooks para referirse, sobre todo, a la gran burguesía demócrata que apoyaba a Hillary Clinton. Pero cuando Guilluy utiliza el término “bobó” lo hace con una intención muy precisa: reintroducir el término “burguesía” en el léxico político. Algo que, de forma casi automática, nos lleva a recuperar la perspectiva de clases y su corolario inevitable, la lucha de clases. Esto no gustó, y conviene ver por qué.
Como hemos señalado in extenso, la izquierda posmoderna se basa en el abandono de la “lucha de clases”, por considerar que éste es un enfoque obsoleto que responde, además, a una visión “esencialista” de las segmentaciones sociales. En lugar de la lucha de clases – y tomando el impulso de la escuela de Frankfurt– la izquierda adoptó los conceptos de “emancipación” y de “lucha contra la dominación”, entendidas ambas en un sentido individual. Todo ello cristalizaría en las obras de Foucault, Derrida y Deleuze entre otros, que con su recepción en América darían lugar a la llamada french theory y a los “estudios culturales”. De ese magma beben también, como hemos visto, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe con su populismo de izquierda. En resumidas cuentas: tras la caída del muro de Berlín la izquierda reapareció refundada sobre las políticas de identidad – las minorías sensuales, étnicas, los pagapensiones, las mujeres, etcétera– como sustitución de las políticas de clase. Ser de izquierdas consiste ahora en “luchar contra todas las discriminaciones”, un objetivo en el que la izquierda coincide con el teórico neoliberal Friedrich Hayek, que también decía lo mismo.
En todo ese contexto, la literatura sociológica y universitaria – de mayoritaria adscripción progresista – había despreciado y ridiculizado la palabra “burguesía” como algo improcedente y “no científico”. Por sus resonancias vetero-marxistas, esta palabra nos conducía al universo mental de dos bloques homogéneos – los burgueses y los proletarios– que ya no tenían cabida en el mundo líquido del neoliberalismo, compuesto de “ciudadanos” y de “minorías” en busca de reconocimiento. Para designar a la burguesía se buscó un sustitutivo más adecuado: las “clases medias”, etiqueta más acomodaticia para los fines que se pretendían.
¿Clases medias en vez de burguesía? El objetivo de la maniobra es preciso. Como señala Christophe Guilluy: “si el mito de la “clase media” perdura, es porque permite a la nueva burguesía-bohemia (los bobós), comenzando por los universitarios, no distinguirse del pueblo”.[9] Nos encontramos, por tanto, con una maniobra de mistificación. La burguesía rechaza reconocerse como tal.
Continúa Guilluy: “los bobós forman la nueva burguesía y reúnen a las poblaciones integradas y conectadas a la economía-mundo, trabajos deslocalizados, en el sector terciario, trabajos intelectuales, empleos cualificados. Como clase emergente no poseen el capital económico y patrimonial de la antigua burguesía, y entonces invierten en los barrios populares.[10] Lo que les distingue de la antigua burguesía es que son generalmente de izquierdas y no se perciben a sí mismos como clase dominante. Ya sea por angelismo o por astucia, rechazan asumir su posición de dominación social. Por eso imitan la estética informal de los patronos de Silicon Valley, sin corbata, apariencia cool”. Guilluy les denomina “los Rougon-Macquart disfrazados de hípsters” (en alusión a la burguesía depredadora del siglo XIX retratada por Zola). “Esta nueva burguesía es tan hipócrita como la de ayer: enarbola el discurso de emancipación de los pobres y los inmigrados, pero su nivel de vida depende estrechamente de la explotación de éstos (en Europa y en el extranjero). Una explotación que se hace invisible gracias a la temática de la alteridad cultural, que viene a reemplazar oportunamente una correlación de clase más difícil de asumir”. Al proclamar las alabanzas de la “sociedad abierta”, de la “apertura al Otro”, de la diversidad y del multiculturalismo, parece imposible oponerse a ellos. Un discurso imparable…[11]
Diversidad versus igualdad
El núcleo central de la “ideología bobó” es el uso de la diversidad para relegar la idea de igualdad. Desde el planeta de la buena conciencia, los bobós evacúan cualquier perspectiva de clase. Ellos son una clase dominante pero eluden verse confrontados a ese hecho. La inmi gración es el instrumento perfecto. Al situarse frente al viajero, el bobó puede hacer gala de amor a la diversidad y de apertura al Otro, aunque el Otro en cuestión sea un subalterno, desarraigado y mal pagado. Para el bobó es más cómodo situarse frente al viajero que frente a los auténticos “Otros”, frente a los modestos compatriotas que no pueden vivir en un barrio gentrificado. Frente a éstos, el bobó se vería reflejado en el espejo de sus privilegios de clase, y eso es incómodo. La cuestión cultural le permite sublimar esas antiestéticas realidades hacia un plano más noble y elevado. El bobó se espuma en condenas al racismo y alabanzas a la “diversidad”, se siente en el pleno control de su buena conciencia. Llegado el caso, siempre puede consignar a los molestos autóctonos a la categoría de las clases peligrosas: al “país profundo” de la cerrazón y del repliegue, a las masas soeces de homófobos y xenófobos, carentes de la educación necesaria para entender las ventajas de la globalización y las bendiciones de la sociedad abierta.
