inadaptat susial
Madmaxista
La revolución de los 'gin-tonics'
MANUEL CRUZ
Poco tiene de extraño que haya habido quienes desde una presunta izquierda han ofrecido el argumento de que lo de este domingo se trata de una movilización
Referéndum Cataluña 1-O: La revolución de los gin-tonics. Blogs de Filósofo de Guardia
01.10.2017
Manuel Vázquez Montalbán solía decir, además de que el Barça era el ejército desarmado de Cataluña, que el enraizado antimadridismo culé era la expresión de un profundo sentimiento anticentralista catalán. Tal vez tuviera razón, quién sabe. Lo cómodo de los sentimientos es que permiten acoger cualquier contradicción, sin que tenga demasiado sentido que a alguien se le pueda reclamar nada por el hecho de que el sentimiento que en un momento dado pueda albergar case mal con alguna otra dimensión de su vida (el interpelado siempre se puede remitir a un inefable "no puedo mandar sobre mis sentimientos, ¿qué quieres que le haga?").
Lo paradójico, en concreto, del sentimiento antimadridista en cuestión era que uno de los representantes más furibundos del mismo, el expresidente Joan Gaspart, era miembro del Partido Popular, y no precisamente un miembro irrelevante o con un exiguo compromiso. De hecho, en la inminencia de unas elecciones autonómicas llegó a sonar su nombre como cabeza de lista de dicha fuerza y, según informaciones que aparecieron en los medios de comunicación de la época, fue su padre el que le disuadió de hacerlo, pero no por razones ideológicas o políticas, sino por el eventual perjuicio que una decisión así podía causar sobre los negocios hoteleros de la familia.
"Algunos repiten que el independentismo representa "la última utopía disponible". Tal vez, pero no queda más remedio que preguntarse: ¿para quien?
Hasta donde yo sé, nunca nadie en el entorno culé le reprochó esta llamativa contradicción. Su 'hooliganismo' antimadridista, por lo visto, parecía redimirle de todo. Traigo a colación el ejemplo porque en nuestros días se diría que asistimos a paradojas –por no decir contradicciones– de parecido signo. Si en lugar de antimadridismo habláramos de, por abreviar, 'anti-pepeísmo', comprobaríamos hasta qué punto dicha actitud resulta perfectamente compatible para muchos independentistas con una afinidad de fondo con las posiciones que en materia económica o social ese mismo partido defiende. Esto último no es una suposición o una hipótesis imaginativa a partir de escasos elementos. Al contrario. Todas las encuestas y estudios, incluidos los del CEO (el CIS de la Generalitat) certifican el mismo dato: en Cataluña, el independentismo es hegemónico en los sectores sociales más altos y su presencia disminuye conforme los niveles de renta decrecen. Hasta tal punto es así, que no ha faltado quien se ha atrevido a calificar al 'procés' como la revolución de los acomodados, por no decir la de los más ricos. La sociología, desde luego, no ha venido a desmentir los términos de esta descripción.
El paralelismo con el ejemplo del antimadridismo parece claro. Tampoco ahora nadie entre los suyos parece dispuesto a formular el menor reproche a los Pujol o a los Madí de turno (por mencionar solo un par de apellidos ilustres), capaces de simultanear una intensa actividad conspirativa en la sala de máquinas del independentismo con suculentos negocios con las empresas españolas más cavernícolas o con la burguesía madrileña más recalcitrantemente antinacionalista. Y si a Gaspart –y similares– les redimía su 'hooliganismo', en estos otros casos lo que parece funcionar es el cínico "pelillos a la mar" (o su versión local, no menos cínica, "la pela es la pela").
Bandera a favor del referéndum en Barcelona. (Reuters)
Pero intentemos ir más allá de la mera constatación de las contradicciones e intentemos adentrarnos un poco más en los pliegues del asunto. Porque sí, como ha señalado la socióloga Marina Subirats en expresión que ha hecho fortuna, el proyecto independentista constituye "la última utopía disponible", lo que parece obligado plantearse, a la vista del incontrovertible dato que se acaba de mencionar, es: utopía, pero ¿de quién? Podríamos cruzar esto con la provocadora afirmación del millonario norteamericano Warren Buffet, en la que, lejos de desmentir la existencia de la lucha de clases, como suelen hacer los conservadores, sostenía, no solo que aquella seguía existiendo sino que, además, los ricos la iban ganando. Pues bien, del cruce de ambas afirmaciones surgiría un severo motivo para la reflexión.
