EL CURIOSO IMPERTINENTE
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Se cumplen doscientos años de este fenómeno climático caracterizado porun descenso en un grado en la temperatura media global, lluvias torrenciales, tormentas de nievo en latitudes medias en mitad del verano, pérdida de cosechas, carestía, disturbios y pánicos apocalípticos en varios países. La principal aunque no única causa de todos estos desastres fue la erupción del volcán Támbora en abril de 1815, considerada la mayor de los últimos dos mil años. Coincidió en el tiempo con una fase de mínima actividad solar que contribuyó a agravar el descenso térmico.
http://ram.tiempo.com/numero5/pdf/volcanesclima.pdf
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Volcanes y clima
1816, UN AÑO SIN VERANO EN EL HEMISFERIO NORTE
Carmen Gozalo de Andrés
carmengozalo@yahoo.es
La erupción del Tambora de 1815
El Tambora es un volcán de la pequeña isla indonésica de Sumbawa en el archipiélago de La Sonda. La isla tiene una extensión de 14.793 kilómetros cuadrados y mide de oeste a este 280 kilómetros. Está atravesada
longitudinalmente por una cordillera con varios volcanes. El más oriental, el Tambora, forma la península de Sanggar. De riqueza extraordinaria, Sumbawa produce arroz, algodón, maderas preciosas, tabaco, azufre, petróleo, asfalto... y está muy promocionada turísticamente. Sus habitantes son en mayoría fiel a la religión del amores.
La erupción del Tambora del año 1815 está considerada como el mayor cataclismo volcánico de los diez mil últimos años. El volcán ahora alcanza 2.850 metros, con una base al nivel del mar de 60 kilómetros de
diámetro. Antes de esta gran erupción, su cima sobrepasaba los 4.000 metros. Su cráter, ligeramente elíptico, de 6 kilómetros de diámetro aproximado, tiene casi 1.500 metros de profundidad. Provocó otras erupciones en
1819,1880 y 1967.
Dicen las crónicas que en las primeras horas de la tarde del 5 de abril de 1815 se oyó en Batavia (Java) un ruido extraño, como el retumbar de cañonazos lejanos. Salieron del puerto dos navíos de reconocimiento, sin localizar nada besugo en el mar. Pronto la lluvia de cenizas dio cuenta del comienzo de una erupción volcánica. La gran explosión se produjo días después, el 11 de abril. La propia isla de Sumbawa y la de Lombok quedaron cubiertas por un manto de cenizas de varios metros de espesor que aniquiló a sus habitantes. Durante tres días una densa nube ensombreció totalmente los cielos de islas alejadas hasta 300 kilómetros. Las sucesivas erupciones de 1815, escalonadas entre el 5 de abril y el 23 de agosto, dispersaron en el aire la cima del Tambora, equivalente a un volumen de 30 kilómetros cúbicos, reduciendo su altura en más de 1.300 metros.
El súbito e ingente volumen de lava que irrumpió en el mar de Bali provocó un gigantesco tsunami que sumergió a gran velocidad el litoral de numerosas islas –recordamos que la República Indonésica está formada por más de 17.000 islas- y que grandes aglomeraciones humanas, como Besuki (Java), a más de 500 Kilómetros de distancia del Tambora, o Cerám y Amboine, a 1.600 Km., fueron barridas por una ola de 2 metros de altura que arrastró y sumergió en el mar cuanto encontró a su paso. Hubo 88.000 víctimas.
