Solidario García
Madmaxista
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Refugiados en Alemania | EL PAÍS
De norte a sur, de este a oeste. En los últimos dos años, Alemania está viviendo la inédita llegada de miles de migrantes menores que viajan solos. Sólo en 2016, el país ha recibido más de 52.000 solicitudes de asilo de chicos y chicas que han atravesado sin sus familias la ruta de los Balcanes unos, y la inmensidad del Mediterráneo, otros, según el Programa Europeo de Integración y Migración (EPIM, por sus siglas en inglés). Ante este desafío, la sociedad alemana encuentra caminos para tratar de integrar a estos jóvenes. En cada ciudad, en cada barrio, en cada comunidad brotan las iniciativas de acogida y apoyo. Pese a esta red ciudadana, la oleada migratoria —entre 2015 y 2016, más de un millón de migrantes pidieron asilo en Alemania— también ha dado pábulo al crecimiento de grupos xenófobos como Alternativa para Alemania (AfD), que centra su discurso en la expulsión de los extranjeros. Mientras tanto, la preocupación para los más jóvenes, tras un año de residencia en un país completamente ajeno, es solo una: asegurarse un futuro.
“Lo primero que hay que hacer es aprender alemán”, explica Alí, un afgano técnico de luces en un teatro local de aficionados que, tras vivir como refugiado en Irán, llegó a Bremen (noroeste de Alemania) junto a su hermano mayor hace 14 meses. “En Turquía trabajaba 15 horas al día en una granja”, se lamenta tras señalar el dedo corazón de su mano derecha: “Me lo corté limpiando una de las máquinas”, dice, un episodio que marcó el principio de su viaje. “Mi progenitora pagó 1.000 euros a la mafia y me metieron en una barca con otras 40 personas hacia Grecia. Fue el infierno”, relata. Alí acaba de cumplir 18 años y ha podido “por fin” dejar atrás un viejo hotel convertido en residencia, en el que viven otros 120 refugiados menores de edad, para entrar a vivir en un piso compartido con dos estudiantes alemanes de la Universidad de Bremen. “En el futuro perteneceré a aquí”, mira a su alrededor a través de sus gafas de pasta negras. Y es un pensamiento al que se han resignado ya la mayoría de las decenas de miles de jóvenes que llegaron entre 2015 y 2016 solos a Alemania. Volver no está en sus planes.
Lomine, argelino de 17 años, está haciendo unas prácticas como electromecánico en uno de los talleres de Peugeot, el afgano Alí en una empresa de informática de vanguardia, Mohamed en una empresa de construcción especializadaarreglando los tejados de los chalés adosados de una pequeña localidad en Baja Sajonia, Omar en una panadería ecológica… “¡Esto sí es integración!”, exclama sonriente Uwe Rosenberg, un extrabajador de correos que desde el verano de 2015 está invirtiendo su jubilación en conseguir que los menores no acompañados recuperen el futuro que ellos mismos creían perdido por el camino hacia la UE.
Y es que, según la Unicef (la agencia de la ONU para la protección de la infancia), “los menores no acompañados son las personas con más riesgo de sufrir abusos por el camino. Podrían caer en mafias de trabajo infantil o de explotación sensual o, incluso, de tráfico de órganos”. En Alemania, según los últimos datos oficiales publicados el pasado agosto por el Ministerio de Familia, hay 5.835 refugiados menores de edad en paradero desconocido. "Sin duda muchos habrán sido secuestrados para la explotación laboral, la sensual o el tráfico de órganos", adivinan los trabajadores sociales.
