Ricardo-Barcelona
Madmaxista
Lo he leido en Yahoo y me ha sorprendido. articulo interesante y bien estructrado.
NOTICIA DE CATALUÑA- Lorenzo Silva
«En trance de balcanización inminente, yo, si me asistiera el talento político y fuera diputado a Cortes, propondría pura y simplemente la separación de las regiones rebeldes. Nuestra política debería orientarse en el sentido de industrializar a España, lo más rápidamente posible. Quedarían naturalmente excluidos de las citadas iniciativas industriales los naturales y representantes de las regiones segregadas. Y el Estado debería prevenirse contra la posible inmi gración de fábricas catalanas y vascas. No me detendría la consideración jovenlandesal del achicamiento de la patria. Como dijo Séneca, nadie ama a su nación por ser grande, sino por ser suya. Huelga consignar que atravesaríamos una fase de inevitable confusión y de trastornos económicos. Pero, en cambio, terminados tanteos y rectificaciones, podríamos alcanzar, en lo posible, el ideal de toda nación moderna: bastarse a sí misma».
Las palabras que abren esta entrada tiene uno la sensación de que podrían suscribirlas cada vez más españoles de ahora mismo, ante el desgaste, y en algunos casos el hartazgo, que representan las tensiones territoriales dentro de lo que hoy por hoy sigue siendo España. Las escribió hace ocho décadas uno de los más insignes sabios españoles, Santiago Ramón y Cajal, en su por muchas razones recomendable ensayo El mundo visto a los ochenta años.
Que el libro en cuestión lleve el irónico subtítulo Impresiones de un arteriosclerótico nos permite tomar distancia de la opinión que en él se expresa sobre este particular y, con motivo de la Diada catalana de 2014 (que algunas voces no legitimadas por las urnas, pero a las que se ha concedido amplio crédito público, tildan de definitiva), optar por la visión alternativa que nos sugieren otras lecturas. No es que lo que dice don Santiago carezca de lógica para el supuesto que contempla, y que en honor a la exactitud juzga como no deseable (incluso expresa su esperanza en que no se consume); es que hay elementos, o al menos eso creemos algunos, para resistirse a la consumación de lo que sería sin ninguna duda un fracaso de la empresa histórica española, y ya se vería qué para la catalana, pese al optimismo redentorista del independentismo.
Una lectura muy recomendable, en estos días, es un libro clásico. Esta condición se la debe al bagaje y la calidad intelectual de su autor, a lo completo de su análisis y a la claridad e inteligibilidad con que acierta tras*mitir sus ideas. Hablamos de Noticia de Cataluña, del historiador y maestro de historiadores Jaume Vicens Vives. Una obra de 1954, de la que en 1960, tras su fin, se publicó un texto ampliado, sólo en catalán, que hoy está accesible, exquisitamente traducido al castellano, en una reciente edición de 2012 auspiciada por Ediciones Destino.
Y es recomendable la lectura porque, antes de asumir la imposibilidad de entenderse o convivir con los catalanes, no estaría de más que el resto de los españoles probáramos a conocerlos un poco mejor, saber de dónde vienen, quiénes son y qué han sido, para poder construir con más garantías de éxito una posibilidad futura de ser junto a ellos. También los catalanes deben hacer ese ejercicio por su parte para que la cosa tenga sentido, y desmantelar algún prejuicio antiespañol que el propio Vicens Vives señala con acierto e incluso algún otro en el que él mismo cae, pese a su erudición y su innegable afán de verdad (como esa afirmación suya de que la industriosidad catalana “desborda” las posibilidades mentales de los castellanos, de muy dudosa solvencia no sólo hoy, sino ya hace medio siglo). Como él dice, las críticas catalanas hacia el resto de España han sido “tanto peor recibidas cuanto no siempre han sido presentadas con delicadeza”, pero esa afirmación también vale a la inversa, y a cada cual le toca roturar el huerto de su propia ignorancia y de su propia desconsideración hacia el otro.
