old man of the mountain
Madmaxista
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Shiandalus: África en el sistema multipolar
En el nuevo orden multipolar, en plena fase de consolidación, África corre el riesgo de convertirse, por razones económicas y geoestratégicas, en la apuesta entre el sistema occidental guiado por Estados Unidos y las potencias eurasiáticas, Rusia, China e India. Con el fin de evitar y obstaculizar tal eventualidad, y sobre todo para adquirir una determinante función global a medio y largo plazo, la integración continental de África parece una necesidad y un desafío, a los cuales han de dar respuesta urgentemente las clases dirigentes africanas.
De forma verosímil, tal integración se debería configurar sobre una base regional, siguiendo tres directrices principales, constituidas respectivamente por el Mar Mediterráneo, el Océano Índico y el Océano Atlántico.
La multipolaridad: un escenario en vía de consolidación
Múltiples factores, entre los que se encuentran principalmente:
a) la incapacidad estadounidense de gestionar la fase post-bipolar surgida tras el colapso soviético;
b) la reafirmación de Rusia llevada a cabo por pilinguin y consolidada por Medvedev;
c) el crecimiento económico y el peso político que han alcanzado dos naciones-continentes como China e India;
d) la desvinculación de algunos países importantes de la América meridional de la tutela de Washington, han planteado las condiciones previas para la constitución de un sistema multipolar.
El nuevo escenario geopolítico, después de una primera fase de gestación por otra parte continuamente minada por Washington, Londres y por las oligarquías europeas a cuya cabeza se encuentran Sarkozy y Merkel, está en estos momentos en vías de consolidación, gracias a las continuas actividades de colaboración que tienen lugar entre Moscú, Pekín y Nueva Delhi en relación con grandes temas cruciales, como los siguientes: el aprovisionamiento y la distribución de recursos energéticos, la seguridad continental, la soluciones que se van adoptando con respecto a la crisis económica-financiera, el refuerzo de algunas instituciones de valor multi-regional, o incluso continental, como, por ejemplo, la organización para la cooperación de Shangai, las posturas realistas sobre varias cuestiones impuestas por EE.UU. en el debate internacional, desde la referente al tema nuclear iraní hasta la temática de los derechos humanos en China, Rusia, Irán y últimamente también en India (1).
Más allá del proceso de integración eurasiático, es preciso indicar que el nuevo marco internacional se va consolidando ulteriormente también por efecto de los acuerdos estratégicos que algunos países eurasiáticos (Rusia, Irán y China) han alcanzado con importantes naciones sudamericanas como Brasil, Venezuela y Argentina, en el ámbito económico y en algunos casos también en el militar.
A la luz de las consideraciones que acabamos de exponer, los rasgos que distinguen el nuevo marco geopolítico parecen ser esencialmente dos:
uno –relativo a la constitución y a la existencia misma del nuevo orden internacional– parece surgir de la sinergia de intenciones que animan a los mayores países eurasiáticos y a los países de la América indiolatina. Los desiderata de las élites dirigentes de Moscú, Pekín, Nueva Delhi, Teherán y últimamente también Ankara (2) convergen con los de Brasilia, Caracas y Buenos Aires y tienden a materializarse en prácticas geopolíticas que prevén, a través de relaciones estratégicas, el desclasamiento de EEUU, que de potencia mundial pasaría a potencia regional.
A finales de la primera década del siglo actual, Eurasia y la América indiolatina (3) parecen constituir los pilares sobre los que se apoya el actual sistema internacional. Sobre la integración interna, o mejor, sobre el grado de cohesión interno de las dos grandes masas continentales, muy probablemente, se disputará a medio y largo plazo toda la apuesta multipolar.
El otro rasgo que, a nuestro juicio, se referiría a la naturaleza del nuevo contexto geopolítico, parece consistir en la articulación continentalista con la que éste tiende a manifestarse (4)
Ante la consolidación de tal escenario nuevo, sin embargo, hay que tener presente que el sistema occidental guiado por EEUU, aunque esté en fase declinante, o quizás precisamente por eso, parece acentuar, pese a la retórica de la nueva administración, su carácter expansionista y agresivo. Esto no solo alimentará los actuales enfrentamientos, sino que generará otros adicionales, que, con verosimilitud, se descargarán en las áreas geopolítica y geoestratégicamente más frágiles. Y África es una de ellas.
