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Nos ha sido aclarado estos días que no hay cosa más temida por las izquierdas que la exaltación sin complejos de los valores tradicionales que avanzan imparables en Europa. En esta España de la posverdad televisiva, o de la tergiversación sectaria de la realidad, no hay cosa que la izquierda tema más que a un dirigente de la derecha defender sin complejos lo que la crónica política ha criminalizado durante años. Los valores que aquí defendemos avanzan imparables en Europa y no hay suficientes diques democráticos para detenerlos. Es cuestión de tiempo que surja el hombre providencial que vertebre la rabia y la respuesta al desastre de millones de europeos. Retrasar lo inevitable es todo cuanto pueden hacer los que se aplican al objetivo de destruir nuestras sociedades occidentales con el arma biológica del marxismo cultural y la multiculturalidad. Lo pagarán muy caro y esperamos vivir lo suficiente para verlo.
La situación en España es desoladora, casi inconcebible: el Gobierno de España es hoy rehén de quienes cada día manifiestan que su objetivo inmediato es romper el país. Si Pablo Casado es capaz de honrar el discurso que le llevó a derrotar a la favorita y auparse hasta la presidencia de su partido, no solo saldrán ganando sus siglas, sino que lo hará toda España. No es tarea fácil. Dar cumplimiento a esa promesa regeneradora implica abandonar el mullido terreno del relativismo para entrar de lleno en el de la confrontación ideológica. Combatir con vigor los dogmas del pensamiento políticamente correcto, omnipresente hasta la náusea en la práctica totalidad de los medios de comunicación. Armarse de coraje intelectual y de munición argumental. Hacerse fuerte en determinadas posiciones de principios y defenderlas hasta el final, sin miedo a la crítica ni concesiones a la demoscopia. ¿Tendrá el joven Casado la valentía y la determinación necesarias para librar esas batallas? ¡Ojalá!
“Vuelve el PP”, anunció, triunfante, tras conocer su victoria. No especificó a qué PP se refería, aunque todos comprendimos que aludía a la formación surgida en 1990 de las cenizas unidas de UDC y AP. Al legado de Manuel Fraga y José María Aznar, que tuvo el valor de reivindicar, junto al del líder saliente, mientras todos los demás protagonistas del congreso se comportaban como si el partido hubiese surgido «ex novo» de la mano de Mariano Rajoy en 2004. Al proyecto que supo agrupar a una buena parte de la derecha en torno a unos valores firmes, posteriormente relegados al fondo de un cajón o directamente traicionados: la vida (indefensa en el caso de los no nacidos tras la proclamación y aceptación por parte del PP del derecho indiscriminado al aborto); la libertad e igualdad de las personas, al margen de su pertenencia a uno u otro grupo (incluido el sesso, invocado por Sáenz de Santamaría como gran argumento de campaña); la unidad inquebrantable de la nación consagrada en la Constitución, sin margen para «diálogos», cambalaches o tributos apaciguadores con cargo a nuestros impuestos (semejantes al pagado sin éxito en Cataluña por Cristóbal Montoro con la creación de un FLA sin fondo); el apoyo a la familia y a la natalidad, indispensable en este tiempo de glaciación demográfica; la lealtad con las víctimas del terrorismo (que siguen padeciendo la insoportable presencia de los herederos de ETA en todas las instituciones, a la vez que esperan justicia por más de 300 asesinatos sin resolver); una fiscalidad justa, muy distinta de la consistente en cargar sobre las espaldas de la clase media los costes de todas las crisis. Entendimos que invocaba el ideario tradicional de ese PP de antaño, deseoso de albergar con comodidad tanto a liberales como a conservadores. Deseoso de molestar y aun desafiar a esa izquierda nuestra tan pagada de sí misma y tan convencida de su superioridad jovenlandesal. Deseoso de reivindicarse sin complejos y reconocerse con orgullo en los símbolos que enarbolamos quienes amamos a España.