Pasados más de 13 meses de la oleada de llegadas de familias y niños que buscaban refugio en Alemania, Uwe ha conseguido asegurar el futuro de cientos de ellos junto a otras organizaciones como Seehaus y los proyectos que la Fundación Rey Balduino, patrocinador de este viaje, tiene alrededor del país. “Visité casi 100 empresas en Bremen y Baja Sajonia una a una para ofrecer los servicios de los chavales que tenían algún oficio en sus países de origen”, cuenta este sexagenario mientras conduce a través del paisaje portuario de las afueras de Bremen. La tarea “no es fácil”, reconoce, porque muchos empleadores tienen prejuicios contra los extranjeros. “Pero cuando ven que una empresa se lanza, le siguen otras muchas”, ilustra arrojando un poco de luz a todo el proceso. Y precisamente fue él, un actor aficionado, el que contrató a Alí como técnico de luces en su pequeño teatro local.
Alemania destaca por no tener un Calais como en Francia, o un Molenbeek como en Bélgica, o incluso un Ceuta o Melilla como en España, donde las devoluciones en caliente —ilegales, según la UE— se repiten día sí, día también. El país, en cambio, se esfuerza en todos los niveles para saber utilizar el activo que estos refugiados pueden aportar al crecimiento de la economía germana. Hasta la canciller Ángela Merkel intercedió personalmente ante las empresas para que contratasen a asilados el pasado verano. El resultado es casi invisible sin cifras oficiales, pero entre las bases de la sociedad, las pequeñas empresas y los municipios, es más que notable.
En Leonberg, una localidad de 45.000 habitantes a las afueras de Stuttgart, donde las avenidas suben y bajan amoldándose al terreno, más de 15 familias han iniciado un proyecto único en el país y, probablemente, en toda la UE. “Alemanes y refugiados viviendo bajo el mismo techo”, describe sonriente Thomas Röhm, líder del proyecto de la Fundación Hoffnungsträger que cuenta con una financiación pública y privada de más de 20 millones de euros. Este padre de familia —tiene cuatro hijos de entre tres y 12 años— se mudó hace dos meses a una casa en el primer piso de este particular edificio. Sus vecinos de enfrente son seis miembros de una familia afgana. Los de arriba son una familia de sirios. En total, 35 personas —18 refugiados y 17 alemanes— experimentan cada día el máximo de la integración. En el sótano comparten dos aulas de aprendizaje del idioma, en el jardín los niños juegan y ríen juntos, mezclados.
El de la Fundación Hoffnungsträger es un proyecto en expansión por el sur del país, a pesar de los obstáculos que ponen los xenófobos de Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán) a la construcción de estas casas, según uno de los residentes. “Sabemos que hay miembros y simpatizantes de AfD que intentan influir en la justicia para que no nos den las licencias de construcción”.
Para los más jóvenes, sin embargo, el reto por penetrar como uno más en la sociedad alemana es mayor, pues necesitan de un tutor, de un guía, casi de unos padres. “Necesitan un ambiente familiar” y no estar siempre entre ellos, en los centros de menores donde no aprenden la cultura y el idioma. Sarah, una joven siria cuya historia está llena de contradicciones, encontró en Altensteig una aldea que da la bienvenida a la Selva de color, el punto de partida para reiniciar su vida. “Quiero pensar como piensan los alemanes. Son muy distintos”, bromea al admitir que ha tenido que cambiar su actitud para volverse “algo más seria”. Ella tiene ahora seis hermanos más —dos afganos y cuatro eritreos— y unos nuevos padres: los Beck: Bärbel, de 49 años, y Martin, de 58. Profundamente creyentes y con diez años de experiencia profesional en Afganistán, regentan una casa propiedad de la Iglesia en este pequeño pueblo de 12.000 habitantes. Pero el Estado sabe que es la única forma de que estos menores sean ciudadanos plenos en el futuro y paga de 10.000 a 15.000 euros mensuales a los Beck para la manutención, sanidad y educación de todos ellos.
La organización Seehaus, con el religioso Tobias Merckle al frente, se encarga de encontrar a familias que cuiden de estos jóvenes que llegaron hace unos pocos meses solos a este país desconocido. “Es un desafío muy grande”, explica Bärbel justo antes de tocar una campanilla desde la cocina. Es la hora de comer y —se disculpa— “solo hablaremos en inglés o alemán”.
