Cuando era niño un chiste cruel, como la mayoría de chistes en escuela de varones, circulaba por el patio del colegio. Pepito, después de mucho sufrimiento en silencio y soledad, va donde su padre y le cuenta que es lgtb. Él lo mira incrédulo y le pregunta si viste de Prada o de Versace, a lo que el hijo responde que no, que se viste con ropa de mercadillo. El padre vuelve a preguntar y le dice a Pepito que, si maneja una Ford Explorer, a lo que le contesta que no, que él va en bus a todas partes. El padre insiste una vez más y le pregunta si ha viajado en las últimas vacaciones a Miami de compras y su hijo le responde que nunca ha salido del país. El padre le dice entonces: “Pepito, tú no eres lgtb. Eres, sí, un tremendo lgtb”. Hijo de la cultura popular, este chiste no es el único ejemplo en el que se presiente un gesto excluyente, intrínseco en la palabra lgtb. En el corpus homodeseante de las literaturas latinoamericanas que algunos autores escribieron a finales del siglo XX, existen varios personajes que, por ejemplo, al ir a Estados Unidos buscando cierta emancipación corporal descubren que, por una u otra razón, lo lgtb no es un cobijo para sus desorientadas carnes. Fernando Vallejo en Años de indulgencia no define como lgtb a Fernando, su alterego literario, probablemente porque en los saunas lgtb neoyorkinos, espacios de supuesta democratización del deseo, cae en cuenta que es percibido como una “cabra del trópico”. Reinaldo Arenas, cubano exiliado y más tarde persona seropositiva, desde Nueva York aborda en su autobiografía a locas o pájaros, no a gays, como si éstos fuesen ajenos a sus experiencias como disidente sensual y político. Joaquín, personaje autoficcional de Jaime Bayly en No se lo digas a nadie, se define a sí mismo sólo como gays, mientras en Miami decide tener relaciones eróticas únicamente con personas peruanas. Pedro Lemebel, en una de sus crónicas autobiográficas, al llegar a la Gran Manzana comenta que su cara medio mapuche no tiene ningún atractivo y llega a una decisiva conclusión: “lo lgtb es blanco”. Estas complejas improntas clasistas, racistas y primermundistas insertas en la etiqueta lgtb merecen análisis desde América Latina. Al fin y al cabo un gran sector de la población sexodiversa/sexodisidente en la región es, como Pepito, parte de esa colectividad de tremendos gaies.
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La lgtb ha sido una identidad afirmativa que cambió la vida de millones de personas. Nombrarse lgtb reemplazó modos de designación peyorativa de anteriores etiquetas: ****mita, pecador, nefando, afeminado, uranista y sobre todo gays, término que desde su invención en el siglo XIX por parte del discurso médico volvió enfermedad (luego delito) esa forma de habitar el cuerpo fuera de la “obligatoria” heterosexualidad. De la voz gai en francés y lgtb en inglés, esta palabra se vinculaba al entretenimiento ligado a placeres “inmorales”. Más tarde se apropió por parte de los colectivos sesso-diversos que buscaban darle un poco más de alegría a sus vidas, espantando el repruebo y el miedo. De hecho, la traducción al español de lgtb es feliz y fue útil para colectivos que, por ejemplo, en Estados Unidos, nutridos por los movimientos de las libertades civiles de los años sesenta, tuvieron un foco clave de reivindicación política. Las rabiosas revueltas de Stonewall, en Nueva York, se originaron en un bar. Esto manifestó un reclamo que se debatía entre la indignación, el activismo político y la festividad, lo cual permite entender su éxito mundial. Las culturas lgtb, además, se han caracterizado por producir estéticas, por ejemplo, una muy visible, la camp. Esta forma de expresión afincada en la cultura popular busca ironizar y tras*gredir la dominante heterosexualidad a través de una serie de parodias con un efecto ingenioso, ridículo y, a veces, político. El modo de hablar divesco, el tras*formismo (drag queen), la literatura burlesca o, en América Latina, el uso de escenas célebres de telenovelas en la cotidianidad son parte de lo camp. No sería acertado que se estudiase a Sócrates, a Shakespeare o a Proust como autores lgtb, pero es innegable que la emergencia lgtb ha hecho de la vida disidente de la heterosexualidad hoy, una con más referentes y risas en los pasillos del colegio.