Qué poco duró la indignación en casa del pobre. Con qué facilidad incluso un político tan ostentosamente incompetente como Artur Mas (baste con pensar el desastre electoral al que fue llevando, tenazmente, a su propio partido) pudo neutralizar las energías de tras*formación social representadas por el 15-M y reconducirlas, sin demasiado esfuerzo, a dónde le convenía a él y al sector económico cuyos intereses asumió desde el primer momento de manera explícita (ya saben, 'bussines friendly'). Qué poca resistencia ofrecieron quienes en su momento no se cansaban de proclamar "no nos representan", y ahora que por fin tocan poder no se termina de saber a quién representan ellos exactamente. Qué docilidad con los discursos hegemónicos en Cataluña mostraron algunos de estos recién llegados cuando vislumbraron la posibilidad de que una posición diferente al seguidismo respecto a tales discursos dañara sus ambiciones electorales futuras.
Hay que reflexionar sobre la penuria de esa izquierda que, ayuna de banderas propias, se acoge, presurosa, a las ajenas
Pero hay más en lo que se impone pensar. La izquierda debería dejar de entretenerse en generar formulaciones bobas, del tipo "el miedo ha cambiado de bando" y similares, para pasar a cuestionarse cómo puede ser que haya terminado comportándose con absoluta benevolencia con aquellos a los que en tiempos pasados denominaba sus enemigos de clase, y que hoy diríamos que están al otro lado de la brecha de la desigualdad.
Hay que reflexionar sobre la penuria de esa izquierda que, ayuna de banderas propias, se acoge, presurosa, a las ajenas. Parecería que, atrapada en la nostalgia de las movilizaciones que ella misma era capaz de promover en otro tiempo, tiende ahora a sumarse a cualquier otra que se pueda llevar a cabo, sea quien sea quien la convoque y sea cual sea el objetivo, como si diera por descontado que donde están las masas solo puede estar la razón y el bien (cuando la historia demuestra bien a las claras la falsedad de un convencimiento así). Con semejantes premisas, poco tiene de extraño que haya habido quienes desde una presunta izquierda han ofrecido, como señuelo para persuadir a los suyos de la conveniencia de participar en un referéndum tan escasamente democrático como el planteado para hoy por el Govern de la Generalitat, el argumento de que se trata de una movilización y, claro, ¿cómo va a estar alguien que se considere de izquierdas en contra de una movilización, máxime si además se la adjetiva como "popular"?
A quienes consideren persuasivo el cantinflismo puro y duro en el que ha derivado la acreditada locuacidad de Ada Colau, me siento incapaz, francamente, de razonarles nada. Pero a quienes, en otra facción de esa misma izquierda, creen todavía que la situación generada en Cataluña guarda algún parecido con las situaciones insurreccionales clásicas, a esos sí me permitiría recomendarles algo. Que volvieran a ver la no menos clásica película de Gillo Pontecorvo: 'Queimada'. En ella, como algunos recordarán, se narra la historia de la revuelta que tuvo lugar a principios del siglo XIX en la caribeña isla de Queimada, bajo dominio colonial portugués. Aprovechando el malestar de los esclavos de las vastas plantaciones de caña de azúcar, la burguesía local instigó una insurrección popular. Cuando esta por fin estalló, uno de aquellos criollos que hasta el día anterior había estado departiendo amigablemente con las autoridades portuguesas en los salones del palacio del gobernador corrió al balcón, atribuyéndose el liderazgo de lo que los auténticos desfavorecidos habían propiciado, y desde allí gritó "¡Viva Queimada libre!".
Seguro que ustedes, lectores inteligentes como son, establecerán sin dificultad los paralelismos entre los personajes del film de Pontecorvo y los protagonistas de la situación actual en Cataluña, especialmente en lo relativo a quienes representan en nuestros días a los oportunistas aprovechados y quienes a los orates útiles de la película. Y es probable también que saquen de esos paralelismos la misma conclusión que yo: por más que nos duela, Warren Buffet tenía razón. Vamos perdiendo.