La fragilidad de África y la penetración estadounidense en el hemisferio sur
En tal marco de referencia altamente cargado de tensiones ya que, como hemos puesto de relieve anteriormente, está determinado por la contraposición entre el nuevo sistema multipolar en fase de acelerada definición y el sistema centrado en EE.UU, a África le resulta difícil encontrar una posición propia clara, por tanto, le cuesta concebirse como una entidad geopolítica unitaria, si bien muy compleja, si atendemos a las profundas y variadas deshomogeneidades culturales, étnicas, confesionales, climáticas, económicas y sociales que todo el continente presenta (5).
Sin embargo, desde el lejano 1919 (por tanto, en un contexto completamente distinto, pero también entonces en fase de tras*ición, vale la pena subrayarlo) con la conferencia de París, los jovenlandeses expresan la necesidad de unificar su continente (6).
Anteriormente, el movimiento panafricanista, surgido en EE.UU y en las Antillas a finales del siglo XIX sobre la base de las ideas del mestizo americano William Edward Burghardt Du Bois, cantor de movimiento ‘pan-neցro’, y del jamaicano Marcus Garvey, creador del lema ‘retorno a África’ y del llamado ‘sionismo neցro’, trataba principalmente de la unidad cultural de los pueblos jovenlandeses. En el plano netamente político, el movimiento panafricanista contribuyó, durante el proceso de descolonización, a la creación de la ‘Organización de la unidad del sur muy sur’, hoy conocida como ‘Unión del sur muy sur’.
En nuestros días, después de casi un siglo de cumbres y conferencias no concluyentes dedicadas a la unidad (o a la integración) continental (entendida y teorizada de formas distintas), los obstáculos que se interponen para su realización parecen residir en las habituales cuestiones histórico-políticas nunca resueltas que comprenden, entre otras cosas, los clásicos problemas relativos a la ausencia de infraestructuras, a la fragmentación política en estados modulados según el paradigma occidental (7), a la incapacidad de las clases dirigentes locales para gestionar los diversos tribalismos en una lógica unitaria y pro continental, a la herencia colonial y, sobre todo, a los apetitos occidentales, adicionalmente aumentados en estos últimos años, en virtud de la sinérgica política del sur muy sur llevada a cabo por EE.UU. y su aliado regional, Israel (8).
Una lectura veloz y superficial de los acontecimientos jovenlandeses llevaría al analista a añadir a los apetitos occidentales también los apetitos chinos, rusos e indios. A tal respecto, sin embargo, hay que observar que los intereses asiáticos, o mejor, eurasiáticos en África tienen un valor particular del que, a la larga, se beneficiaría precisamente África en su conjunto, ya que facilitaría su inserción en el nuevo sistema multipolar y, por tanto, lo situaría geopolíticamente en la masa continental eurasiática. África, en tal escenario futuro, constituiría el tercer polo del espacio euro-afro-asiático.
Washington, en el último año de la administración Bush, empantanado en los conflictos mediorientales (Iraq y Afganistán), obstaculizado por Rusia y China en su marcha de aproximación hacia las repúblicas centroasiáticas, habiendo perdido, junto a Londres y la Unión Europea, la partida en la disputa ruso-ucraniana sobre el gas, habiendo salido con cabeza gacha de la aventura georgiana (agosto de 2008), habiendo digerido mal la autonomía turca sobre la proyectación del South Stream (9), ha intensificado su política exterior en el sur del planeta, respectivamente en la América meridional y en África.