Con brillantez y una solidez fuera de toda duda, expone Vicens Vives los orígenes problemáticos del catalán, en su triple condición de «hombre de Marca» (o de frontera), de perfil complejo por la dualidad montañés-marinero y con un carácter forjado a partir de su inserción como individuo en una estructura sociopolítica originariamente feudal.
La primera circunstancia, su condición fronteriza, convierte al catalán en un pueblo sustancialmente mestizo, conformado por sucesivas oleadas migratorias: campesinos-soldados provenientes de la vecina Francia en sus orígenes como señorío vasallo de los monarcas carolingios y dique de contención frente a los reinos fiel a la religión del amores peninsulares; montañeses atraídos por la paz, la prosperidad y la seguridad de sus puertos dos o tres siglos más tarde, cuando la amenaza fiel a la religión del amora quedó conjurada; y en la era contemporánea, obreros primero valencianos y aragoneses, luego murcianos y finalmente extremeños y andaluces que acudieron al reclamo de su industrialización, pionera en España.
El segundo rasgo, la dualidad entre el montañés o campesino del interior y el marinero o comerciante de la costa, explica de un lado el apego del catalán a la tierra, encarnado en la figura del hereu o primogénito, el mantenedor del vínculo con la casa familiar y los campos que la circundan. Y por otro, el carácter emprendedor, incluso el impulso aventurero que venían a asumir los segundogénitos, forzados a desplazarse a la costa para hacer fortuna, con el respaldo siempre de la familia pero sin la titularidad del patrimonio familiar. De ahí vienen las exitosas empresas mediterráneas de Cataluña, que sentaron las bases de su primera prosperidad en los siglos XIV y XV y, en cierto modo, por acomodación a ella, algunas de las desventuras históricas de los catalanes, como certeramente señala Vicens Vives, oponiéndose a algún lugar común del argumentario nacionalista. Según él, fue esa indolencia satisfecha, más que las restricciones legales al comercio con las Indias (que no impidieron a holandeses, genoveses y alemanes lucrarse largamente con sus riquezas), la que apartó a los catalanes del esfuerzo de la conquista de América y de sus beneficios.
El tercer elemento, el origen feudal de Cataluña, explica no sólo la institución del hereu, antes aludida, o determinadas relaciones sociales y de poder aún vigentes, como señala el autor, sino también, por la peculiar fisonomía del feudalismo catalán, sus posibilidades naturales (digámoslo con todas las reservas que la palabra inspira) de organización política, tanto hacia dentro como hacia fuera. Porque históricamente el vasallaje catalán se fundaba en el pacto: un pacto por el cual un hombre libre aceptaba la sujeción sobre la base de que su derecho a la tierra que ocupaba, formalmente propiedad del señor, era inalienable por éste, que sólo era respetado en tanto que respetaba el derecho de aquel sobre el que ejercía el señorío. Citando al obispo Eiximenis, en un famoso pasaje del Dotzè llibre del crestià: «Cada cual puede presumir de que cada comunidad hizo con su propia señoría actos y convenciones provechosas y honorables, y jamás dieron la potestad absolutamente a nadie sobre sí mismas, sino con ciertos pactos y leyes».
Las categorías intelectuales resultan útiles cuando son iluminadoras, y no cabe duda de que las que acaban de anotarse lo son en relación con el devenir histórico de Cataluña, sus relaciones con el conjunto del Estado y el talante pasado y presente de sus pobladores. Entre otras cosas, explican esa otra dicotomía catalana, entre el seny y la rauxa. El seny, palabra de casi imposible traducción, vendría a ser una mezcla de sensatez, prudencia y pragmatismo, pero también, como señala Vicens Vives, le alcanzaría una connotación negativa de no complicarse en exceso, de falta de ambición pública o simplemente relativa a algo que desborde el interés particular. En cuanto a la rauxa, se trata de otro concepto complejo, que inicialmente podría traducirse como rabia, exaltación o furia, y que estaría en la base de las once revoluciones habidas en suelo catalán desde el siglo XV, cuidadosamente inventariadas por Vicens Vives y que representan el récord absoluto en Europa Occidental. De ahí la capacidad de movilización popular catalana, pero también la tendencia a protagonizar algaradas en las que toda ponderación salta en pedazos, las aguas emocionales se desbordan y bajan en un torrente que puede llevar incluso a olvidar la conveniencia propia y a luchar, dentro de un irreprimible arrebato colectivo, en los momentos más inoportunos por causas inconsistentes, que paran en el más estrepitoso de los fracasos, alimentando así la melancolía nacional.