¿Cómo se reconoce a un ufano integrante de la nueva burguesía? Normalmente por su discurso anti-sistema. “La contestación al sistema – señala Christophe Guilluy – es también un distintivo de la burguesía. El bobó puede denunciar confortablemente la concentración del capital, la oligarquía, el famoso 1% que controla el sistema. La crítica al sistema por una población integrada en el sistema refuerza su posición de clase.”[12]Cuando el bobó se preocupa por los pobres lo hace, preferentemente, por los pobres que están lejos. Sus caridades oenegeras le permiten hacerse con los galones del compromiso. Así no es extraño que, cuando el bobó hable de solidaridad, se refiera ante todo a la acogida de las poblaciones alógenas. Como tampoco lo es que, en muchos países europeos, la política social sea casi sinónimo de políticas de integración de los pagapensiones en las metrópolis. Pero ¿qué ocurre fuera de las metrópolis?
El crimen perfecto
Christophe Guilluy pone de relieve un dato que suele pasar inadvertido: la sedentarización forzosa de las clases populares en los territorios que crean menos empleo. Un dato que contradice de forma estrepitosa el mito globalizador de un mundo nómada, en el que las personas circularían libremente como las mercancías y los capitales.
Excluidas del modelo metropolitano de la globalización, las clases populares viven en su mayoría en las mismas zonas donde han nacido. En realidad, dice Guilluy, vivimos una “mundialización de la sedentarización” como fenómeno del siglo XXI.[13] Lo que tenemos es una globalización a dos velocidades: 1) la de los sectores nómadas de burguesías emergentes y migrantes subalternos (los beneficiarios de la globalización), y 2) la de las clases populares sedentarizadas y excluidas de la dinámica metropolitana/gentrificadora (los perdedores de la globalización). Éstas son las dos tribus de la modernidad que el periodista británico David Goodhart denomina los “Anywheres” (literalmente: “los de cualquier parte”); y los “Somewheres” (“los de alguna parte”). Los primeros son los miembros de las élites cognitivas, que disfrutan de una identidad nómada vinculada a su capacitación profesional y su nivel de estudios. Los segundos están vinculados a una identidad geográfica y se corresponden con las clases populares. Una combinación explosiva.[14]
Nos encontramos ante una maniobra magistral. La “gentrificación de las luchas sociales” (C. Guilluy) ha puesto los focos en las luchas feministas, LGTBIQ, ecologistas etcétera, y no sólo ha convertido en invisible a esa gran porción del país, sino que lo ha demonizado como el país del “repliegue sobre sí mismo”, de la “xenofobia”, del “miedo” etcétera. El resultado ha sido una “geografía social mediática” que trasmite una realidad sesgada, y que en muchos países europeos ha inducido a pensar que la única cuestión social pendiente es el de las barriadas de pagapensiones, cuando en muchos países es justamente lo contrario y esas barriadas son el objeto de todas las atenciones.
Así se consuma la desaparición mediática, cultural y política del sector mayoritario de la población. El crimen perfecto. Hasta el advenimiento del populismo – hasta la victoria del Brexit y la elección de Donald Trump– toda esta realidad no aparecía en la foto. [15]
Sigue...