MANUEL CRUZ
Poco tiene de extraño que haya habido quienes desde una presunta izquierda han ofrecido el argumento de que lo de este domingo se trata de una movilización
Referéndum Cataluña 1-O: La revolución de los gin-tonics. Blogs de Filósofo de Guardia
01.10.2017
Manuel Vázquez Montalbán solía decir, además de que el Barça era el ejército desarmado de Cataluña, que el enraizado antimadridismo culé era la expresión de un profundo sentimiento anticentralista catalán. Tal vez tuviera razón, quién sabe. Lo cómodo de los sentimientos es que permiten acoger cualquier contradicción, sin que tenga demasiado sentido que a alguien se le pueda reclamar nada por el hecho de que el sentimiento que en un momento dado pueda albergar case mal con alguna otra dimensión de su vida (el interpelado siempre se puede remitir a un inefable "no puedo mandar sobre mis sentimientos, ¿qué quieres que le haga?").
Lo paradójico, en concreto, del sentimiento antimadridista en cuestión era que uno de los representantes más furibundos del mismo, el expresidente Joan Gaspart, era miembro del Partido Popular, y no precisamente un miembro irrelevante o con un exiguo compromiso. De hecho, en la inminencia de unas elecciones autonómicas llegó a sonar su nombre como cabeza de lista de dicha fuerza y, según informaciones que aparecieron en los medios de comunicación de la época, fue su padre el que le disuadió de hacerlo, pero no por razones ideológicas o políticas, sino por el eventual perjuicio que una decisión así podía causar sobre los negocios hoteleros de la familia.
"Algunos repiten que el independentismo representa "la última utopía disponible". Tal vez, pero no queda más remedio que preguntarse: ¿para quien?
Hasta donde yo sé, nunca nadie en el entorno culé le reprochó esta llamativa contradicción. Su 'hooliganismo' antimadridista, por lo visto, parecía redimirle de todo. Traigo a colación el ejemplo porque en nuestros días se diría que asistimos a paradojas –por no decir contradicciones– de parecido signo. Si en lugar de antimadridismo habláramos de, por abreviar, 'anti-pepeísmo', comprobaríamos hasta qué punto dicha actitud resulta perfectamente compatible para muchos independentistas con una afinidad de fondo con las posiciones que en materia económica o social ese mismo partido defiende. Esto último no es una suposición o una hipótesis imaginativa a partir de escasos elementos. Al contrario. Todas las encuestas y estudios, incluidos los del CEO (el CIS de la Generalitat) certifican el mismo dato: en Cataluña, el independentismo es hegemónico en los sectores sociales más altos y su presencia disminuye conforme los niveles de renta decrecen. Hasta tal punto es así, que no ha faltado quien se ha atrevido a calificar al 'procés' como la revolución de los acomodados, por no decir la de los más ricos. La sociología, desde luego, no ha venido a desmentir los términos de esta descripción.
El paralelismo con el ejemplo del antimadridismo parece claro. Tampoco ahora nadie entre los suyos parece dispuesto a formular el menor reproche a los Pujol o a los Madí de turno (por mencionar solo un par de apellidos ilustres), capaces de simultanear una intensa actividad conspirativa en la sala de máquinas del independentismo con suculentos negocios con las empresas españolas más cavernícolas o con la burguesía madrileña más recalcitrantemente antinacionalista. Y si a Gaspart –y similares– les redimía su 'hooliganismo', en estos otros casos lo que parece funcionar es el cínico "pelillos a la mar" (o su versión local, no menos cínica, "la pela es la pela").
Bandera a favor del referéndum en Barcelona. (Reuters)
Pero intentemos ir más allá de la mera constatación de las contradicciones e intentemos adentrarnos un poco más en los pliegues del asunto. Porque sí, como ha señalado la socióloga Marina Subirats en expresión que ha hecho fortuna, el proyecto independentista constituye "la última utopía disponible", lo que parece obligado plantearse, a la vista del incontrovertible dato que se acaba de mencionar, es: utopía, pero ¿de quién? Podríamos cruzar esto con la provocadora afirmación del millonario norteamericano Warren Buffet, en la que, lejos de desmentir la existencia de la lucha de clases, como suelen hacer los conservadores, sostenía, no solo que aquella seguía existiendo sino que, además, los ricos la iban ganando. Pues bien, del cruce de ambas afirmaciones surgiría un severo motivo para la reflexión.