e explica también la falta de encaje de Cataluña en un Estado como el construido y desarrollado en España bajo la hegemonía de la Corona de Castilla, sustentada en su empuje guerrero forjado en la dura reconquista (o conquista a secas) de Extremadura y Andalucía y la potencia financiera desmedida (y desmedidamente dilapidada) que le trajo el más que audaz, temerario empeño tras*oceánico, un alarde casi incompatible con el carácter catalán. Como dice el autor:
«No hemos sido [los catalanes] lo bastante fuertes para forjarnos nuestra propia historia; he aquí la gran tragedia colectiva. Mientras las formaciones políticas se medían a la escala de unos cuantos miles de gentes de armas y de dos docenas de galeras, hemos podido superar este gran inconveniente y hemos conseguido una plataforma histórica respetable. Ha sido la época en que más nos hemos sentido nosotros mismos. De ahí nuestra nostalgia congénita por aquellos tiempos de plenitud. Pero cuando los estados se han encumbrado sobre numerosos cuerpos de ejército, cuando las escuadras han concentrado perfecciones técnicas y se han precisado para armarlas recursos económicos fuera de nuestro alcance, hemos entrado en la fase de la intranquilidad colectiva. Ya hace cinco siglos que caminamos a tientas, ora conformándonos con un menguado papel de circunscripción provincial, ora queriendo forzar la rueda de la fortuna hacia posiciones singulares de imperialismo político y cultural”.
¿Culpa, pues de los catalanes? Nada sería más simple, y menos útil de cara al futuro, que arribar a esa conclusión. Los fallos de una sociedad humana, del tipo que sea, se reparten entre sus socios. Como señala el autor, la asociación de Cataluña con Castilla fue en el siglo XV un acto lógico y natural para ambas partes: «Entre Francia y Castilla, entre el enemigo que quería descuartizar la Corona de Aragón y el pueblo que se presentaba como aliado, la opción no fue nada dudosa. Los catalanes se inclinaron hacia Castilla con la esperanza de encontrar una ayuda contra los adversarios tras*pirenaicos. Los acompañó —y esto también determinó su elección— la ilusión hispánica despertada por los humanistas». Y a renglón seguido añade Vicens Vives una declaración que irritará a los independentistas de hoy, pero tampoco halaga a sus adversarios, porque revela los pertinaces escollos de la convivencia, en buena medida surgidos de la incomprensión, por parte de quienes en los siglos siguientes manejaron los resortes del Estado, de la psicología colectiva y las aspiraciones de los catalanes. Afirma el historiador:
«Pienso que este hecho es irrevocable, pese a la decepción histórica posterior: no haber encontrado en la comunidad surgida de la crítica peripecia del siglo XV la correspondencia deseada con el ideal de imperio y libertad que engendramos desde que tuvimos uso de razón como formación social diferenciada».
Los catalanes tienen un problema, sí, que el historiador señala una y otra vez: no han sabido implicarse a fondo en el Estado español, se han quedado tras la pantalla de sus instituciones autóctonas, del virreinato en su tiempo, de sus negocios, llegando a identificar a Castilla y a España con las exacciones de un Minotauro, el Estado central y caciquil, desde los Austrias a la Restauración, que no fue con ellos más feroz que con el resto de los españoles; ya empezó aplastando a los comuneros castellanos, que se alzaron contra él mientras Cataluña, que vivía de las rentas italianas, se conformaba de buen grado.