En el curso del bienio 2007-2008, EE.UU. ha tratado de desarticular el BRIC (Brasil, Rusia, India y China), el nuevo eje geoeconómico que se ha establecido entre Eurasia y la América Indiolatina, y ha tratado de minar los acuerdos orientados a la integración sudamericana, presionando principalmente a Brasil y a Venezuela. En tal estrategia, que podemos definir como ‘estrategia para la recuperación del control del patio trastero’, se sitúan, por ejemplo, tanto la reexhumación de la Cuarta Flota, como episodios como el de los movimientos secesionistas en la región de la media luna boliviana, orquestados, según diversos analistas sudamericanos, entre ellos el brasileño Moniz Bandeira, precisamente por Washington.
Tal renovado interés estadounidense por el control de la América meridional, iniciado por la precedente administración republicana, es igualmente continuado por la actual administración, guiada por el demócrata Obama, como han demostrado dos casos emblemáticos: el de la intromisión estadounidense en el golpe de estado de Honduras y, sobre todo, el de la instalación de bases militares en Colombia.
Respecto a la corriente penetración estadounidense en África, ésta es para EE.UU. un pasaje obligado debido a tres razones principales.
Una se refiere a la cuestión energética. Según un estudio encargado en el año 2000 por el National Intelligence Council a algunos expertos, EE.UU. espera poder disfrutar para el 2015 de al menos el 25% de petróleo procedente de África (10). La búsqueda y el control de fuentes energéticas en África responden a dos exigencias consideradas prioritarias por Washington y por los grupos petroleros que dirigen y sustentan su política energética (11). La primera exigencia deriva obviamente de las estrategias destinadas a buscar fuentes de aprovisionamiento energético, diversificadas y alternativas a las mediorientales; la segunda, en cambio, afecta a la protección de la función hegemónica, que EE.UU. adquirió durante el siglo pasado, en referencia al control y a la distribución de los recursos energéticos mundiales. Tal función atraviesa actualmente una fase muy crítica, a causa de las recientes y sinérgicas políticas llevadas a cabo por Rusia, China y por algunos países sudamericanos en el sector energético.
El antagonista en África de EE.UU. es, como se sabe, China. La República Popular China, en la última década, ha reforzado e implementado las relaciones y el lanzamiento de inversiones, en particular, en infraestructuras en el continente africano, prosiguiendo, por otra parte, una política puesta en marcha ya durante la Guerra Fría.
China no sólo está interesada en el petróleo africano, sino también en el gas (12) y en los materiales considerados estratégicos para su desarrollo como el carbón, el cobalto y el cobre.
En el frente energético, un ejemplo, importante para las consecuencias sobre las relaciones entre las potencias de China y EE.UU., lo proporciona la fundamental contribución china a Sudán para la exportación del petróleo.
Sudán, como se sabe, gracias a la ayuda china exporta petróleo desde 1999; esto ha llevado a que Jartum reciba las ‘particulares’ atenciones y cuidados de Washington. Recientemente (27 de octubre de 2009), la Casa Blanca ha renovado formalmente las sanciones económicas a Sudán por la cuestión de los derechos de las poblaciones de Darfur.
La otra razón por la cual la política del sur muy sur constituye una de las prioridades estadounidenses de la próxima década es de orden geopolítico y estratégico. En medio de la actual crisis económico-financiera, Washington debería, en cuanto gran actor global, dirigir sus esfuerzos hacia el mantenimiento de sus posiciones en el tablero global, a riesgo de que, en el mejor de los casos, tenga lugar una rápida reducción de su papel a potencia regional media, o, en el peor, un desastroso colapso, difícil de superar a corto plazo.
Sin embargo, en línea con la tradicional geopolítica expansionista que desde siempre caracteriza sus relaciones con las otras partes del planeta, Washington ha elegido a África como amplio espacio de maniobra, desde el cual relanzar su peso militar en el plano global con el fin de disputar a las potencias asiáticas la primacía mundial.
En tal aventurada iniciativa, Washington obviamente implicará a toda Europa. La nueva política estadounidense en África se debe al hecho de que EE.UU. encuentra cerradas dos de las principales vías anteriormente elegidas para acceder al espacio eurasiático: la Europa centroriental y Oriente Próximo y Medio. La primera vía, tras la ráfaga de victoriosas revoluciones coloradas que habían atraído al espacio geopolítico hegemonizado por EE.UU. a los países del exterior próximo ruso (la llamada Nueva Europa), parece por ahora un camino difícil de seguir, ya que Moscú ha elevado el nivel de guardia.
