Clavisto
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Almanzor fue posiblemente uno de los guerreros más despiadados que ha dado el arte militar. Otros grandes de la historia de esta terrible disciplina o extensión de la economía extrema, fueron más magnánimos e incluso caballerosos con el vencido. Almanzor no conocía la compasión.
Sus raíces alfaquíes –especialista en la interpretación de la sharia–, le crearon una patológica pequeñez de alma por su exceso rigorista. Para él, no existía el Allah generoso e indulgente. Hijo de un famoso y ejemplar asceta renunciante muy próximo a las avanzadas corrientes sufíes, practicante asimétrico del ideario de su ecuánime progenitor, escaló sin pudor hacia las cumbres del hedonismo cortesano sin reparar en medios. Ora conspiraba, ora seducía a conveniencia.
Tras manejar la Ceca cordobesa –fábrica de moneda– y hacer un roto a las cuentas del Califa, razón por la que sería destituido, consiguió lavar su honor a base de buenas cantidades de ungüento en metálico. Pero quiso el caprichoso destino que a la fin del Gran Califa Alhaken II, legara en su pequeño hijo Hisham de ocho años la dirección de aquel vasto imperio de cerca de 1.000.000 de Km2 que abarcaba no solo gran parte del norte del Maghreb sino que además incluía tres cuartas partes del territorio peninsular. Pero para entonces, Almanzor estaba ya muy subido.
Esta fuerza de la naturaleza se embarcó en más de cincuenta razzias o aceifas precedidas de una violencia inusual. Primero, la caballería andalusí practicaba descubiertas con sus certeros y bien entrenados arqueros bereberes y los terribles gazis –juramentados ante el Corán que limpiaban la tierra de inmundicia politeísta–, remataban la “faena”. No había capturas en esta primera etapa, todo era a sangre y fuego. Se preparaba al adversario con un mensaje nítido del horror como carta de presentación.
Más tarde, en una segunda oleada, se procedía a la captura de esclavos y al expolio de iglesias y castillos. Todos aquellos que no daban la talla para amortizar su captura como mano de obra de largo recorrido, eran pasados por las armas in situ y sin más preámbulos. El retorno a Córdoba no solo implicaba en ocasiones más de un millar de kilómetros de recorrido (caso de las aceifas de Barcelona, Santiago, Pamplona o León) sino que suponía que miríadas de prisioneros portaban el botín saqueado en las campañas de primavera y verano en condiciones muy penosas.
Finalmente el desideratum concluía con la quema de cosechas o tierra quemada y la condena al hambre de los que se habían ocultado en los montes. La tradicional repoblación impulsada por los castellanos principalmente en su discreta y sostenida expansión hacia Al Andalus, sería frenada en seco durante casi un siglo. La mera mención del nombre de Almanzor y sus salvajes incursiones en los reinos cristianos promovía en los orantes, plegarias musitadas en voz baja además de un respeto reverencial.
Una interpretación de la realidad, nos podría sugerir que Almanzor fue el líder crucial que el Califato de Córdoba necesitaba para evitar el colapso; otra bien distinta sería la de asumir sin más, el catálogo de horrores al que sometió a la indefensa población civil allá por donde pasaba.
Aunque las reglas bélicas del Islam prohibían taxativamente acabar con la vida de los no-combatientes (mujeres, monásticos, siervos, etc.), permitía saquear o destruir sus propiedades y tomarles como esclavos. Los infieles eran invitados a abrazar el Islam, más si después de tres días no lo aceptaban se les conminaba a pagar una capitulación legal (la yizya); en caso de rehusarla, se les podía rebanar el cuello con la venia de Allah. Salvo las mujeres, los niños, los dementes, los ancianos, los inválidos, los ciegos y los monjes que vivían retirados del mundo cruel en conventos o ermitas, no se salvaba ni el Tato .
Almanzor, un caso de violencia extrema amparado en la religión. Líder venerado para los suyos, terror para los vencidos. Un de la religión del amor vacío de principios, muy alejado de los postulados esenciales del islam.::
Conclusión, que Allah le tenga en la gloria castigado en un rincón.
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