Un Estado que Cataluña, con un mayor sentido de la responsabilidad histórica común, podría haber cooperado en más amplia medida con el resto de los españoles a racionalizar y modernizar, haciéndolo de paso más suyo y más acorde con sus propias aspiraciones. La tentativa llegó tardíamente, tras la revolución de 1868, con catalanes a los mandos (desde Prim hasta el primer jefe del Estado sin corona, el barcelonés Estanislao Figueras), pero fracasó, como fracasaron los intentos de los intelectuales y políticos catalanes del novecientos, reivindicados con entusiasmo por Vicens Vives frente a la visión castellanista de Ortega y Gasset, que en buena medida inspira las consideraciones de Cajal. La cuestión es si ese fracaso se debió a lo insoluble del problema español, como asume el independentismo actual, o a un déficit de voluntad e inteligencia del que son corresponsables, en su calidad de tripulantes veteranos de este barco llamado España, los propios catalanes.
Ahora bien, corresponsabilidad implica, en todo caso, que el mal también incumbe a otros, léase aquí el resto de los españoles. Es cierto que los catalanes acentúan sus tendencias centrífugas en épocas de adversidad para España: así sucedió en la primera gran crisis de 1640, cuando la nave de los Austrias empezó a hacer aguas. Pero también está demostrada la capacidad de Cataluña de reintegrarse a la faena común y remar de nuevo, como lo prueba la rápida reconciliación posterior a la fractura ahora magnificada de 1714. Citando de nuevo a Vicens Vives: «Hacia 1740 el mundo volvía a sonreírnos. Mientras tanto, y aunque parezca mentira, botiflers [nombre despectivo aplicado a los catalanes partidarios de los Borbones] y austracistas se habían reconciliado en la misma oposición al centralismo borbónico y así desaparecía una larga atmósfera de guerra civil. En ese momento es cuando Cataluña se introduce en Castilla. Sin programa ni propaganda, oscurísimamente, miles de catalanes hicieron la conquista de España”. Si ese empeño no terminó de fructificar fue porque, tras la oleada turística napoleónica, en Madrid se instalaron una serie de gobiernos que optaron por resolver el desbarajuste que sucedió a la Guerra de la Independencia con mano de hierro, aplicada por los sucesivos caudillos militares; algo que ignoraba ese espíritu catalán de la adhesión, mediante el pacto, a una autoridad respetada por su respeto y por su capacidad de tener en cuenta la idiosincrasia de cada uno.
La Historia no nos ha ayudado, ni nos hemos ayudado nosotros mismos, viene a ser la interpretación que se impone tras la lectura de este esclarecedor ensayo. El dilema es si, justo ahora que habíamos dado pasos como nunca para procurar el encaje de lo catalán en lo español (y para desterrar el caciquismo y el despotismo de nuestras vidas, aunque nuestros logros no fueran aún plenos), debemos echar todo por tierra, renunciando los catalanes a una misión histórica verdaderamente comprometida en el seno de una colectividad más amplia, y dejando los españoles escapar una riqueza que, con palabras conmovedoras, expresa Vicens Vives:
«Tras reflexionar mucho sobre ello, creo que éste es el mensaje del que los catalanes somos portadores desde hace muchas centurias. Ser un país de Marca, limpio y ordenado, como Bélgica, Holanda y Checoslovaquia; o bien un país de reducto montañés tan bien adecentado como Suiza. Este mensaje no puede ser más humilde e intrascendente, y fuera de toda ambición culturalista, como era la de Raimundo Lulio. Pero es una buena nueva humana y social. Y si pudiéramos extenderla por toda España, y entre todos hacer una comunidad moderna, práctica, pacífica y tolerante, podríamos cancelar las deudas con nuestros precursores y constatar el fin de nuestras preocupaciones vitales».
Desde la admiración, el respeto y el amor a Cataluña (que para mí no es una bandera ni un concepto abstracto, sino estas historias, los rastros valiosos de sus hombres y mujeres y, más cerca aún, mi hija catalana aprendiendo a decir a la vez poma y manzana, o la playa a la que cada día que aquí estoy y puedo llevo mi bicicleta, y cuya imagen me permito colocar sobre estas líneas), prefiero adherirme a estas palabras, y no a las de Cajal. Los catalanes, de un modo u otro, acabarán escribiendo su destino. Y deseo, de corazón, que no se equivoquen.
:Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso:
NOTICIA DE CATALUÑA- Lorenzo Silva
«En trance de balcanización inminente, yo, si me asistiera el talento político y fuera diputado a Cortes, propondría pura y simplemente la separación de las regiones rebeldes. Nuestra política debería orientarse en el sentido de industrializar a España, lo más rápidamente posible. Quedarían naturalmente excluidos de las citadas iniciativas industriales los naturales y representantes de las regiones segregadas. Y el Estado debería prevenirse contra la posible inmi gración de fábricas catalanas y vascas. No me detendría la consideración jovenlandesal del achicamiento de la patria. Como dijo Séneca, nadie ama a su nación por ser grande, sino por ser suya. Huelga consignar que atravesaríamos una fase de inevitable confusión y de trastornos económicos. Pero, en cambio, terminados tanteos y rectificaciones, podríamos alcanzar, en lo posible, el ideal de toda nación moderna: bastarse a sí misma».
Las palabras que abren esta entrada tiene uno la sensación de que podrían suscribirlas cada vez más españoles de ahora mismo, ante el desgaste, y en algunos casos el hartazgo, que representan las tensiones territoriales dentro de lo que hoy por hoy sigue siendo España. Las escribió hace ocho décadas uno de los más insignes sabios españoles, Santiago Ramón y Cajal, en su por muchas razones recomendable ensayo El mundo visto a los ochenta años.
Que el libro en cuestión lleve el irónico subtítulo Impresiones de un arteriosclerótico nos permite tomar distancia de la opinión que en él se expresa sobre este particular y, con motivo de la Diada catalana de 2014 (que algunas voces no legitimadas por las urnas, pero a las que se ha concedido amplio crédito público, tildan de definitiva), optar por la visión alternativa que nos sugieren otras lecturas. No es que lo que dice don Santiago carezca de lógica para el supuesto que contempla, y que en honor a la exactitud juzga como no deseable (incluso expresa su esperanza en que no se consume); es que hay elementos, o al menos eso creemos algunos, para resistirse a la consumación de lo que sería sin ninguna duda un fracaso de la empresa histórica española, y ya se vería qué para la catalana, pese al optimismo redentorista del independentismo.
Una lectura muy recomendable, en estos días, es un libro clásico. Esta condición se la debe al bagaje y la calidad intelectual de su autor, a lo completo de su análisis y a la claridad e inteligibilidad con que acierta tras*mitir sus ideas. Hablamos de Noticia de Cataluña, del historiador y maestro de historiadores Jaume Vicens Vives. Una obra de 1954, de la que en 1960, tras su fin, se publicó un texto ampliado, sólo en catalán, que hoy está accesible, exquisitamente traducido al castellano, en una reciente edición de 2012 auspiciada por Ediciones Destino.
Y es recomendable la lectura porque, antes de asumir la imposibilidad de entenderse o convivir con los catalanes, no estaría de más que el resto de los españoles probáramos a conocerlos un poco mejor, saber de dónde vienen, quiénes son y qué han sido, para poder construir con más garantías de éxito una posibilidad futura de ser junto a ellos. También los catalanes deben hacer ese ejercicio por su parte para que la cosa tenga sentido, y desmantelar algún prejuicio antiespañol que el propio Vicens Vives señala con acierto e incluso algún otro en el que él mismo cae, pese a su erudición y su innegable afán de verdad (como esa afirmación suya de que la industriosidad catalana “desborda” las posibilidades mentales de los castellanos, de muy dudosa solvencia no sólo hoy, sino ya hace medio siglo). Como él dice, las críticas catalanas hacia el resto de España han sido “tanto peor recibidas cuanto no siempre han sido presentadas con delicadeza”, pero esa afirmación también vale a la inversa, y a cada cual le toca roturar el huerto de su propia ignorancia y de su propia desconsideración hacia el otro.
Con brillantez y una solidez fuera de toda duda, expone Vicens Vives los orígenes problemáticos del catalán, en su triple condición de «hombre de Marca» (o de frontera), de perfil complejo por la dualidad montañés-marinero y con un carácter forjado a partir de su inserción como individuo en una estructura sociopolítica originariamente feudal.