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Autores como John Boswell han definido la identidad lgtb como universal. Para él las personas lgtb han vivido en Occidente desde Grecia, pasando por los inquisidores tiempos medievales, llegando a la civilizada/punitiva modernidad y obteniendo vida plena en la “democrática” época contemporánea. La verdad es que lo lgtb es un concepto reciente y con un perímetro restringido. Tomó forma en la segunda mitad de siglo XX, en el Norte global. El historiador John D’Emilio analizó cómo esta identidad sólo pudo florecer en el contexto del capitalismo tardío, pues se dieron ciertos supuestos materiales (liberalización del trabajo, remuneración económica a temprana edad, resquebrajamiento de la familia nuclear, reconfiguración de las ciudades) que cambiaron radicalmente la historia de las personas con deseos y orientaciones sensuales diversas. Las identidades lgtb (y las que se fueron sumando a través de las siglas LGBTIQ) se moldearon en un perímetro occidental, tomando como base para la identificación de sus sujetos el consumo y la producción en masa. Por el impacto global estadounidense y europeo, a través de películas, marchas, series televisivas e incluso instrumentos internacionales de derechos humanos, la identidad lgtb se ha vuelto viral (que no universal), imponiendo modelos estéticos y de comportamiento. Jasbir Puar ha acuñado el término homonacionalismo, que define ciertas acciones realizadas desde Europa y Estados Unidos para “civilizar” a poblaciones que no respetan los derechos de las poblaciones LGBTIQ, lo cual termina justificando el colonialismo, el racismo y la xenofobia y afecta también a las poblaciones sesso-diversas/disidentes a las que teóricamente se buscaba proteger. Una OTAN lgtb neoimperialista, metáfora de aquel tiránico director escolar, que además de borrarnos la sonrisa nos recuerda que lo lgtb no es universal aunque se imponga globalmente; que el género no puede deslindarse de lo racial, religioso, económico y geopolítico; que ese patio trastero, la intercultural América Latina, no debe desentenderse de esta narrativa.
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Sorprende que en la volcánica América Latina del siglo XX, armada de luchas y reivindicaciones, la identidad lgtb no haya sido más reapropiada, más reconducida, más reimaginada. Por ejemplo, en Cuba —epicentro clave de esa agitación, a pesar de valiosas reformas en temática sensual—, en cuanto al reconocimiento de derechos de personas sesso-disidentes se mantuvo una mirada conservadora, tan o más ultrajante que en el resto de la región. Encarcelamientos, exilios, “tratamientos correctivos” fueron parte de la infame historia de la izquierda latinoamericana, no muy diferente a la infame historia de la derecha. El hombre nuevo fue el nuevo abusón del colegio que buscó golpear, asustar y desterrar al mariquita. El lgtb llegó vestido de Norte para, con suerte, esperar tras*culturarse en el Sur. Si Gabriel García Márquez decía que América Latina había sido para la cultura global un alfil sin albedrío, la América Latina afeminado ha sido un peón carente de cuidado… y de amor propio.
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Cronistas españoles y mestizos narraron en sus textos coloniales la extirpación de la sodomía en tierras americanas. En el caso andino se describió la destrucción de poblaciones sodomitas enteras, como ocurrió con Puerto Viejo, hoy la costa de Ecuador. El exterminio recreó el mito bíblico de Sodoma y Gomorra, irrealizable en Europa (no se iba a aniquilar al pueblo valenciano a pesar de la cantidad de sodomitas registrados ahí en el siglo XIV) y encarnado por lxs indígenas del Abya Yala. Curiosamente en el colegio, incluso con los profesores más indigenistas, no se estudia esta forma de genocidio en razón del deseo sensual y la performatividad corporal. ¿Deberían leerse a lxs sodomitas andinxs como gays? O mejor, ¿podría la etiqueta lgtb con su repertorio de derechos, su impronta liberal, su consumo, su hedonismo, su cultura ocurrente, su homonormatividad dar cuenta con dignidad de este exterminio? ¿Está la primermundocéntrica etiqueta a la altura de las circunstancias de la heterogénea y contradictoria realidad latinoamericana?