Qué poco duró la indignación en casa del pobre. Con qué facilidad incluso un político tan ostentosamente incompetente como Artur Mas (baste con pensar el desastre electoral al que fue llevando, tenazmente, a su propio partido) pudo neutralizar las energías de tras*formación social representadas por el 15-M y reconducirlas, sin demasiado esfuerzo, a dónde le convenía a él y al sector económico cuyos intereses asumió desde el primer momento de manera explícita (ya saben, 'bussines friendly'). Qué poca resistencia ofrecieron quienes en su momento no se cansaban de proclamar "no nos representan", y ahora que por fin tocan poder no se termina de saber a quién representan ellos exactamente. Qué docilidad con los discursos hegemónicos en Cataluña mostraron algunos de estos recién llegados cuando vislumbraron la posibilidad de que una posición diferente al seguidismo respecto a tales discursos dañara sus ambiciones electorales futuras.
Hay que reflexionar sobre la penuria de esa izquierda que, ayuna de banderas propias, se acoge, presurosa, a las ajenas
Pero hay más en lo que se impone pensar. La izquierda debería dejar de entretenerse en generar formulaciones bobas, del tipo "el miedo ha cambiado de bando" y similares, para pasar a cuestionarse cómo puede ser que haya terminado comportándose con absoluta benevolencia con aquellos a los que en tiempos pasados denominaba sus enemigos de clase, y que hoy diríamos que están al otro lado de la brecha de la desigualdad.
Hay que reflexionar sobre la penuria de esa izquierda que, ayuna de banderas propias, se acoge, presurosa, a las ajenas. Parecería que, atrapada en la nostalgia de las movilizaciones que ella misma era capaz de promover en otro tiempo, tiende ahora a sumarse a cualquier otra que se pueda llevar a cabo, sea quien sea quien la convoque y sea cual sea el objetivo, como si diera por descontado que donde están las masas solo puede estar la razón y el bien (cuando la historia demuestra bien a las claras la falsedad de un convencimiento así). Con semejantes premisas, poco tiene de extraño que haya habido quienes desde una presunta izquierda han ofrecido, como señuelo para persuadir a los suyos de la conveniencia de participar en un referéndum tan escasamente democrático como el planteado para hoy por el Govern de la Generalitat, el argumento de que se trata de una movilización y, claro, ¿cómo va a estar alguien que se considere de izquierdas en contra de una movilización, máxime si además se la adjetiva como "popular"?
A quienes consideren persuasivo el cantinflismo puro y duro en el que ha derivado la acreditada locuacidad de Ada Colau, me siento incapaz, francamente, de razonarles nada. Pero a quienes, en otra facción de esa misma izquierda, creen todavía que la situación generada en Cataluña guarda algún parecido con las situaciones insurreccionales clásicas, a esos sí me permitiría recomendarles algo. Que volvieran a ver la no menos clásica película de Gillo Pontecorvo: 'Queimada'. En ella, como algunos recordarán, se narra la historia de la revuelta que tuvo lugar a principios del siglo XIX en la caribeña isla de Queimada, bajo dominio colonial portugués. Aprovechando el malestar de los esclavos de las vastas plantaciones de caña de azúcar, la burguesía local instigó una insurrección popular. Cuando esta por fin estalló, uno de aquellos criollos que hasta el día anterior había estado departiendo amigablemente con las autoridades portuguesas en los salones del palacio del gobernador corrió al balcón, atribuyéndose el liderazgo de lo que los auténticos desfavorecidos habían propiciado, y desde allí gritó "¡Viva Queimada libre!".
Seguro que ustedes, lectores inteligentes como son, establecerán sin dificultad los paralelismos entre los personajes del film de Pontecorvo y los protagonistas de la situación actual en Cataluña, especialmente en lo relativo a quienes representan en nuestros días a los oportunistas aprovechados y quienes a los orates útiles de la película. Y es probable también que saquen de esos paralelismos la misma conclusión que yo: por más que nos duela, Warren Buffet tenía razón. Vamos perdiendo.