“La fuerza de expansión de los gases –dice Jacques Labeyrie- sobre todo de vapor de agua, gas carbónico y gases sulfurados (que se habían acumulado a lo largo de los milenios precedentes, aumentando sin cesar la presión debajo del volcán inactivo) pulverizó y proyectó por el aire esa inmensa cantidad de rocas y cenizas que constituía la diferencia entre el volumen del volcán antes y después de la erupción. Como ocurre en todas las erupciones de gran violencia, una parte importante de todo este polvo de roca y de gases en expansión que lo acompañaban, fue proyectada hasta la estratosfera. Se desconoce la masa del polvo (formado por las rocas pulverizadas, las cenizas de vidrios y cristales y los aerosoles de sulfatos) proyectado a la estratosfera, pero por analogía con lo que ocurrió en el caso de la explosión del Krakatoa, mucho menos poderosa que la del Tambora, es lógico pensar que ésta última haya inyectado, por encima de los 15 kilómetros, por lo menos 150 millones de toneladas de estas partículas de polvo muy finas. Su dimensión de pocos micrones no les permitió durante varios años caer al nivel del mar. Empujadas por los vientos del Este, que predominan de manera permanente en las grandes altitudes, dieron varias veces la vuelta al globo. Quizá durante las primeras vueltas, la nube sólo fuera una franja estrecha que no cubría más que la zona ecuatorial – el Tambora está a 8 grados de latitud Sur- pero, después, esa franja se ensanchó hasta cubrir con un fino velo estratosférico las latitudes tropicales. A partir de este momento, esas partículas se encontraron en la zona de los vientos estratosféricos del Oeste. Reiniciaron entonces su viaje en sentido contrario, extendiéndose poco a poco y cubrieron así las regiones templadas y, al final, toda la superficie restante del globo: se encontró un fino estrato de ese polvo en las nieves de Groenlandia y también en la meseta helada de la Antártida, a una profundidad que corresponde exactamente con el año siguiente al de la erupción y los años sucesivos”.
“Desde la superficie del suelo es casi imperceptible este velo ligero formado por los aerosoles volcánicos, que flotan muy alto sobre nuestras cabezas. Sólo se advierte por las magníficas coloraciones rojas que dejan aparecer a la caída del sol. Sin embargo tiene una influencia climática innegable, que no se descubrió hasta 1963, tras la erupción del volcán Gunung Agung de la isla de Bali.”
Volcanismo activo y clima
La relación entre erupciones volcánicas y clima fue enunciada por Benjamín Franklin. Residía en París en 1784 como Ministro Plenipotenciario de los EE.UU. y observó una niebla seca y constante, de la que comentó en una
de sus cartas:
“Durante varios meses del verano de 1783, cuando los efectos caloríficos de los rayos del sol de estas regiones deberían haber sido máximos, había una constante niebla sobre toda Europa y una gran parte de Norteamérica. Esta niebla era de naturaleza permanente. Era seca y parecía que los rayos del sol no tenían poder para disiparla, como fácilmente hacen con la niebla húmeda... de hecho se volvían tan débiles al pasar a través de ella, que, cuando se recogían en el foco de una lente, difícilmente quemaban un papel. Por supuesto, su efecto estival del calentamiento de la Tierra disminuyó en gran manera (...)De aquí que la superficie pronto se helara(...) que las primeras nieves permanecieran sobre ella sin fundirse (...)que el invierno de 1783-84
fuera tal vez más riguroso que ninguno de los que se habían dado en muchos años (...)”
“La causa de esta niebla universal no se conoce todavía. Podría ser adventicia a la Tierra... o podría ser la vasta humareda que, durante largo tiempo continuó saliendo en verano del Hekla, en Islandia y de ese otro
volcán surgido en el mar cerca de la isla, cuyo humo pudo ser dispersado por diversos vientos sobre la parte septentrional del mundo...”
“Sin embargo, parece que vale la pena investigar si otros duros inviernos registrados en la Historia fueron precedidos de nieblas de verano semejantes y ampliamente extendidas...”
En 1913, el meteorólogo norteamericano William Humpheys concretó que la reiterada serie de erupciones volcánicas de los primeros años del siglo XIX –entre ellas la del Tambora- habían provocado fuera de estación
las numerosas olas de frío de aquel extraño verano del año 1816.