La primera circunstancia, su condición fronteriza, convierte al catalán en un pueblo sustancialmente mestizo, conformado por sucesivas oleadas migratorias: campesinos-soldados provenientes de la vecina Francia en sus orígenes como señorío vasallo de los monarcas carolingios y dique de contención frente a los reinos fiel a la religión del amores peninsulares; montañeses atraídos por la paz, la prosperidad y la seguridad de sus puertos dos o tres siglos más tarde, cuando la amenaza fiel a la religión del amora quedó conjurada; y en la era contemporánea, obreros primero valencianos y aragoneses, luego murcianos y finalmente extremeños y andaluces que acudieron al reclamo de su industrialización, pionera en España.
El segundo rasgo, la dualidad entre el montañés o campesino del interior y el marinero o comerciante de la costa, explica de un lado el apego del catalán a la tierra, encarnado en la figura del hereu o primogénito, el mantenedor del vínculo con la casa familiar y los campos que la circundan. Y por otro, el carácter emprendedor, incluso el impulso aventurero que venían a asumir los segundogénitos, forzados a desplazarse a la costa para hacer fortuna, con el respaldo siempre de la familia pero sin la titularidad del patrimonio familiar. De ahí vienen las exitosas empresas mediterráneas de Cataluña, que sentaron las bases de su primera prosperidad en los siglos XIV y XV y, en cierto modo, por acomodación a ella, algunas de las desventuras históricas de los catalanes, como certeramente señala Vicens Vives, oponiéndose a algún lugar común del argumentario nacionalista. Según él, fue esa indolencia satisfecha, más que las restricciones legales al comercio con las Indias (que no impidieron a holandeses, genoveses y alemanes lucrarse largamente con sus riquezas), la que apartó a los catalanes del esfuerzo de la conquista de América y de sus beneficios.
El tercer elemento, el origen feudal de Cataluña, explica no sólo la institución del hereu, antes aludida, o determinadas relaciones sociales y de poder aún vigentes, como señala el autor, sino también, por la peculiar fisonomía del feudalismo catalán, sus posibilidades naturales (digámoslo con todas las reservas que la palabra inspira) de organización política, tanto hacia dentro como hacia fuera. Porque históricamente el vasallaje catalán se fundaba en el pacto: un pacto por el cual un hombre libre aceptaba la sujeción sobre la base de que su derecho a la tierra que ocupaba, formalmente propiedad del señor, era inalienable por éste, que sólo era respetado en tanto que respetaba el derecho de aquel sobre el que ejercía el señorío. Citando al obispo Eiximenis, en un famoso pasaje del Dotzè llibre del crestià: «Cada cual puede presumir de que cada comunidad hizo con su propia señoría actos y convenciones provechosas y honorables, y jamás dieron la potestad absolutamente a nadie sobre sí mismas, sino con ciertos pactos y leyes».
Las categorías intelectuales resultan útiles cuando son iluminadoras, y no cabe duda de que las que acaban de anotarse lo son en relación con el devenir histórico de Cataluña, sus relaciones con el conjunto del Estado y el talante pasado y presente de sus pobladores. Entre otras cosas, explican esa otra dicotomía catalana, entre el seny y la rauxa. El seny, palabra de casi imposible traducción, vendría a ser una mezcla de sensatez, prudencia y pragmatismo, pero también, como señala Vicens Vives, le alcanzaría una connotación negativa de no complicarse en exceso, de falta de ambición pública o simplemente relativa a algo que desborde el interés particular. En cuanto a la rauxa, se trata de otro concepto complejo, que inicialmente podría traducirse como rabia, exaltación o furia, y que estaría en la base de las once revoluciones habidas en suelo catalán desde el siglo XV, cuidadosamente inventariadas por Vicens Vives y que representan el récord absoluto en Europa Occidental. De ahí la capacidad de movilización popular catalana, pero también la tendencia a protagonizar algaradas en las que toda ponderación salta en pedazos, las aguas emocionales se desbordan y bajan en un torrente que puede llevar incluso a olvidar la conveniencia propia y a luchar, dentro de un irreprimible arrebato colectivo, en los momentos más inoportunos por causas inconsistentes, que paran en el más estrepitoso de los fracasos, alimentando así la melancolía nacional.