De norte a sur, de este a oeste. En los últimos dos años, Alemania está viviendo la inédita llegada de miles de migrantes menores que viajan solos. Sólo en 2016, el país ha recibido más de 52.000 solicitudes de asilo de chicos y chicas que han atravesado sin sus familias la ruta de los Balcanes unos, y la inmensidad del Mediterráneo, otros, según el Programa Europeo de Integración y Migración (EPIM, por sus siglas en inglés). Ante este desafío, la sociedad alemana encuentra caminos para tratar de integrar a estos jóvenes. En cada ciudad, en cada barrio, en cada comunidad brotan las iniciativas de acogida y apoyo. Pese a esta red ciudadana, la oleada migratoria —entre 2015 y 2016, más de un millón de migrantes pidieron asilo en Alemania— también ha dado pábulo al crecimiento de grupos xenófobos como Alternativa para Alemania (AfD), que centra su discurso en la expulsión de los extranjeros. Mientras tanto, la preocupación para los más jóvenes, tras un año de residencia en un país completamente ajeno, es solo una: asegurarse un futuro.
“Lo primero que hay que hacer es aprender alemán”, explica Alí, un afgano técnico de luces en un teatro local de aficionados que, tras vivir como refugiado en Irán, llegó a Bremen (noroeste de Alemania) junto a su hermano mayor hace 14 meses. “En Turquía trabajaba 15 horas al día en una granja”, se lamenta tras señalar el dedo corazón de su mano derecha: “Me lo corté limpiando una de las máquinas”, dice, un episodio que marcó el principio de su viaje. “Mi progenitora pagó 1.000 euros a la mafia y me metieron en una barca con otras 40 personas hacia Grecia. Fue el infierno”, relata. Alí acaba de cumplir 18 años y ha podido “por fin” dejar atrás un viejo hotel convertido en residencia, en el que viven otros 120 refugiados menores de edad, para entrar a vivir en un piso compartido con dos estudiantes alemanes de la Universidad de Bremen. “En el futuro perteneceré a aquí”, mira a su alrededor a través de sus gafas de pasta negras. Y es un pensamiento al que se han resignado ya la mayoría de las decenas de miles de jóvenes que llegaron entre 2015 y 2016 solos a Alemania. Volver no está en sus planes.
Lomine, argelino de 17 años, está haciendo unas prácticas como electromecánico en uno de los talleres de Peugeot, el afgano Alí en una empresa de informática de vanguardia, Mohamed en una empresa de construcción especializadaarreglando los tejados de los chalés adosados de una pequeña localidad en Baja Sajonia, Omar en una panadería ecológica… “¡Esto sí es integración!”, exclama sonriente Uwe Rosenberg, un extrabajador de correos que desde el verano de 2015 está invirtiendo su jubilación en conseguir que los menores no acompañados recuperen el futuro que ellos mismos creían perdido por el camino hacia la UE.
Y es que, según la Unicef (la agencia de la ONU para la protección de la infancia), “los menores no acompañados son las personas con más riesgo de sufrir abusos por el camino. Podrían caer en mafias de trabajo infantil o de explotación sensual o, incluso, de tráfico de órganos”. En Alemania, según los últimos datos oficiales publicados el pasado agosto por el Ministerio de Familia, hay 5.835 refugiados menores de edad en paradero desconocido. "Sin duda muchos habrán sido secuestrados para la explotación laboral, la sensual o el tráfico de órganos", adivinan los trabajadores sociales.