No obstante, la propuesta de Franklin de comprobar la relación entre erupciones volcánicas y cambios climáticos se hizo realidad casi doscientos años después, con la exploración histórica de Hubert Lamb en 1970.
Entonces Lamb trabajaba en el Servicio Meteorológico Británico. Registró todas las erupciones volcánicas desde el año 1500 hasta 1960, relacionando su impacto sobre la atmósfera de la tierra, con una escala definida en relación con la erupción del volcán Krakatoa en 1883, estableciendo como 1000 unidades un índice referencial que él llamó índice de velo de polvo (IVP). A partir de las pruebas históricas y geológicas se sabe que la erupción del Tambora en 1815, que gestó el año sin verano de 1816, arrojó a la atmósfera tres veces
la cantidad de polvo que lanzó el Krakatoa siete décadas más tarde.
Un verano muy frío en Europa.
Aquel año 1816, que se conoce en la Historia del clima como el año sin verano, Europa estaba destrozada por las guerras napoleónicas, que habían terminado en 1815 con la batalla de Waterloo y el exilio de Napoleón
en la isla de Santa Elena. La ciencia meteorológica de aquel momento no relacionó el continuo velo de polvo atmosférico, ni los deslumbrantes crepúsculos con la erupción del volcán Tambora, cuya existencia
probablemente desconocía.
Se contemplaba con estupor el comportamiento del extraño verano que había demorado las vendimias del sur de Francia hasta los últimos días de Octubre y las de la cuenca del Rhin hasta principios de noviembre. En París se registraban en el mes de julio temperaturas medias inferiores en 3,5 grados a las normales de aquel mes y, en Agosto, estos valores eran casi 3 grados más bajos.
Los campesinos, que pensaban recuperar las reservas consumidas en los diez años de guerra, tuvieron que afrontar un año misérrimo. Fue necesario que soldados armados se ocuparan del tras*porte del trigo a la capital para evitar el saqueo del pueblo hambriento. El 19 de julio, desde Las Tullerías, el rey Luis XVIII ordenaba a los vicarios generales de la diócesis de Paris que se hicieran rogativas públicas en todas las iglesias para pedir al “Árbitro Soberano de las Estaciones que conservara los bienes de la tierra, alejara las tempestades y concediera tiempo sereno para que los frutos llegaran a su madurez”.
En Centroeuropa, fuertes tormentas generalizadas descargaban pedrisco de tamaño nunca visto y las riadas arrastraban a personas, animales y enseres. Un terremoto cambió el curso de un río en Capel, convirtiendo las
llanuras próximas en un nuevo lago. Hubo necesidad de sacrificar al ganado que no se podía mantener y aumentó la emigración a los EE.UU.
En Londres se repartía diariamente una sopa económica a personas de las clases más necesitadas y, mediado el mes de agosto, la suscripción abierta en favor de labradores y artesanos pobres, ascendía en la capital del
Reino Unido a tres millones de reales.
Las continuas olas de frío veraniegas de 1816 se atribuían a nuevas manchas solares y a la oleada turística en el Atlántico Norte de una gran cantidad de gigantescas masas de hielo polar. Otra hipótesis mantenía que la
generalización de pararrayos había modificado la dinámica de las corrientes eléctricas en la atmósfera. Pero nadie supuso que la considerable cantidad de partículas volcánicas insedimentables, introducidas en la estratosfera por la erupción del Tambora, pudiera haber alcanzado el occidente europeo tres meses después, ni que se desplazara alrededor del globo, dando a la luz solar el tinte ceniciento que estuvo produciendo durante tantos meses aquellos crepúsculos tan fantásticamente coloreados.
En Cantabria, tampoco hubo verano en 1816 ¿Y en el resto de España?