e explica también la falta de encaje de Cataluña en un Estado como el construido y desarrollado en España bajo la hegemonía de la Corona de Castilla, sustentada en su empuje guerrero forjado en la dura reconquista (o conquista a secas) de Extremadura y Andalucía y la potencia financiera desmedida (y desmedidamente dilapidada) que le trajo el más que audaz, temerario empeño tras*oceánico, un alarde casi incompatible con el carácter catalán. Como dice el autor:
«No hemos sido [los catalanes] lo bastante fuertes para forjarnos nuestra propia historia; he aquí la gran tragedia colectiva. Mientras las formaciones políticas se medían a la escala de unos cuantos miles de gentes de armas y de dos docenas de galeras, hemos podido superar este gran inconveniente y hemos conseguido una plataforma histórica respetable. Ha sido la época en que más nos hemos sentido nosotros mismos. De ahí nuestra nostalgia congénita por aquellos tiempos de plenitud. Pero cuando los estados se han encumbrado sobre numerosos cuerpos de ejército, cuando las escuadras han concentrado perfecciones técnicas y se han precisado para armarlas recursos económicos fuera de nuestro alcance, hemos entrado en la fase de la intranquilidad colectiva. Ya hace cinco siglos que caminamos a tientas, ora conformándonos con un menguado papel de circunscripción provincial, ora queriendo forzar la rueda de la fortuna hacia posiciones singulares de imperialismo político y cultural”.
¿Culpa, pues de los catalanes? Nada sería más simple, y menos útil de cara al futuro, que arribar a esa conclusión. Los fallos de una sociedad humana, del tipo que sea, se reparten entre sus socios. Como señala el autor, la asociación de Cataluña con Castilla fue en el siglo XV un acto lógico y natural para ambas partes: «Entre Francia y Castilla, entre el enemigo que quería descuartizar la Corona de Aragón y el pueblo que se presentaba como aliado, la opción no fue nada dudosa. Los catalanes se inclinaron hacia Castilla con la esperanza de encontrar una ayuda contra los adversarios tras*pirenaicos. Los acompañó —y esto también determinó su elección— la ilusión hispánica despertada por los humanistas». Y a renglón seguido añade Vicens Vives una declaración que irritará a los independentistas de hoy, pero tampoco halaga a sus adversarios, porque revela los pertinaces escollos de la convivencia, en buena medida surgidos de la incomprensión, por parte de quienes en los siglos siguientes manejaron los resortes del Estado, de la psicología colectiva y las aspiraciones de los catalanes. Afirma el historiador:
«Pienso que este hecho es irrevocable, pese a la decepción histórica posterior: no haber encontrado en la comunidad surgida de la crítica peripecia del siglo XV la correspondencia deseada con el ideal de imperio y libertad que engendramos desde que tuvimos uso de razón como formación social diferenciada».
Los catalanes tienen un problema, sí, que el historiador señala una y otra vez: no han sabido implicarse a fondo en el Estado español, se han quedado tras la pantalla de sus instituciones autóctonas, del virreinato en su tiempo, de sus negocios, llegando a identificar a Castilla y a España con las exacciones de un Minotauro, el Estado central y caciquil, desde los Austrias a la Restauración, que no fue con ellos más feroz que con el resto de los españoles; ya empezó aplastando a los comuneros castellanos, que se alzaron contra él mientras Cataluña, que vivía de las rentas italianas, se conformaba de buen grado.