Pasados más de 13 meses de la oleada de llegadas de familias y niños que buscaban refugio en Alemania, Uwe ha conseguido asegurar el futuro de cientos de ellos junto a otras organizaciones como Seehaus y los proyectos que la Fundación Rey Balduino, patrocinador de este viaje, tiene alrededor del país. “Visité casi 100 empresas en Bremen y Baja Sajonia una a una para ofrecer los servicios de los chavales que tenían algún oficio en sus países de origen”, cuenta este sexagenario mientras conduce a través del paisaje portuario de las afueras de Bremen. La tarea “no es fácil”, reconoce, porque muchos empleadores tienen prejuicios contra los extranjeros. “Pero cuando ven que una empresa se lanza, le siguen otras muchas”, ilustra arrojando un poco de luz a todo el proceso. Y precisamente fue él, un actor aficionado, el que contrató a Alí como técnico de luces en su pequeño teatro local.
Alemania destaca por no tener un Calais como en Francia, o un Molenbeek como en Bélgica, o incluso un Ceuta o Melilla como en España, donde las devoluciones en caliente —ilegales, según la UE— se repiten día sí, día también. El país, en cambio, se esfuerza en todos los niveles para saber utilizar el activo que estos refugiados pueden aportar al crecimiento de la economía germana. Hasta la canciller Ángela Merkel intercedió personalmente ante las empresas para que contratasen a asilados el pasado verano. El resultado es casi invisible sin cifras oficiales, pero entre las bases de la sociedad, las pequeñas empresas y los municipios, es más que notable.
En Leonberg, una localidad de 45.000 habitantes a las afueras de Stuttgart, donde las avenidas suben y bajan amoldándose al terreno, más de 15 familias han iniciado un proyecto único en el país y, probablemente, en toda la UE. “Alemanes y refugiados viviendo bajo el mismo techo”, describe sonriente Thomas Röhm, líder del proyecto de la Fundación Hoffnungsträger que cuenta con una financiación pública y privada de más de 20 millones de euros. Este padre de familia —tiene cuatro hijos de entre tres y 12 años— se mudó hace dos meses a una casa en el primer piso de este particular edificio. Sus vecinos de enfrente son seis miembros de una familia afgana. Los de arriba son una familia de sirios. En total, 35 personas —18 refugiados y 17 alemanes— experimentan cada día el máximo de la integración. En el sótano comparten dos aulas de aprendizaje del idioma, en el jardín los niños juegan y ríen juntos, mezclados.
El de la Fundación Hoffnungsträger es un proyecto en expansión por el sur del país, a pesar de los obstáculos que ponen los xenófobos de Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán) a la construcción de estas casas, según uno de los residentes. “Sabemos que hay miembros y simpatizantes de AfD que intentan influir en la justicia para que no nos den las licencias de construcción”.
Para los más jóvenes, sin embargo, el reto por penetrar como uno más en la sociedad alemana es mayor, pues necesitan de un tutor, de un guía, casi de unos padres. “Necesitan un ambiente familiar” y no estar siempre entre ellos, en los centros de menores donde no aprenden la cultura y el idioma. Sarah, una joven siria cuya historia está llena de contradicciones, encontró en Altensteig una aldea que da la bienvenida a la Selva de color, el punto de partida para reiniciar su vida. “Quiero pensar como piensan los alemanes. Son muy distintos”, bromea al admitir que ha tenido que cambiar su actitud para volverse “algo más seria”. Ella tiene ahora seis hermanos más —dos afganos y cuatro eritreos— y unos nuevos padres: los Beck: Bärbel, de 49 años, y Martin, de 58. Profundamente creyentes y con diez años de experiencia profesional en Afganistán, regentan una casa propiedad de la Iglesia en este pequeño pueblo de 12.000 habitantes. Pero el Estado sabe que es la única forma de que estos menores sean ciudadanos plenos en el futuro y paga de 10.000 a 15.000 euros mensuales a los Beck para la manutención, sanidad y educación de todos ellos.
La organización Seehaus, con el religioso Tobias Merckle al frente, se encarga de encontrar a familias que cuiden de estos jóvenes que llegaron hace unos pocos meses solos a este país desconocido. “Es un desafío muy grande”, explica Bärbel justo antes de tocar una campanilla desde la cocina. Es la hora de comer y —se disculpa— “solo hablaremos en inglés o alemán”.