Los científicos europeos que han estudiado el tema del cambio climático en el verano de 1816 en Europa, no aportan datos concretos que puedan determinar en qué medida afectó a la Península Ibérica. Es justificable: la
Meteorología en España no estaba institunacionalizada oficialmente y el Rey Fernando VII -que había vuelto del exilio el año de la explosión del Tambora- consciente del peligro que entrañaba la prensa para conservar su
poder absoluto, la eliminó durante los años 1815 a 1820, permitiendo únicamente la publicación de La Gaceta, con carácter de periódico oficial del Reino. Los corresponsales de La Gaceta en Europa enviaban sistemáticamente noticias de los desastres del tiempo en sus países de residencia, pero La Gaceta no publicaba noticias del tiempo atmosférico que acontecía en nuestro país. Sólo esporádicamente alguna gacetilla daba cuenta de infortunios puntuales, que no nos permiten generalizar si también España padecía un
tiempo tan frío y desapacible como Europa.
Ha sido preciso acudir a otras fuentes documentales indirectas cuando se ha intentado comprobar si el año sin verano tuvo alguna incidencia en España. Se ha iniciado la comprobación en tierras de Cantabria, empleando datos fenológicos y registros de carácter económico que no suelen utilizarse en estudios climatológicos del pasado, los libros de tazmías.
Es importante tener en cuenta que la región cántabra fue tierra de vino, hasta que la mejora de las comunicaciones terrestres permitió la entrada de otros caldos de mejor paladar, que llegaban de Castilla y La Rioja, compitiendo con el chacolí autóctono en calidad y precio. En las zonas de Noja, Isla, Meruelo, Argoños, Santoña, Limpias y Castro hacían chacolí para su consumo y lo mandaban en cantidad considerable a Santander. También se exportaba a Méjico y a Cuba, donde los nostálgicos emigrantes de la tierruca pagaban
el chacolí cántabro al precio de los mejores vinos de Burdeos. Las actas del Cabildo de Santander de 6 de noviembre de 1816 dejaron constancia del acuerdo municipal de suprimir el aforo de chacolí porque “se había
perdido la cosecha”. En varias actas sucesivas de aquel año se da noticia de la escasísima recolección de maíz y otros productos agrícolas.
De las distintas fuentes indirectas utilizadas, se han preferido las de carácter fenológico y económico, consiguiendo información valiosa en los libros de tazmías. Un libro de tazmías parroquial es el registro contable en el que quedaban anotadas las entregas anuales que, en concepto de diezmos, o décima parte de lo recolectado u obtenido por la agricultura y ganadería, entregaban los feligreses de cada parroquia. Su valor histórico es importante pues a través de ellos se puede estudiar la producción agraria y pecuaria de nuestros pueblos. Hecho un estudio comparativo entre las tazmías de los años 1815,1816 y 1817 en cuarenta localidades cántabras, se puede asegurar, sin ninguna duda, que Cantabria el año 1816 no disfrutó de su habitual verano confortable. Mucho frío, poco sol y excesivas lluvias contribuyeron a reducir las cosechas a cotas de miseria y retrasar su recolección hasta noviembre, ya bien entrado el otoño. Además, a veces, los párrocos añadían notas justificativas de la disminución del importe de los diezmos, notas que vienen bien para
conocer la temperie del año e incluso la calidad de los frutos.
De los muchos testimonios recogidos se cita como ejemplo lo que escribía el párroco de Castro Urdiales al pie de la Tazmía: ”En este año de 1816 se presentaron las viñas con una muestra mediana muy irregular. Se
arrasaron bastante en el brote, que comenzó a fines de marzo o más adelantado (...) fue todo el año húmedo y frío con cuyo motivo, paulatinamente, antes de la flor que fue en Julio, se perdió la mayor parte del fruto. La uva que se salvó, silvestre, tuvo últimamente en fines de Agosto un pedrisco tan copioso que arrasó desde Islares hasta el primer brocal del arenal. Con iguales accidentes se hizo la recolección de lo poco que quedó, en 8 de noviembre, vendimia que no se ha visto tan tardía y tan pobre (...)”. Otro párroco, el de Cicero , en la zona mas oriental de la Región indicaba que no se había formado tazmía de vino “por causa del hielo y otras intemperies”.