Ese PP dejó de existir hace años, arrastrado paulatinamente hacia un pragmatismo romo cada vez más relativista. Antes habían sido minados sus cimientos por una corrupción generalizada, que hemos ido descubriendo poco a poco con infinito ardor de estomago. Una gangrena simultáneamente económica y jovenlandesal, tanto más grave cuanto mayor fue el poder ostentado por sus portadores. Una enfermedad letal relacionada con la mayoría absoluta.
El PP al que apeló Casado puede y debe regresar, con todas las cautelas necesarias para que nunca vuelvan a adueñarse de él quienes van a la política a servirse en lugar de servir. Puede y debe rearmarse. Y puede y debe buscar aliados fiables, ajenos al separatismo traidor. Porque el principal enemigo, el gran enemigo de España, es el nacionalismo empeñado en robarnos nuestra patria. Casado representa, hoy por hoy, todo aquello por lo que millones de votantes defraudados por su partido decidieron votar a Ciudadanos en las próximas elecciones, sean las que fueren, locales, autonómicas o generales. Casado representa los valores de una derecha que hasta ahora ha tratado de disimularlos, avergonzada de su razón de ser, ignorando a sus votantes, a los que dan la cara por ella en el «territorio sioux» de los pueblos andaluces dominados por el régimen del PSOE, por poner un ejemplo.
Los compromisarios del PP entendieron el pasado fin de semana lo crucial, lo que realmente se dirime en España: desde el giro a la izquierda del zapaterismo y la irrupción de Podemos está en marcha un plan sectario para establecer una única visión aceptable del mundo, la del llamado progresismo. Todo lo que se aparte de ese pensamiento único, como las más normales y civilizadas ideas liberales, será tachado de «extrema derecha», tal y como ha dicho Sánchez en el Congreso. La izquierda domina además casi por completo la palanca más importante para modular la opinión pública, la televisión, convertida en España en su ariete merced a un panorama mediático único en Europa (diseñado precisamente por Santamaría).
Cabían dos posibles respuestas ante una operación de acoso al PP como la que auspician Sánchez, los comunistas antisistema de Podemos y los separatistas. Una estrategia, la que encarnaba Soraya, consistía en intentar parecerse un poquito al adversario. El sorayismo, cuya ideología es más light que un yogur desnatado, asumía en la práctica el grueso de la ingeniería social instaurada por el PSOE. Y en el tema vital de la unidad de España, lo ejercía con tanta prudencia que costaba percibirlo. La otra estrategia posible es la que representa Casado. Consiste en discrepar sin ambages de las banderas estelares del actual progresismo, como la eutanasia y el aborto, la subida de impuestos, el desapego ante la familia tradicional y el entreguismo ante los separatistas, conocido eufemísticamente como «diálogo». Confortaba escuchar a Casado soltando en alto verdades tan obvias —y tan proscritas— como que defender la vida no es una causa de derechas, sino de todo ser humano con conciencia; que apoyar la natalidad es garantizar el futuro de un país; que lo adecuado es bajar los impuestos y permitir que el ciudadano pueda manejar el dinero que gana con su esfuerzo; que España necesita defenderse de la amenaza golpista endureciendo el Código Penal.
Que Casado no caiga en la trampa de los que le recomiendan viajar hacia el centro. Es una muestra inequívoca de la derrota ideológica e intelectual del PP que sus líderes, para reivindicarse y ser aceptados en el club de la modernidad democrática, hayan tenido que reivindicar una y otra vez su viaje al centro, mientras sus rivales políticos presumían de probidad progresista. Sólo hay que leer estos días medios afines a la izquierda para colegir que lo que más temen es el rearme ideológico de la derecha, su asunción sin complejos del patriotismo identitario y su apuesta firme por la vida, por la unidad de España, por el humanismo cristiano, porque los padres, en todos los territorios de la nación, puedan elegir la lengua en la que estudien sus hijos. Tanto como por Casado nos alegramos por los defraudados votantes del PP que han tenido que tragar quina muchos años, avergonzados de la vergüenza ajena de sus dirigentes.