A tal respecto, son indicativas las dificultades encontradas por EE.UU. en la cuestión del escudo espacial.
La segunda vía es la trazada, ya desde hace años, por la doctrina llamada del Gran Oriente Medio: control total del mar Mediterráneo, eliminación de Irak, ocupación militar de Afganistán, penetración en las repúblicas centroasiáticas.
La aplicación de esta doctrina geopolítica, sin embargo, no ha producido los resultados que Washington y el Vaticano esperaban en tiempos razonablemente breves, sino que, al contrario, se ha revelado negativa a causa del duradero y desgastador conflicto afgano y de la no resuelta cuestión iraquí y, sobre todo, de la política eurasiática de Moscú, orientada a recuperar prestigio e importancia en el espacio centroasiático.
La tercera razón, finalmente, es de orden preventivo. Está conectada a la política que actualmente los Estados Unidos conducen en el hemisferio meridional del planeta, con el fin de invalidar el eje sur-sur, fatigosamente en vías de definición entre muchas naciones africanas y sudamericanas.
Los principales jefes de Estado de la América indiolatina y de África han vuelto a confirmar recientemente, en septiembre de 2009, durante la cumbre de Isla Margarita (Venezuela) la voluntad de continuar en el proyecto estratégico de ‘‘cooperación sur-sur’’ entre África y América meridional puesto en marcha en diciembre de 2006 en Nigeria, en Abuja.
Los instrumentos de penetración que Washington ha adoptado para controlar el espacio africano son de tres órdenes:
de orden militar, a través del AFRICOM (13), es decir, el Mando militar de los Estados Unidos para África, creado en 2007 y activado al año siguiente ;
de orden económico-financiero (véase el caso de las sanciones a Sudán y la intromisión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en las relaciones entre la República Democrática del Congo y China) (14) ;
y, finalmente, otro referente a la estrategia de comunicación ejemplificada gráficamente por los ya considerados ‘históricos’ discursos de Obama pronunciados respectivamente en Cairo y Accra.
Sobre el plano militar, es importante observar que la penetración estadounidense parece privilegiar, como cabeza de puente para neutralizar a Sudán y a la República democrática del Congo, el área constituida por Tanzania, Burundi, Kenia, Uganda y Ruanda. Hay que subrayar que el control militar total constituye una importante pieza en la estrategia estadounidense para la hegemonía del océano Índico. Las directrices geopolíticas de África para el siglo XXI.
Pese a las dificultades que obstaculizan hoy su unificación geopolítica, África, con el fin de salvaguardar sus propios recursos y mantenerse fuera de las disputas entre EE.UU., China y, muy probablemente, Rusia e India –disputas que se resolverán precisamente sobre su territorio –necesita organizarse, al menos regionalmente, según tres directrices principales que pivotan respectivamente sobre la orilla mediterránea, sobre el Océano Índico y sobre el Atlántico.
La activación de políticas de cooperación económica y estratégica, al menos en lo referente a seguridad, entre los países norteafricanos y Europa, por un lado, y, por otro, lo mismo con India ( a tal respecto, hay que hacer referencia a la Declaración de Delhi, firmada durante la Cumbre 2008 India-África) (15) , además de cohesionar las regiones africanas implicadas, predispondría las bases para una futura y potencial unificación continental articulada sobre polos regionales e insertada en un más amplio contexto euro-afro-asiático.
Igualmente, la directriz atlántica, es decir, la continuación de una cooperación estratégica sur-sur entre África y la América indiolatina, favorecería, en este caso, la cohesión de las regiones del África occidental, y contribuiría a la unificación del continente. En particular, el desarrollo de la directriz atlántica reforzaría el peso africano con respecto a Asia, y con respecto a China en primer lugar
La deseable integración de África –realistamente posible sólo si se estructura sobre polos regionales– evoca el desarrollo histórico, anterior al periodo colonial, de las formaciones políticas auténticamente africanas, que, conviene recordarlo, han tenido lugar precisamente sobre bases regionales (16).
En el nuevo orden multipolar, en plena fase de consolidación, África corre el riesgo de convertirse, por razones económicas y geoestratégicas, en la apuesta entre el sistema occidental guiado por Estados Unidos y las potencias eurasiáticas, Rusia, China e India. Con el fin de evitar y obstaculizar tal eventualidad, y sobre todo para adquirir una determinante función global a medio y largo plazo, la integración continental de África parece una necesidad y un desafío, a los cuales han de dar respuesta urgentemente las clases dirigentes africanas.
De forma verosímil, tal integración se debería configurar sobre una base regional, siguiendo tres directrices principales, constituidas respectivamente por el Mar Mediterráneo, el Océano Índico y el Océano Atlántico.
La multipolaridad: un escenario en vía de consolidación
Múltiples factores, entre los que se encuentran principalmente:
a) la incapacidad estadounidense de gestionar la fase post-bipolar surgida tras el colapso soviético;
b) la reafirmación de Rusia llevada a cabo por pilinguin y consolidada por Medvedev;
c) el crecimiento económico y el peso político que han alcanzado dos naciones-continentes como China e India;
d) la desvinculación de algunos países importantes de la América meridional de la tutela de Washington, han planteado las condiciones previas para la constitución de un sistema multipolar.
El nuevo escenario geopolítico, después de una primera fase de gestación por otra parte continuamente minada por Washington, Londres y por las oligarquías europeas a cuya cabeza se encuentran Sarkozy y Merkel, está en estos momentos en vías de consolidación, gracias a las continuas actividades de colaboración que tienen lugar entre Moscú, Pekín y Nueva Delhi en relación con grandes temas cruciales, como los siguientes: el aprovisionamiento y la distribución de recursos energéticos, la seguridad continental, la soluciones que se van adoptando con respecto a la crisis económica-financiera, el refuerzo de algunas instituciones de valor multi-regional, o incluso continental, como, por ejemplo, la organización para la cooperación de Shangai, las posturas realistas sobre varias cuestiones impuestas por EE.UU. en el debate internacional, desde la referente al tema nuclear iraní hasta la temática de los derechos humanos en China, Rusia, Irán y últimamente también en India (1).
Más allá del proceso de integración eurasiático, es preciso indicar que el nuevo marco internacional se va consolidando ulteriormente también por efecto de los acuerdos estratégicos que algunos países eurasiáticos (Rusia, Irán y China) han alcanzado con importantes naciones sudamericanas como Brasil, Venezuela y Argentina, en el ámbito económico y en algunos casos también en el militar.
A la luz de las consideraciones que acabamos de exponer, los rasgos que distinguen el nuevo marco geopolítico parecen ser esencialmente dos:
uno –relativo a la constitución y a la existencia misma del nuevo orden internacional– parece surgir de la sinergia de intenciones que animan a los mayores países eurasiáticos y a los países de la América indiolatina. Los desiderata de las élites dirigentes de Moscú, Pekín, Nueva Delhi, Teherán y últimamente también Ankara (2) convergen con los de Brasilia, Caracas y Buenos Aires y tienden a materializarse en prácticas geopolíticas que prevén, a través de relaciones estratégicas, el desclasamiento de EEUU, que de potencia mundial pasaría a potencia regional.
A finales de la primera década del siglo actual, Eurasia y la América indiolatina (3) parecen constituir los pilares sobre los que se apoya el actual sistema internacional. Sobre la integración interna, o mejor, sobre el grado de cohesión interno de las dos grandes masas continentales, muy probablemente, se disputará a medio y largo plazo toda la apuesta multipolar.
El otro rasgo que, a nuestro juicio, se referiría a la naturaleza del nuevo contexto geopolítico, parece consistir en la articulación continentalista con la que éste tiende a manifestarse (4)
Ante la consolidación de tal escenario nuevo, sin embargo, hay que tener presente que el sistema occidental guiado por EEUU, aunque esté en fase declinante, o quizás precisamente por eso, parece acentuar, pese a la retórica de la nueva administración, su carácter expansionista y agresivo. Esto no solo alimentará los actuales enfrentamientos, sino que generará otros adicionales, que, con verosimilitud, se descargarán en las áreas geopolítica y geoestratégicamente más frágiles. Y África es una de ellas.
La fragilidad de África y la penetración estadounidense en el hemisferio sur
En tal marco de referencia altamente cargado de tensiones ya que, como hemos puesto de relieve anteriormente, está determinado por la contraposición entre el nuevo sistema multipolar en fase de acelerada definición y el sistema centrado en EE.UU, a África le resulta difícil encontrar una posición propia clara, por tanto, le cuesta concebirse como una entidad geopolítica unitaria, si bien muy compleja, si atendemos a las profundas y variadas deshomogeneidades culturales, étnicas, confesionales, climáticas, económicas y sociales que todo el continente presenta (5).
Sin embargo, desde el lejano 1919 (por tanto, en un contexto completamente distinto, pero también entonces en fase de tras*ición, vale la pena subrayarlo) con la conferencia de París, los jovenlandeses expresan la necesidad de unificar su continente (6).
Anteriormente, el movimiento panafricanista, surgido en EE.UU y en las Antillas a finales del siglo XIX sobre la base de las ideas del mestizo americano William Edward Burghardt Du Bois, cantor de movimiento ‘pan-neցro’, y del jamaicano Marcus Garvey, creador del lema ‘retorno a África’ y del llamado ‘sionismo neցro’, trataba principalmente de la unidad cultural de los pueblos jovenlandeses. En el plano netamente político, el movimiento panafricanista contribuyó, durante el proceso de descolonización, a la creación de la ‘Organización de la unidad del sur muy sur’, hoy conocida como ‘Unión del sur muy sur’.
En nuestros días, después de casi un siglo de cumbres y conferencias no concluyentes dedicadas a la unidad (o a la integración) continental (entendida y teorizada de formas distintas), los obstáculos que se interponen para su realización parecen residir en las habituales cuestiones histórico-políticas nunca resueltas que comprenden, entre otras cosas, los clásicos problemas relativos a la ausencia de infraestructuras, a la fragmentación política en estados modulados según el paradigma occidental (7), a la incapacidad de las clases dirigentes locales para gestionar los diversos tribalismos en una lógica unitaria y pro continental, a la herencia colonial y, sobre todo, a los apetitos occidentales, adicionalmente aumentados en estos últimos años, en virtud de la sinérgica política del sur muy sur llevada a cabo por EE.UU. y su aliado regional, Israel (8).
Una lectura veloz y superficial de los acontecimientos jovenlandeses llevaría al analista a añadir a los apetitos occidentales también los apetitos chinos, rusos e indios. A tal respecto, sin embargo, hay que observar que los intereses asiáticos, o mejor, eurasiáticos en África tienen un valor particular del que, a la larga, se beneficiaría precisamente África en su conjunto, ya que facilitaría su inserción en el nuevo sistema multipolar y, por tanto, lo situaría geopolíticamente en la masa continental eurasiática. África, en tal escenario futuro, constituiría el tercer polo del espacio euro-afro-asiático.
Washington, en el último año de la administración Bush, empantanado en los conflictos mediorientales (Iraq y Afganistán), obstaculizado por Rusia y China en su marcha de aproximación hacia las repúblicas centroasiáticas, habiendo perdido, junto a Londres y la Unión Europea, la partida en la disputa ruso-ucraniana sobre el gas, habiendo salido con cabeza gacha de la aventura georgiana (agosto de 2008), habiendo digerido mal la autonomía turca sobre la proyectación del South Stream (9), ha intensificado su política exterior en el sur del planeta, respectivamente en la América meridional y en África.
En el curso del bienio 2007-2008, EE.UU. ha tratado de desarticular el BRIC (Brasil, Rusia, India y China), el nuevo eje geoeconómico que se ha establecido entre Eurasia y la América Indiolatina, y ha tratado de minar los acuerdos orientados a la integración sudamericana, presionando principalmente a Brasil y a Venezuela. En tal estrategia, que podemos definir como ‘estrategia para la recuperación del control del patio trastero’, se sitúan, por ejemplo, tanto la reexhumación de la Cuarta Flota, como episodios como el de los movimientos secesionistas en la región de la media luna boliviana, orquestados, según diversos analistas sudamericanos, entre ellos el brasileño Moniz Bandeira, precisamente por Washington.