Referencias climáticas del verano de 1816 en los Estados Unidos
Cuando el calor hizo su aparición algo antes del verano de 1816, las temperaturas fueron más bien bajas en Norteamérica. Después, la aparición intempestiva de intermitentes olas de frío, procedentes del Océano Glacial Ártico, produjo daños irreparables.
En Williamstown ( Massachussets), el 5 de junio la temperatura máxima había sido de 26,7 º C. Al día siguiente, esta misma temperatura apenas sobrepasaba los 7 grados y continuó descendiendo.
El 7 de junio nevó durante una hora en Plymouth (Conneticut) y muchas noches más de aquel nefasto verano hubo heladas muy fuertes hasta el sur de Virginia.
Las hojas de los árboles amarillearon. Perecieron muchos pájaros y los corderos recién esquilados murieron de frío. Cuando cesó la irrupción de aire polar, el 11 de junio, pudo constatarse que casi toda la cosecha de maíz
de Nueva Inglaterra se había helado.
En el mes de julio, unos días de buen tiempo permitieron a los campesinos resembrar sus tierras. Y cuando los nuevos brotes comenzaron a apuntar, otra baja drástica del calor causó verdaderos estragos en las hortalizas.
Una vez más tuvo lugar una breve recuperación y posterior aumento de las temperaturas, lo que permitió resistir a los cereales más fuertes, sobre todo al trigo y al centeno de alguna zona.
Después, el 20 de agosto, se produjo de nuevo otro persistente descenso, que culminó con las catastróficas heladas del 27 de septiembre. Para entonces ya casi toda la cosecha se había perdido.
Huellas del “año sin verano” en el cine, la literatura y la pintura
La película Remando al viento de Gonzalo Suárez, coproducción hispano-noruega, protagonizada por Hugh Grant ( representando a Lord Byron ), nos acerca en alguna escena de su primera parte al desapacible y tenebroso verano de 1816 y a las vivencias de los escritores Percy Shelley, Lord Byron, John William Polidori y Mary Godwin en Villa Diodati, su residencia suiza en las orillas del Lago Lemán.
Suiza fue, sin duda, el país europeo que padeció con más rigor las inclemencias meteorológicas de aquella estación estival. Sus viajeros turísticos y veraneantes tuvieron que recluirse muchas jornadas en sus
alojamientos, al calor de las chimeneas, para protegerse de los intermitentes temporales de agua y nieve.
Byron había llegado desde Inglaterra, huyendo de la bancarrota y de un matrimonio fracasado. La sociedad londinense le había repudiado abiertamente y decidió expatriarse, dirigiéndose a Suiza, donde alquiló un
palacete a orillas del lago Lemán. Era el mes de junio de 1816. Percy Shelley, expulsado de Oxford, había sido desheredado por su padre y el poeta, enamorado de Mary Godwin, abandonó a su esposa e hijos y se escapó a
Suiza con ella. Allí visitaron a Byron. La lluvia y tormentas les obligaron a quedarse en Villa Diodati durante varios días. Este palacete, porticado y rodeado de viñedos, en el que John Milton ya se había alojado dos siglos
antes, era considerado por la amante de Shelley un lugar culturalmente sagrado.
Impresionado por la lobreguez del ambiente, con el cielo totalmente cubierto de oscurísimas nubes que ocultaron el sol durante tres días, Byron rememoró, como una auténtica pesadilla, aquellos días vividos en tierras helvéticas. Compuso un poema de 82 versos, al que llamó “Darkness” (Oscuridad), que comienza así:
OSCURIDAD
Tuve un sueño, que no fue un sueño.
El sol se había extinguido y las estrellas
vagaban a oscuras en el espacio eterno.