La esperanza que nos queda es que Casado no caiga en manos de los que viven del pesebre del PP y que señalan que defender esos valores son “de extrema derecha”. Apártese Casado de la cobardía contagiosa, la deserción y la traición sin escrúpulos de esos apesebrados y poco apreciables representantes del PP y abrace a sus compatriotas que, con una intuición extraordinaria, defienden la continuidad histórica y la identidad etnocultural de España.
Ni viaje al centro ni otros cuentos: lo que más teme la izquierda es una derecha rearmada ideológicamente, sin complejos y segura de sí misma
La situación en España es desoladora, casi inconcebible: el Gobierno de España es hoy rehén de quienes cada día manifiestan que su objetivo inmediato es romper el país. Si Pablo Casado es capaz de honrar el discurso que le llevó a derrotar a la favorita y auparse hasta la presidencia de su partido, no solo saldrán ganando sus siglas, sino que lo hará toda España. No es tarea fácil. Dar cumplimiento a esa promesa regeneradora implica abandonar el mullido terreno del relativismo para entrar de lleno en el de la confrontación ideológica. Combatir con vigor los dogmas del pensamiento políticamente correcto, omnipresente hasta la náusea en la práctica totalidad de los medios de comunicación. Armarse de coraje intelectual y de munición argumental. Hacerse fuerte en determinadas posiciones de principios y defenderlas hasta el final, sin miedo a la crítica ni concesiones a la demoscopia. ¿Tendrá el joven Casado la valentía y la determinación necesarias para librar esas batallas? ¡Ojalá!
“Vuelve el PP”, anunció, triunfante, tras conocer su victoria. No especificó a qué PP se refería, aunque todos comprendimos que aludía a la formación surgida en 1990 de las cenizas unidas de UDC y AP. Al legado de Manuel Fraga y José María Aznar, que tuvo el valor de reivindicar, junto al del líder saliente, mientras todos los demás protagonistas del congreso se comportaban como si el partido hubiese surgido «ex novo» de la mano de Mariano Rajoy en 2004. Al proyecto que supo agrupar a una buena parte de la derecha en torno a unos valores firmes, posteriormente relegados al fondo de un cajón o directamente traicionados: la vida (indefensa en el caso de los no nacidos tras la proclamación y aceptación por parte del PP del derecho indiscriminado al aborto); la libertad e igualdad de las personas, al margen de su pertenencia a uno u otro grupo (incluido el sesso, invocado por Sáenz de Santamaría como gran argumento de campaña); la unidad inquebrantable de la nación consagrada en la Constitución, sin margen para «diálogos», cambalaches o tributos apaciguadores con cargo a nuestros impuestos (semejantes al pagado sin éxito en Cataluña por Cristóbal Montoro con la creación de un FLA sin fondo); el apoyo a la familia y a la natalidad, indispensable en este tiempo de glaciación demográfica; la lealtad con las víctimas del terrorismo (que siguen padeciendo la insoportable presencia de los herederos de ETA en todas las instituciones, a la vez que esperan justicia por más de 300 asesinatos sin resolver); una fiscalidad justa, muy distinta de la consistente en cargar sobre las espaldas de la clase media los costes de todas las crisis. Entendimos que invocaba el ideario tradicional de ese PP de antaño, deseoso de albergar con comodidad tanto a liberales como a conservadores. Deseoso de molestar y aun desafiar a esa izquierda nuestra tan pagada de sí misma y tan convencida de su superioridad jovenlandesal. Deseoso de reivindicarse sin complejos y reconocerse con orgullo en los símbolos que enarbolamos quienes amamos a España.
Ese PP dejó de existir hace años, arrastrado paulatinamente hacia un pragmatismo romo cada vez más relativista. Antes habían sido minados sus cimientos por una corrupción generalizada, que hemos ido descubriendo poco a poco con infinito ardor de estomago. Una gangrena simultáneamente económica y jovenlandesal, tanto más grave cuanto mayor fue el poder ostentado por sus portadores. Una enfermedad letal relacionada con la mayoría absoluta.