Tal renovado interés estadounidense por el control de la América meridional, iniciado por la precedente administración republicana, es igualmente continuado por la actual administración, guiada por el demócrata Obama, como han demostrado dos casos emblemáticos: el de la intromisión estadounidense en el golpe de estado de Honduras y, sobre todo, el de la instalación de bases militares en Colombia.
Respecto a la corriente penetración estadounidense en África, ésta es para EE.UU. un pasaje obligado debido a tres razones principales.
Una se refiere a la cuestión energética. Según un estudio encargado en el año 2000 por el National Intelligence Council a algunos expertos, EE.UU. espera poder disfrutar para el 2015 de al menos el 25% de petróleo procedente de África (10). La búsqueda y el control de fuentes energéticas en África responden a dos exigencias consideradas prioritarias por Washington y por los grupos petroleros que dirigen y sustentan su política energética (11). La primera exigencia deriva obviamente de las estrategias destinadas a buscar fuentes de aprovisionamiento energético, diversificadas y alternativas a las mediorientales; la segunda, en cambio, afecta a la protección de la función hegemónica, que EE.UU. adquirió durante el siglo pasado, en referencia al control y a la distribución de los recursos energéticos mundiales. Tal función atraviesa actualmente una fase muy crítica, a causa de las recientes y sinérgicas políticas llevadas a cabo por Rusia, China y por algunos países sudamericanos en el sector energético.
El antagonista en África de EE.UU. es, como se sabe, China. La República Popular China, en la última década, ha reforzado e implementado las relaciones y el lanzamiento de inversiones, en particular, en infraestructuras en el continente africano, prosiguiendo, por otra parte, una política puesta en marcha ya durante la Guerra Fría.
China no sólo está interesada en el petróleo africano, sino también en el gas (12) y en los materiales considerados estratégicos para su desarrollo como el carbón, el cobalto y el cobre.
En el frente energético, un ejemplo, importante para las consecuencias sobre las relaciones entre las potencias de China y EE.UU., lo proporciona la fundamental contribución china a Sudán para la exportación del petróleo.
Sudán, como se sabe, gracias a la ayuda china exporta petróleo desde 1999; esto ha llevado a que Jartum reciba las ‘particulares’ atenciones y cuidados de Washington. Recientemente (27 de octubre de 2009), la Casa Blanca ha renovado formalmente las sanciones económicas a Sudán por la cuestión de los derechos de las poblaciones de Darfur.
La otra razón por la cual la política del sur muy sur constituye una de las prioridades estadounidenses de la próxima década es de orden geopolítico y estratégico. En medio de la actual crisis económico-financiera, Washington debería, en cuanto gran actor global, dirigir sus esfuerzos hacia el mantenimiento de sus posiciones en el tablero global, a riesgo de que, en el mejor de los casos, tenga lugar una rápida reducción de su papel a potencia regional media, o, en el peor, un desastroso colapso, difícil de superar a corto plazo.
Sin embargo, en línea con la tradicional geopolítica expansionista que desde siempre caracteriza sus relaciones con las otras partes del planeta, Washington ha elegido a África como amplio espacio de maniobra, desde el cual relanzar su peso militar en el plano global con el fin de disputar a las potencias asiáticas la primacía mundial.
En tal aventurada iniciativa, Washington obviamente implicará a toda Europa. La nueva política estadounidense en África se debe al hecho de que EE.UU. encuentra cerradas dos de las principales vías anteriormente elegidas para acceder al espacio eurasiático: la Europa centroriental y Oriente Próximo y Medio. La primera vía, tras la ráfaga de victoriosas revoluciones coloradas que habían atraído al espacio geopolítico hegemonizado por EE.UU. a los países del exterior próximo ruso (la llamada Nueva Europa), parece por ahora un camino difícil de seguir, ya que Moscú ha elevado el nivel de guardia.