Sin luz y sin rumbo, la helada tierra
oscilaba ciega y de color en el cielo sin luna.
Llegó el alba y se fue.
Y llegó de nuevo, sin traer el día.
Y el hombre olvidó sus pasiones
en el abismo de su desolación.(...)
Los biógrafos de los Shelley y de Byron coinciden en que, en las continuas tertulias compartidas aquel verano de 1816, retenidos por las inclemencias meteorológicas en Villa Diodati, tras una apuesta, imaginaron posibles
relatos protagonizados por personajes terroríficos.
Mary Godwin, entonces compañera y futura esposa del poeta Shelley, era una jovencísima novelista de sólo diecinueve años. Concibió aquellos días el personaje literario más abominable creado jamás por una mujer: Frankenstein. En la autobiografía de esta escritora aparecen abundantes datos sobre la inclemencia del tiempo y el avance de los glaciares suizos en el verano de 1816.
El doctor Polidori, (1795-1821) médico y escritor inglés de ascendencia italiana, que acompañaba a Byron en su viaje a Suiza en funciones de secretario personal, prefería imaginar historias tremebundas protagonizadas
por vampiros. Comenzó a escribir en el verano de 1816 El Vampiro, novela que publicaría tres años después, cuyo protagonista, misterioso, frío y encantador para las mujeres era un despiadado retrato de Lord Byron.
Entretanto, William Turner (1775-1851) el mejor paisajista ingles del Romanticismo, contemplaba sorprendido los fantásticos atardeceres que la luz del sol poniente producía al atravesar la continua calima gestada por las
minúsculas partículas de cristales y aerosoles de sulfatos. Imágenes surrealistas, como las de la luna verde esmeralda en contraste con el rojo ardiente de la puesta de sol, o un segundo ocaso, que aparecía cuando ya
era noche, iban a enriquecer, hasta el fin de sus días, la paleta cromática en los celajes de este pintor universal. Fue el pintor preferido del gran público, de la aristocracia y de la realeza inglesa. De él se dijo que tenía “la manía de pintar atmósferas”. Pero Turner no supo nunca que aquella insólita luz crepuscular, entre las desgarradas nubes, era debida a la erupción de un volcán llamado Tambora, en la desconocida isla de Sumbawa, al otro lado del mundo. Hasta mucho tiempo después de su fin no se ha podido afirmar que realmente Turner pintó el aspecto real que presentaba el cielo en Londres tiempo después de la explosión del Tambora.
Hemos visto la incidencia que la gran erupción del Tambora en 1815 tuvo en el año sin verano de 1816. “ Hoy se sabe, gracias a los últimos estudios submarinos y observaciones vía satélite de nuestro planeta, que existe
un importante flujo de energía que se adiciona no sólo a la atmósfera directamente, sino a los océanos también. Existen grandes extensiones recubiertas de volcanes activos y flujos de lava, conocidas como
dorsales oceánicas, bajo los grandes mares, donde se sitúa esta gigantesca caldera planetaria submarina que da origen a las placas tectónicas. Allí se calienta constantemente el agua y ésta tras*mite su energía a la
atmósfera en períodos más o menos intensos (...) En el futuro podríamos observar la conducta y actividad de las placas tectónicas, expresadas a través de seísmos, terremotos y explosiones volcánicas y comprobar lo que
suceda con nuestro clima posterior...” ( J. Ramírez Fernández. “Las placas tectónicas y las crisis climáticas del mundo actual”).
Volcán submarino activo
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Carmen Gozalo de Andrés
Licenciada en Historia
Santander, septiembre de 2002
BIBLIOGRAFÍA
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GRIBBIN, John.- El clima futuro . Biblioteca científica Salvat. Edit. Salvat, Barcelona, 1986
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GOZALO DE ANDRÉS, Carmen. El año sin verano. La Meteorología en el mundo iberoamericano. nº6. INM.
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