El PP al que apeló Casado puede y debe regresar, con todas las cautelas necesarias para que nunca vuelvan a adueñarse de él quienes van a la política a servirse en lugar de servir. Puede y debe rearmarse. Y puede y debe buscar aliados fiables, ajenos al separatismo traidor. Porque el principal enemigo, el gran enemigo de España, es el nacionalismo empeñado en robarnos nuestra patria. Casado representa, hoy por hoy, todo aquello por lo que millones de votantes defraudados por su partido decidieron votar a Ciudadanos en las próximas elecciones, sean las que fueren, locales, autonómicas o generales. Casado representa los valores de una derecha que hasta ahora ha tratado de disimularlos, avergonzada de su razón de ser, ignorando a sus votantes, a los que dan la cara por ella en el «territorio sioux» de los pueblos andaluces dominados por el régimen del PSOE, por poner un ejemplo.
Los compromisarios del PP entendieron el pasado fin de semana lo crucial, lo que realmente se dirime en España: desde el giro a la izquierda del zapaterismo y la irrupción de Podemos está en marcha un plan sectario para establecer una única visión aceptable del mundo, la del llamado progresismo. Todo lo que se aparte de ese pensamiento único, como las más normales y civilizadas ideas liberales, será tachado de «extrema derecha», tal y como ha dicho Sánchez en el Congreso. La izquierda domina además casi por completo la palanca más importante para modular la opinión pública, la televisión, convertida en España en su ariete merced a un panorama mediático único en Europa (diseñado precisamente por Santamaría).
Cabían dos posibles respuestas ante una operación de acoso al PP como la que auspician Sánchez, los comunistas antisistema de Podemos y los separatistas. Una estrategia, la que encarnaba Soraya, consistía en intentar parecerse un poquito al adversario. El sorayismo, cuya ideología es más light que un yogur desnatado, asumía en la práctica el grueso de la ingeniería social instaurada por el PSOE. Y en el tema vital de la unidad de España, lo ejercía con tanta prudencia que costaba percibirlo. La otra estrategia posible es la que representa Casado. Consiste en discrepar sin ambages de las banderas estelares del actual progresismo, como la eutanasia y el aborto, la subida de impuestos, el desapego ante la familia tradicional y el entreguismo ante los separatistas, conocido eufemísticamente como «diálogo». Confortaba escuchar a Casado soltando en alto verdades tan obvias —y tan proscritas— como que defender la vida no es una causa de derechas, sino de todo ser humano con conciencia; que apoyar la natalidad es garantizar el futuro de un país; que lo adecuado es bajar los impuestos y permitir que el ciudadano pueda manejar el dinero que gana con su esfuerzo; que España necesita defenderse de la amenaza golpista endureciendo el Código Penal.
Que Casado no caiga en la trampa de los que le recomiendan viajar hacia el centro. Es una muestra inequívoca de la derrota ideológica e intelectual del PP que sus líderes, para reivindicarse y ser aceptados en el club de la modernidad democrática, hayan tenido que reivindicar una y otra vez su viaje al centro, mientras sus rivales políticos presumían de probidad progresista. Sólo hay que leer estos días medios afines a la izquierda para colegir que lo que más temen es el rearme ideológico de la derecha, su asunción sin complejos del patriotismo identitario y su apuesta firme por la vida, por la unidad de España, por el humanismo cristiano, porque los padres, en todos los territorios de la nación, puedan elegir la lengua en la que estudien sus hijos. Tanto como por Casado nos alegramos por los defraudados votantes del PP que han tenido que tragar quina muchos años, avergonzados de la vergüenza ajena de sus dirigentes.
La esperanza que nos queda es que Casado no caiga en manos de los que viven del pesebre del PP y que señalan que defender esos valores son “de extrema derecha”. Apártese Casado de la cobardía contagiosa, la deserción y la traición sin escrúpulos de esos apesebrados y poco apreciables representantes del PP y abrace a sus compatriotas que, con una intuición extraordinaria, defienden la continuidad histórica y la identidad etnocultural de España.
Ni viaje al centro ni otros cuentos: lo que más teme la izquierda es una derecha rearmada ideológicamente, sin complejos y segura de sí misma