A tal respecto, son indicativas las dificultades encontradas por EE.UU. en la cuestión del escudo espacial.
La segunda vía es la trazada, ya desde hace años, por la doctrina llamada del Gran Oriente Medio: control total del mar Mediterráneo, eliminación de Irak, ocupación militar de Afganistán, penetración en las repúblicas centroasiáticas.
La aplicación de esta doctrina geopolítica, sin embargo, no ha producido los resultados que Washington y el Vaticano esperaban en tiempos razonablemente breves, sino que, al contrario, se ha revelado negativa a causa del duradero y desgastador conflicto afgano y de la no resuelta cuestión iraquí y, sobre todo, de la política eurasiática de Moscú, orientada a recuperar prestigio e importancia en el espacio centroasiático.
La tercera razón, finalmente, es de orden preventivo. Está conectada a la política que actualmente los Estados Unidos conducen en el hemisferio meridional del planeta, con el fin de invalidar el eje sur-sur, fatigosamente en vías de definición entre muchas naciones africanas y sudamericanas.
Los principales jefes de Estado de la América indiolatina y de África han vuelto a confirmar recientemente, en septiembre de 2009, durante la cumbre de Isla Margarita (Venezuela) la voluntad de continuar en el proyecto estratégico de ‘‘cooperación sur-sur’’ entre África y América meridional puesto en marcha en diciembre de 2006 en Nigeria, en Abuja.
Los instrumentos de penetración que Washington ha adoptado para controlar el espacio africano son de tres órdenes:
de orden militar, a través del AFRICOM (13), es decir, el Mando militar de los Estados Unidos para África, creado en 2007 y activado al año siguiente ;
de orden económico-financiero (véase el caso de las sanciones a Sudán y la intromisión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en las relaciones entre la República Democrática del Congo y China) (14) ;
y, finalmente, otro referente a la estrategia de comunicación ejemplificada gráficamente por los ya considerados ‘históricos’ discursos de Obama pronunciados respectivamente en Cairo y Accra.
Sobre el plano militar, es importante observar que la penetración estadounidense parece privilegiar, como cabeza de puente para neutralizar a Sudán y a la República democrática del Congo, el área constituida por Tanzania, Burundi, Kenia, Uganda y Ruanda. Hay que subrayar que el control militar total constituye una importante pieza en la estrategia estadounidense para la hegemonía del océano Índico. Las directrices geopolíticas de África para el siglo XXI.
Pese a las dificultades que obstaculizan hoy su unificación geopolítica, África, con el fin de salvaguardar sus propios recursos y mantenerse fuera de las disputas entre EE.UU., China y, muy probablemente, Rusia e India –disputas que se resolverán precisamente sobre su territorio –necesita organizarse, al menos regionalmente, según tres directrices principales que pivotan respectivamente sobre la orilla mediterránea, sobre el Océano Índico y sobre el Atlántico.
La activación de políticas de cooperación económica y estratégica, al menos en lo referente a seguridad, entre los países norteafricanos y Europa, por un lado, y, por otro, lo mismo con India ( a tal respecto, hay que hacer referencia a la Declaración de Delhi, firmada durante la Cumbre 2008 India-África) (15) , además de cohesionar las regiones africanas implicadas, predispondría las bases para una futura y potencial unificación continental articulada sobre polos regionales e insertada en un más amplio contexto euro-afro-asiático.
Igualmente, la directriz atlántica, es decir, la continuación de una cooperación estratégica sur-sur entre África y la América indiolatina, favorecería, en este caso, la cohesión de las regiones del África occidental, y contribuiría a la unificación del continente. En particular, el desarrollo de la directriz atlántica reforzaría el peso africano con respecto a Asia, y con respecto a China en primer lugar
La deseable integración de África –realistamente posible sólo si se estructura sobre polos regionales– evoca el desarrollo histórico, anterior al periodo colonial, de las formaciones políticas auténticamente africanas, que, conviene recordarlo, han tenido lugar precisamente sobre bases regionales (16).