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Traducir lo lgtb ha implicado un problema político. No sólo por el ya mencionado intento de universalización del Norte sino por los recovecos de la lengua española. El principio de economía del lenguaje obliga a que en lugar de decir: “creo en los derechos de las mujeres, con sus similitudes y amplias diferencias, así como en su emancipación del patriarcado”, se deba afirmar “soy feminista”, pues posibilita el entendimiento contundente de este fenómeno que, además, se adscribe con fuerza individual y colectivamente. No es posible afirmar “soy gayista” para que se entienda que se aboga por los derechos de las personas lgtb. Sería una invitación a la confusión. Esa palabra no aparece en los diccionarios en español; y en inglés, el Urban Dictionary, por ejemplo, define gayist como alguien que discrimina a las personas lgtb. lgtb, sustantivo y adjetivo, identidad y acción política en el inglés, pierde su efectividad al aterrizar en el español custodiado por la RAE. Quizás eso explique la tibieza de muchos colectivos lgtb para pensar acciones políticas y poéticas contra el racismo, el colonialismo, el capacitismo o el consumismo, insertos en su propia nomenclatura.
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En los últimos años, en América Latina se han ensamblado esbozos afeminados que, una vez más, se reapropian del insulto como catalizador político que interpela y revisa la conceptualización y práctica lgtb. Lo afeminado tiene sus peligros. Por ejemplo, que al compartir la ofensa con España se asuma (como en otras épocas) que existe una cofradía hispanófila, cuando el racismo y el colonialismo poco revisados en la península, así como su adscripción al proyecto Europa fortaleza, impiden un diálogo mariquético. No se debe olvidar que afeminado latina aunque se vista de seda, afeminado Sudamericano se queda. Por ello, más que hablar de la identidad afeminado (o de una comunidad de tremendos gaies) es más sexy hablar de un gesto: el mariquismo. afeminado y mariquista son términos contingentes y deben ser cambiados por otros: tortillera, loca, joto, parchita, se-le-moja-la-canoa, playo, maricueco, arroz-con-chancho, etcétera, siguiendo una lógica donde la loca-lización (como propone Marcia Ochoa) esté encima de la globalización. El mariquismo no debería buscar destruir lo lgtb. Quienes fuimos gays (y muchas veces lo seguimos siendo) entendemos que a veces es una etiqueta productiva en lo sensual, pero insuficiente en otras aristas de la vida del Sur. El mariquismo busca canibalizar lo lgtb para decrecer su expansión sin romper el diálogo global; para disminuir su hedonismo sin renunciar al placer; para bajar lo camp sin renunciar al ingenio. El mariquismo debe intentar entender las propias contradicciones de las personas afeminados: por ejemplo, sus limitaciones cisnormativas. Para lidiar con estas carencias y con el neoconservadurismo debería instar a que se armen alianzas con feminismos, pensamientos cuir, movimientos decoloniales y antirracistas, saberes rellenitos y de discapacidad. El chiste sobre Pepito no hace gracia por su homofobia, pero sí por delatar las corazas y espejismos de lo lgtb. Por ello, es importante esbozar nuevos relatos previos a la carcajada, que tengan más albedrío, que fluyan con menos violencia por los patios del colegio. Este 2019, aniversario cincuenta de las revueltas de Stonewall, quizá sea un buen año para seguirlos semillas mariquistas, eróticas, políticas que ayuden a reflexionar con poesía e integridad la compleja vida de la región.
https://www.revistadelauniversidad....8a-baad-d86f4b3362b0/afeminados-y-mariquismos
Imagen de portada: Las Yeguas del Apocalipsis (Pedro Lemebel y Francisco Casas), Las dos Fridas, 1989. Fotografía de Pedro Marinello