Un Estado que Cataluña, con un mayor sentido de la responsabilidad histórica común, podría haber cooperado en más amplia medida con el resto de los españoles a racionalizar y modernizar, haciéndolo de paso más suyo y más acorde con sus propias aspiraciones. La tentativa llegó tardíamente, tras la revolución de 1868, con catalanes a los mandos (desde Prim hasta el primer jefe del Estado sin corona, el barcelonés Estanislao Figueras), pero fracasó, como fracasaron los intentos de los intelectuales y políticos catalanes del novecientos, reivindicados con entusiasmo por Vicens Vives frente a la visión castellanista de Ortega y Gasset, que en buena medida inspira las consideraciones de Cajal. La cuestión es si ese fracaso se debió a lo insoluble del problema español, como asume el independentismo actual, o a un déficit de voluntad e inteligencia del que son corresponsables, en su calidad de tripulantes veteranos de este barco llamado España, los propios catalanes.
Ahora bien, corresponsabilidad implica, en todo caso, que el mal también incumbe a otros, léase aquí el resto de los españoles. Es cierto que los catalanes acentúan sus tendencias centrífugas en épocas de adversidad para España: así sucedió en la primera gran crisis de 1640, cuando la nave de los Austrias empezó a hacer aguas. Pero también está demostrada la capacidad de Cataluña de reintegrarse a la faena común y remar de nuevo, como lo prueba la rápida reconciliación posterior a la fractura ahora magnificada de 1714. Citando de nuevo a Vicens Vives: «Hacia 1740 el mundo volvía a sonreírnos. Mientras tanto, y aunque parezca mentira, botiflers [nombre despectivo aplicado a los catalanes partidarios de los Borbones] y austracistas se habían reconciliado en la misma oposición al centralismo borbónico y así desaparecía una larga atmósfera de guerra civil. En ese momento es cuando Cataluña se introduce en Castilla. Sin programa ni propaganda, oscurísimamente, miles de catalanes hicieron la conquista de España”. Si ese empeño no terminó de fructificar fue porque, tras la oleada turística napoleónica, en Madrid se instalaron una serie de gobiernos que optaron por resolver el desbarajuste que sucedió a la Guerra de la Independencia con mano de hierro, aplicada por los sucesivos caudillos militares; algo que ignoraba ese espíritu catalán de la adhesión, mediante el pacto, a una autoridad respetada por su respeto y por su capacidad de tener en cuenta la idiosincrasia de cada uno.
La Historia no nos ha ayudado, ni nos hemos ayudado nosotros mismos, viene a ser la interpretación que se impone tras la lectura de este esclarecedor ensayo. El dilema es si, justo ahora que habíamos dado pasos como nunca para procurar el encaje de lo catalán en lo español (y para desterrar el caciquismo y el despotismo de nuestras vidas, aunque nuestros logros no fueran aún plenos), debemos echar todo por tierra, renunciando los catalanes a una misión histórica verdaderamente comprometida en el seno de una colectividad más amplia, y dejando los españoles escapar una riqueza que, con palabras conmovedoras, expresa Vicens Vives:
«Tras reflexionar mucho sobre ello, creo que éste es el mensaje del que los catalanes somos portadores desde hace muchas centurias. Ser un país de Marca, limpio y ordenado, como Bélgica, Holanda y Checoslovaquia; o bien un país de reducto montañés tan bien adecentado como Suiza. Este mensaje no puede ser más humilde e intrascendente, y fuera de toda ambición culturalista, como era la de Raimundo Lulio. Pero es una buena nueva humana y social. Y si pudiéramos extenderla por toda España, y entre todos hacer una comunidad moderna, práctica, pacífica y tolerante, podríamos cancelar las deudas con nuestros precursores y constatar el fin de nuestras preocupaciones vitales».
Desde la admiración, el respeto y el amor a Cataluña (que para mí no es una bandera ni un concepto abstracto, sino estas historias, los rastros valiosos de sus hombres y mujeres y, más cerca aún, mi hija catalana aprendiendo a decir a la vez poma y manzana, o la playa a la que cada día que aquí estoy y puedo llevo mi bicicleta, y cuya imagen me permito colocar sobre estas líneas), prefiero adherirme a estas palabras, y no a las de Cajal. Los catalanes, de un modo u otro, acabarán escribiendo su destino. Y deseo, de corazón, que no se equivoquen.
:Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: :Aplauso: